En el artículo previo que daba comienzo esta breve serie insinuamos que podría trazarse un hilo secreto entre la experiencia teológica de la Caída y la necesidad humana de representar su conciencia. La novela moderna ha convertido esta indagación en una de sus obsesiones, tanto más recurrente cuanto más observa la desaparición del vínculo entre la Ley y la Gracia: entre una realidad prescrita con perfiles totalitarios y nuestra imaginación siempre dispuesta a resistir cualquier forma de opresión.
No mencionábamos entonces al azar Los hermanos Karamázov. Dostoievski, lector agudo de Cervantes, reflexionaba a fondo en sus páginas sobre la creación novelesca como el doble de una Creación cuyo sentido el sufrimiento del inocente pone en jaque. La biografía de Zósima, la Leyenda del santo Inquisidor, la conversación de Iván con el diablo o la crónica de un proceso judicial, como partes ensambladas de una novela cuya totalidad está atravesada de fragmentariedad, son retazos que persiguen aclarar el conocimiento siempre nublado que poseemos del bien y del mal. La lección quijotesca resulta evidente. Alonso Quijano el Bueno habría perdido el juicio entre libros de caballería en busca de un bien que la picaresca se hubiera propuesto desmentir con amarga y divertida lucidez. Entre novelas intercaladas, el primer don Quijote no ha dejado de tejer entre nosotros su orden de caballería.
Bien podría decirse que no paramos de imaginar aventuras con el fin de articular el sentido de nuestra existencia. Como sostendría Ortega en sus Meditaciones del Quijote, lo hacemos tanto para soportar su peso como para transfigurar sus límites. El conocimiento moral —del bien y del de mal, otra vez— nos confronta con el límite último: la aceptación de nuestra condición mortal.
Los artistas tantean sin descanso la forma de esa conciencia. La modelan con el fin de poder ensayar los nuevos modos que cada época va adoptando. Ese esfuerzo, que merece todavía el nombre de alegórico, los hermana con una audiencia que se habría de sentir sacudida al reconocerse en su representación. Poetas y lectores, creadores y espectadores, se citan entre las sombras de sus oficios.
Un oficio es una tarea, una actividad, una praxis. Compromete en una acción a quien lo ejerce. Implica también una responsabilidad ética por cuanto transforma la vida propia y de otros. Un oficio se despliega en el ambiente de una comunidad, por más que sea de solitarios. Ahora bien, no se limita a hacer. En un oficio está contenida una dimensión sacramental: una apertura a la realidad en clave simbólica. Nos asomamos al misterio mediante figuras que nos permitan explorar sus contornos. ¿No es acaso la conciencia, lo más hondo de nosotros mismos, un misterio? ¿No nos sobrecoge detenernos en su umbral, con idéntica extrañeza a la que nos produce atisbarla escondida en la presencia del otro? Celebrarla supone enfrentarse a su ambigua fascinación.
Los artistas de verdad se asoman a tal abismo con una temeridad que se sabe vulnerable. Lo afrontan incluso perplejos. ¿Cómo dar cuenta de él si son sus propios instrumentos – los pigmentos, las notas, las palabras- los que lo invocan? Por ello, en el artista cristiano, con unas tonalidades muy idiosincráticas, la tensión apocalíptica se ve confrontada con el horizonte escatológico con que su fe la envuelve. Si la modernidad ilustrada acabó convirtiendo la estética en un intenso sucedáneo secular de la experiencia religiosa, ¿no resulta perentorio plantearse si la consumación de esta ilusión, reducida a cenizas, no vuelve a plantear la dimensión litúrgica del arte, es decir, la formulación de una esperanza que no se agota en la forma, aun desfigurada, sino que en ella y desde ella apunta ya más allá?
Entre la obra del escritor noruego Jon Fosse, reciente Premio Nobel, su novela Septología (2019-2021) permite ahondar en algunas de estas meditaciones. Los capítulos de tres novelas previas, tituladas respectivamente El otro nombre, Yo es otro y Un nuevo nombre, la articulan desplegando unas correspondencias que promueven una unidad en sus más diversos, y profundos, niveles.
En su interior late un orden litúrgico que organiza las idas y venidas del protagonista Asle entre su casa y la ciudad de Bjørgvin a lo largo del fiordo de Sygve durante la última semana de Adviento. Asle es un pintor próximo a la jubilación, de prestigio reconocido, lacónico y solitario, que cada año por Navidad, desde muy joven, expone en la galería más importante de la ciudad. Sin temor a revelar su final, puede adelantarse que la trama de la novela relata la expectación de un nacimiento al que la proximidad de la Nochebuena da su sentido más profundo.
Cada parte de la novela comienza y acaba de la misma manera, repitiendo casi idénticas palabras. De pie, ante su último cuadro inacabado, formado por dos rayas que se cruzan – que su amigo Ǻsleik interpreta como una cruz de San Andrés-, Asle va rememorando su vida desde la infancia hasta el presente, mientras sale en busca de su amigo Asle que agoniza en un hospital o comparte comidas con Ǻsleik en una casa fría y retirada. Cada una de estas jornadas acaba con plegarias en latín a la Virgen y la oración del nombre de Jesús que él respira como el ritmo de la prosa apagándose lentamente hasta el punto final. Esta circularidad refuerza el tono litúrgico de una prosa que hipnotiza con una morosidad tan moderna como, paradójicamente, salmódica.
En las obras de Fosse se han resaltado las huellas de Kafka y de Beckett. Leyendo las páginas de Septología, en un paisaje y con unas historias en las que podrían advertirse las resonancias de las imágenes de Carl T. Dreyer, Ingmar Bergman o Bille August, también se puede advertir un conocimiento profundo y seguro del modo de representar la conciencia interior tanto del Ulysses de James Joyce como del impresionante itinerario por las callejas de Brindisi que abre La muerte de Virgilio de Hermann Broch.
Con todo, en lugar de la genealogía literaria, que a fin de cuentas sólo sirve para enmarcar y oscurecer los logros novelísticos de Fosse, lo que de verdad importa es cómo con una técnica segura el narrador afronta la fragilidad de la existencia humana con fuerza creativa. No es el resultado de la impotencia, sino de un cansancio creador el que afina aún más la conciencia de sí que va abandonando al protagonista, mientras debe enfrentarse de nuevo con la memoria de la pérdida de su hermana Alida, de niño, y, en la madurez, de su mujer Asle, su único amor, al que permanece fiel con la certeza escatológica que ella misma le proporcionó para convertirse al catolicismo.
Aun así, la novela no responde a una estética que quiera reconstruir un universo católico, aunque no se limita al mero uso de elementos culturales ligados a él. Conmueve el esfuerzo del protagonista, en cuya religiosidad puede reconocerse la búsqueda singular de un fiel corriente, por trascender el horizonte inmanente en que vivimos inmersos. A través del arte y del amor, inseparables el uno del otro, el protagonista persigue un núcleo esencial que las perplejidades y las negaciones nihilistas contemporáneas parecerían haber sofocado. Tal fondo él mismo se atreve a definirlo como el “reino de Dios” que permanece en nuestro interior y que, en su caso, pese a la extrañeza que manifiestan sus amigos, encuentra un punto de anclaje decisivo en su asistencia a la liturgia de la Misa y a la vivencia eucarística.
Con una presencia cada vez más intensa de la figura del Maestro Eckhart en el tramo final de la obra, el lector debe asimismo afrontar la sorpresa que provoca la fusión de los diferentes estratos temporales de la trama en el flujo presente de la narración. Los nombres y los personajes se funden y se confunden, se cruzan y se entrecruzan una y otra vez en un tiempo y en un espacio que la lectura misma habrá de consumar. Hasta cierto punto – y esta es una interpretación personal – la novela entera condensa la representación alerta y delirante de la conciencia de quien ha entrado en agonía, confiando, en medio de la nada y la oscuridad, en el don de la iluminación.
La lealtad a la amistad, la fidelidad a la vocación y la integridad del amor cimentan la exploración de esta novela de Jon Fosse sobre nuestra naturaleza herida que, sin embargo, contiene un anhelo de plenitud. Sus páginas nos dan a entender que las obras de arte siguen comprometidas en custodiarlo. En sus figuraciones anticipan la eternidad que la imaginación humana es capaz todavía hoy, con más urgencia, de trazar con el pulso sereno de su finitud.
Si el lector de La Gaceta tiene la paciencia de concederme una oportunidad para concluir esta serie, en la próxima entrega se intentará ahondar en el modo en que esta conciencia de la muerte como iluminación asume el sufrimiento que acompaña nuestra vida. Laurus, de Evgueni Vodolazkin, será su guía.