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Cuatro años de Biden

La destrucción en la economía estadounidense por cuatro años de progresismo

Con la desaparición política de Joe Biden ya muy cerca, merece la pena evaluar todos los desastres que ha causado en cuatro años que dejarán huella en la economía estadounidense, por no hablar de la posición internacional y la política interior de aquel país.

La clave de la política económica de Biden, como la de todo político progresista occidental, ha sido el gasto desfasado. En medio de un ciclo económico curiosamente positivo, dada la caída de precios del petróleo que ha permitido limitar la inflación, EEUU se encuentra con déficit presupuestario descontrolado, en torno al 6% del producto interior bruto este año (el doble del presunto límite del 3% establecido para los países de la eurozona por el Tratado de Maastricht) y una deuda que está en US$35 billones de dólares, el equivalente de cerca de 25 veces el PIB español, y que sube tan deprisa que se puede observar en tiempo real en esta página web: en el año 2000, la deuda estadounidense representaba el 55% del PIB; ahora mismo es el 122%.

Esta situación es una reprobación absoluta del keynesianismo, la teoría que proporciona un cierto sostén intelectual al antiguo amor izquierdista por imprimir dinero sin control, bajo la idea decimonónica de que ello le perjudica más a la clase prestataria (la burguesía) que a la clase endeudada (la obrera o empleada). Lo que sostuvo JM Keynes en los infelices años 1930 no fue que gastar dinero como un marinero borracho es una estrategia económica, sino que los gobiernos tienen el deber y la responsabilidad de gastar cuando el sector privado contrae el gasto, para sostener el empleo y la actividad económica; y que, cuando el sector privado toma el mando, como lo tomó desde el rebote post-Covid de 2021 a pesar de las mareas en los mercados financieros en 2022, el gobierno tiene que echarse atrás y reducir sus niveles de endeudamiento, acumulando munición para la próxima crisis.

Gracias a Biden, EEUU tiene bien poca munición de sobra (no solo en términos metafóricos: también en términos reales, porque se la ha regalado a Ucrania e Israel). Es cierto que sus predecesores, Donald Trump y Barack Obama, no fueron grandes ahorradores, y que George W. Bush fue solo marginalmente menos manirroto que los anteriores, pero es claro que con Biden se ha llegado a un nivel de impresión de dinero que, perdonen la gracia, impresiona.

Ahora mismo, el gasto público estadounidense está dominado por gasto “obligatorio” que incluye pensiones, subsidios médicos y el coste de la burocracia federal, mientras que el gasto “discrecional” (que realmente se puede modificar vía presupuesto) es absorbido en gran medida por el gasto militar. La idea que ciertas personas mantienen de que EEUU es una especie de paraíso del capitalismo liberal no se corresponde con la realidad, salvo en cuanto que el estado es marginalmente menos avaricioso que las economías europeas tipo España, y los impuestos (federales y estatales) ligeramente más bajos, pero solo porque los impuestos europeos son excepcionalmente altos bajo cualquier baremo histórico, geográfico o lógico.

Durante años, la gran ventaja estadounidense había sido la desregulación y la libertad con la que el sector privado decidía cómo invertir los recursos del país para maximizar el beneficio económico y social. Eso ha acabado, de forma gradual desde el mandato de Obama, y también bajo Trump y muy especialmente bajo Biden.

EEUU es ahora el país del mundo con más sanciones internacionales a otros países, y sus aranceles están en niveles bastante significativos. Al mismo tiempo, los grandes éxitos autopublicitados por la administración Biden han sido todos leyes de “política industrial” que buscan obligar/incentivar al sector privado a seguir los dictados y preferencias del gobierno, centradas en reducir la dependencia estadounidense del mercado manufacturero chino.

Esta política industrial puede tener su razón de ser, por ejemplo con los casos de la Ley CHIPS (que incentiva la producción de semiconductores en EEUU) y una ley bipartidista para acelerar la construcción de infraestructuras (los aeropuertos estadounidenses empiezan a ser de risa); de hecho, todo ello tiene raíces en iniciativas de Trump que fueron bloqueadas por el Congreso o por su propio equipo de asesores. Lo que no se puede decir es que esto sea una política de liberalismo “laissez faire”, sino todo lo contrario: pasos hacia el mercantilismo típico del siglo XVIII.

Llama la atención que toda la moderada prosperidad que se ha vivido en EEUU durante el mandato de Biden se debe en primer lugar a un programa estatal acelerado que funcionó perfectamente: hace ahora justo cuatro años que la empresa Pfizer, trabajando bajo la iniciativa Warp Speed que creó Trump, logró la primera vacuna contra el coronavirus, un producto deficiente y en muchos casos ineficaz pero que igualmente es un avance científico que permitió ver la luz al final de la crisis del Covid-19. Y llama más la atención que Pfizer prefirió esconder el descubrimiento de la vacuna hasta que se confirmaron los resultados electorales que le daban la victoria, de aquella manera, a Biden en las presidenciales de 2020.

Al final, el pobre Biden se ha comportado como un secretario general del Partido Comunista Chino, exigiendo lealtad a su partido, ordenando al sector privado lo que tiene y no tiene que hacer, hinchando a sus industrias favoritas (como las del sector de energías renovables) de subsidios que las permiten dominar los mercados occidentales cautivos, como los europeos. Mientras, ha sido la política de sus rivales republicanos, que favoreció los avances en la industria del petróleo de esquiste, la que ha permitido a EEUU convertirse en exportador neto de petróleo y gas natural, una posición muy conveniente cuando la Unión Europea (donde el fracking que produce el esquiste está prohibido) quedó para siempre huérfana de gas natural ruso.

¿Es todo esto algo que podamos proclamar como éxitos de Biden, el señor senil que hace años que no sabe en que día vive? Viendo estos cuatro años, la impresión con la que se queda uno es que cuando al presidente estadounidense se le llama el “hombre más poderoso del mundo” hay un importante elemento de exageración, o de mofa. El sistema funciona con su propia inercia hace tiempo, y no está claro que eso es algo que una sola persona pueda cambiar.

Madrid, 1973. Tras una corta y penosa carrera como surfista en Australia, acabó como empleado del Partido Comunista Chino en Pekín, antes de convertirse en corresponsal en Asia-Pacífico y en Europa del Wall Street Journal y Bloomberg News. Ha publicado cuatro libros en inglés y español, incluyendo 'Podemos en Venezuela', sobre los orígenes del partido morado en el chavismo bolivariano. En la actualidad reside en Washington, DC.

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