Entre las muchas mentiras que se cuentan sobre la Unión Europea, las historias oficiales del proceso de integración europea deben ponerse en primera fila.
Estas compilaciones, en su mayoría textos oficiales llenos de vanagloria y ditirambo, cuentan una historia completamente ficticia sobre cómo un grupo de hombres pacíficos, bienintencionados, cristianos y de mediana edad se unieron después de la Segunda Guerra Mundial para poner fin a décadas de guerras y encaminar a un continente hacia la integración económica y la unión política, mediante actos altruistas como crear tal o cual organización, asistir a tal o cual reunión y pronunciar tal o cual discurso.
Estarán de acuerdo conmigo en que no es de extrañar que de ahí no haya salido material para una miniserie de Netflix. Tendría menos público que el documental sobre Pedro Sánchez.
Cuando estas historias citan el nombre de Richard Nikolaus Eijiro, conde de Coudenhove-Kalergi (1894 – 1972), nunca ofrecen información sobre este curioso personaje, un político y aristócrata austro-japonés. Y ello llama la atención: el conde fue el principal impulsor de la integración europea, y durante 49 años el presidente fundador de la Unión Paneuropea, el primer grupo de personas en proponer la unidad europea con cierto grado de seriedad. Ideó el himno y los símbolos de la UE, e instó a la adopción de una moneda única y la mayoría de las principales líneas políticas de la UE.
Este hombre tan peculiar, gran admirador de Trotsky y la Unión Soviética, recibió el primer Premio Carlomagno (el máximo galardón de la UE, también ganado por Bill Clinton, Tony Blair y Henry Kissinger) en 1950. Pero también era un racista excéntrico que pensaba que había que hacer desaparecer a la raza blanca a base de inmigración masiva y mezcla racial forzada con africanos. Así que es mejor no mencionarlo en público, no vaya a ser que mucha gente se ponga en plan “ajá…” Nunca aparecerá en Netflix.
Otro aspecto que nunca se menciona en público es que la propia UE es una creación estadounidense.
La realidad es que al pobre Coudenhove nadie le hacía mucho caso, más allá de varias viejas glorias (tipo Leon Blum, primer ministro francés de entreguerras), incluso después de 1945. La ficción de que los líderes europeos salieron del conflicto hermanados y determinados a unificarse para evitar futuros enfrentamientos no se sostiene: todas las élites políticas del continente estaban dividas entre pro-soviéticos y el resto. Fue por eso que EEUU se tuvo que poner manos a la obra, particularmente cuando le quedó claro a todo el mundo en Washington que la Guerra Fría no iba a ser cosa de dos días.
La creación de unos Estados Unidos de Europa fue, desde el primer día, un proyecto estadounidense para controlar sus satélites europeos de forma más eficiente. Por ello, la creación, en la primavera de 1950, de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), la primera organización supranacional exitosa en la historia europea, reflejó varias prioridades estadounidenses y circunstancias del periodo: la necesidad de reintroducir a Alemania en Europa con restricciones a sus acciones independentistas; la hostilidad de Gran Bretaña a ceder siquiera un ápice de su soberanía, aferrándose al mito de una “relación especial” con EEUU y su zona de libre comercio de la Commonwealth; la necesidad de Francia de compensar su ignominiosa conducta en 1940 y su papel secundario en la victoria sobre Alemania; y, sobre todo, la determinación estadounidense de crear una Europa unida lo suficientemente fuerte como para defenderse, pero no tanto como para amenazar la hegemonía estadounidense.
El apoyo estadounidense a la integración europea fue prácticamente unánime a partir de 1945. En enero de 1947, el influyente John Foster Dulles (luego Secretario de Estado) pronunció un discurso en Nueva York en el que abogó por la reconstrucción de Europa según criterios federales y por la conexión a ella de una confederación alemana descentralizada, ambas bajo el liderazgo estadounidense. El no menos influyente Walter Lippmann (inventor del concepto de Guerra Fría) describió inmediatamente esto como un «punto de inflexión en la política exterior de Estados Unidos», apoyado tanto por el Partido Republicano como por los demócratas entonces gobernantes.
Para los responsables políticos estadounidenses, una Europa unida era la solución definitiva al problema alemán, lo que señalaron explícitamente figuras como Nicholas Murray Butler, presidente de la Universidad de Columbia. La prensa estadounidense expresó unánimemente su apoyo, al igual que el Congreso: los senadores J. William Fulbright, de Arkansas, y Elbert Thomas, de Utah, elaboraron una resolución sobre el tema, que presentaron al Senado el 21 de marzo de 1947. La Resolución n.º 10 del Senado declaraba que «el Congreso favorece la creación de unos Estados Unidos de Europa en el marco de las Naciones Unidas». La misma resolución, con el número 34, se presentó en la Cámara de Representantes, y ambas fueron aprobadas por abrumadora mayoría.
Fulbright se convirtió en la voz principal sobre el tema en el Senado, mientras que el secretario de Estado George C. Marshall (en la fotografía) no ocultó su «profunda simpatía» por la resolución ni su preferencia por una Europa unida. De hecho, el lenguaje del Plan Marshall para financiar la reconstrucción de Europa con ayuda estadounidense reveló de forma contundente la postura estadounidense, hasta el punto de que el New York Times tituló la noticia de su anuncio como «Marshall aboga por la unidad europea». En Cleveland, Mississippi, el 8 de mayo de 1947, el secretario de Estado Dean Acheson lo expresó de forma excelente en un discurso:
«La recuperación de Europa no puede ser completa hasta que las distintas partes de la economía europea trabajen juntas en un todo armonioso. Y el logro de una economía europea coordinada sigue siendo un objetivo fundamental de nuestra política exterior».
Incluso mientras el Congreso debatía la legislación para implementar el Plan Marshall, no había duda de que se asignarían los fondos necesarios. El debate se centró en hasta qué punto EEUU debería, en la legislación, insistir en la unificación europea como precio de la ayuda.
La primera ofensiva estadounidense por la unificación fue tan exitosa que contó con el apoyo británico, pero esto duró poco. El Reino Unido no tenía ninguna intención de supeditar ni un ápice de sus decisiones soberanas a la opinión de funcionarios alemanes, con lo que trataron de orientar la integración hacia los meros acuerdo de libre comercio.
Ante la frustración estadounidense por el freno a los acercamientos previos que ello supuso, fue Jean Monnet quien apareció con la solución. Monnet era un gaullista que había sido asesor del presidente Franklin D. Roosevelt y pasó gran parte de la guerra en Washington D. C.; conchabado con el ministro de Asuntos Exteriores francés y ex primer ministro Robert Schuman —nacido y criado en Luxemburgo, hijo de un ciudadano alemán que hablaba el dialecto alemán local como lengua materna— estableció una línea de comunicación directa con las autoridades alemanas bajo la supervisión de los Aliados y su líder, el venerable conservador antinazi Konrad Adenauer.
Adenauer era la persona perfecta para colar a Alemania en el proceso. Expulsado por las fuerzas de ocupación británicas en cuanto pudieron, debido a su supuesta actitud poco cooperativa, Adenauer se mostró reacio a unirse a los británicos en ninguna iniciativa, incluso si lo invitaban, lo que no hicieron. Además, Adenauer estaba entusiasmado con la idea de unirse a la OTAN, la nueva alianza que unía a los países occidentales bajo la protección estadounidense, lo que contrastaba con la postura del líder socialdemócrata Kurt Schumacher, quien prefería trabajar (con los soviéticos) por una Alemania unificada y neutral, algo totalmente inaceptable para Washington entonces y ahora.
Cuando los británicos trataron de sabotear este proyecto, el gobierno estadounidense reaccionó dando un total espaldarazo a Monnet. La prórroga del Proyecto de Ley de Ayuda Europea de 1949 establecía que “se declara además que la política de Estados Unidos es fomentar la unificación de Europa”.
Así fue como en 1951 se llegó a la creación de la CECA, la semilla de la Unión Europea, que la fecha del anuncio de la Declaración se convirtió en el “Día de Europa”, una celebración anual oficial de la integración europea.
Los británicos rechazaron de inmediato cualquier posibilidad de unirse al plan de Schuman, mientras que los estadounidenses expresaron su satisfacción por su mera existencia. El presidente Truman calificó la CECA como «la obra de estadistas constructivos» y el New York Times alabó a la nueva organización.
El Comité Americano para una Europa Unida, establecido el año anterior bajo el liderazgo del senador Fulbright, expresó su euforia. Y, tres años después, la CECA recibió la más preciada de las muestras de amistad estadounidenses: dinero, en forma de un crédito de 100 millones de dólares aprobado por el Congreso. Solo sería la primera.
En 1957, los miembros de la CECA —Francia, Alemania Occidental, los estados del Benelux e Italia— firmaron el Tratado de Roma (oficialmente, «Tratado constitutivo de la Comunidad Económica Europea»), que ha sido modificado y revisado en numerosas ocasiones, y sigue siendo hasta el día de hoy el documento fundacional sobre el que el tambaleante castillo de naipes hora llamado UE (nombre oficial desde el Tratado de Maastricht de 1993) se mantiene en delicado equilibrio.