De Hamilton a Trump

EE. UU. pudo convertirse en un país industrial mediante la protección arancelaria

Uno nunca deja de sorprenderse con la manera en que la esfera pública española, el ágora mediática que nos desinforma puntualmente, la opinión publicada que orienta la voluntad popular (es un decir) se asoma a aquello que ocurre fuera de nuestras fronteras. Tal vez se deba a que hemos interiorizado que tenemos bien poca soberanía, de manera que se puede soltar cualquier disparate sin miedo a las consecuencias, como quien le grita airado a la tele durante un partido sabiendo que en realidad nadie arrancará tal o cual parte del cuerpo a aquel jugador. Columnistas, tertulianos y tuiteros se lanzan a declarar la guerra a cualquier país bien sea una superpotencia nuclear o algún otro que apenas logran ubicar en un mapa, establecen paralelismos indolentes entre problemas internos españoles y conflictos étnicos a miles de kilómetros y sentencian que no queda otra que derrocar ese gobierno y aquel régimen con una ligereza que hubiera pasmado a Kissinger. Las relaciones internacionales deben regirse en función de una variable fundamental: hay países que nos gustan y otros que no. El escenario mundial como una Eurovisión que incluya a todos los continentes, aparta Mearsheimer y que vuelva Uribarri, que él si estaba al tanto de la cosa diplomática.

Así que recientemente hemos descubierto que Ho Chi Minh no era otra cosa que el Franco vietnamita, pues nada hay en este planeta que no pueda españolizarse —quizá vestigio de nuestro ímpetu conquistador—, aunque por su vehemencia detengámonos a continuación en las reacciones locales a la política arancelaria de la nueva administración estadounidense. La explicación más extendida entre nuestras eminencias es que Trump ha armado tal zapatiesta porque 1) es tonto y 2) es el Sánchez de la Casa Blanca, y a ella se ha respondido exigiéndonos a todos su «condena», como si el deber de aquel fuera mirar por los intereses españoles y le bastara oír nuestras críticas para rectificar apresurado. Se me ocurre entonces, como alternativa, que podríamos tratar de rastrear los precedentes históricos de esa decisión en EE.UU. y ver qué podríamos aprender, para hacer nosotros lo mismo en lugar de quejarnos porque los demás no miran por lo que nos conviene. Una tarea en la que nos ayudará Marcelo Gullo, autor que lleva unos años reivindicando con pasión a España y a la Hispanidad, pero del que también son dignas de tener en cuenta otras dos obras que tomaremos ahora como referencia: La insubordinación fundante, breve historia de la construcción del poder de las naciones e Insubordinación y desarrollo, las claves del éxito y el fracaso de las naciones.  

Nos cuenta Gullo que la razón de la prosperidad y la primacía mundial de Estados Unidos se haya en sus mismos orígenes pues fue «el primer Estado en insubordinarse ideológicamente contra la doctrina económica hegemónica que Inglaterra presentaba como una ‘teoría científica’» refiriéndose con esto al libre comercio defendido por Adam Smith, que en realidad solo beneficiaría a quien ya tiene una competitiva industria asentada y perjudica al que aspira a salir del subdesarrollo. Por ello los aranceles a las importaciones y los subsidios a la producción propia, según el contexto del que se trate, podrían ser beneficiosos para quien los aplique. Para entenderlo debemos remontarnos a comienzos del siglo XVIII, cuando Gran Bretaña protegía dos industrias que consideraba de un gran valor estratégico como la textil y la siderúrgica, prohibiendo que en las colonias norteamericanas se establecieran fundiciones, así como que exportaran productos textiles a otras colonias o a la propia metrópoli.

Según escribía a Londres Lord Cornbury, gobernador de Nueva York entre 1702 y 1708 y pionero del travestismo : «Poseo informes fidedignos de que en Long Island y en Connecticut están estableciendo una fábrica de lana, y yo mismo he visto personalmente estameña fabricada en Long Island que cualquier hombre podría usar. Si empiezan a hacer estameña, con el tiempo harán también tela común y luego fina; tenemos en esta provincia tierra de batán y tierra pipa tan buenas como las mejores; que juicios más autorizados que el mío resuelvan hasta qué punto estará todo esto al servicio de Inglaterra, pero expreso mi opinión de que todas estas colonias deberían ser mantenidas en absoluta sujeción y subordinación a Inglaterra; y eso nunca podrá ser si se les permite que puedan establecer aquí las mismas manufacturas que la gente de Inglaterra; pues las consecuencias serán que cuanto vean que sin el auxilio de Inglaterra pueden vestirse no sólo con ropas cómodas, sino también elegantes, aquellos que ni siquiera ahora están muy inclinados a someterse al Gobierno pensarían inmediatamente en poner en ejecución proyectos que hace largo tiempo cobijan en su pecho».

A medida que fue incrementándose el peso demográfico de las trece colonias las restricciones económicas fueron haciéndose cada vez más asfixiantes, pues ya para 1763 su población equivalía a un cuarto de la inglesa, lo que avivó los deseos revolucionarios. El propio estallido de la Guerra de la Independencia, al interrumpir el flujo de mercancías con la metrópoli y facilitar que se promoviera por los gobiernos locales la producción de armamento, ya supuso un salto en el desarrollo industrial estadounidense. Impulso que fue más pronunciado cuando George Washington nombró en 1789 como secretario del Tesoro a Alexander Hamilton, un intrépido revolucionario de 32 años que, como no escuchaba a locutores de radio liberalios, era consciente de que la incipiente producción manufacturera nacional necesitaba subsidios para despegar y un mercado autóctono protegido ante la competencia extranjera.

Así que desde ese mismo año se instauraron aranceles desde el ron hasta a los zapatos y se favoreció a la industria naval, concediendo descuentos a los derechos de importación de aquellas mercancías transportadas en barcos de fabricación y propiedad estadounidense, que en consecuencia pasaron a ser desde el 17,5% hasta el 93% de todo lo que entraba en el país en 1810. Las importaciones se interrumpieron de nuevo en 1812 con la segunda guerra contra Gran Bretaña, lo que disparó el proceso de industrialización. Esto permitió ir definiendo dos polos antagonistas dentro de EE.UU.: los Estados manufactureros del norte, nacionalistas y proteccionistas, frente a los Estados del sur, librecambistas y anglófilos, centrados en la producción agrícola que deseaban comerciar con la antigua metrópoli, vendiéndoles su algodón e importando sus productos industriales más baratos y de mayor calidad que los del norte.

Sucesivos tira y afloja entre ambas facciones culminaron en 1857 con una reducción drástica de los aranceles que pusieron al norte contra las cuerdas: su respuesta pasó entonces por abolir la esclavitud. Segaban así la hierba bajo los pies sudistas, acabando con su sistema económico. Antes que tolerarlo, los Estados del sur optaron por la secesión y la guerra, haciendo oídos sordos a aquella sabia advertencia del personaje de Clark Gable:

Esta exposición de la situación nos deja clara que la derrota era inevitable, pese a que recibieron de forma indirecta el apoyo británico (no quiso implicarse abiertamente por miedo a perder Canadá). Una vez se produjo, la política arancelaria se incrementó considerablemente, manteniéndose y ampliándose década tras década. Es significativo que Ulysses Grant, uno de los generales yanquis que logró la victoria, explicara ya en 1897 que: «durante siglos Inglaterra ha usado el proteccionismo, lo ha llevado hasta sus extremos y le ha dado resultados satisfactorios. No hay duda alguna de que a ese sistema debe su actual poderío. Después de esos dos siglos, Inglaterra ha creído conveniente adoptar el libre cambio por considerar que ya la protección no le puede dar nada. Pues bien, señores, el conocimiento de mi patria me hace creer que, dentro de doscientos años, cuando Norteamérica haya obtenido del régimen protector lo que este puede darle, adoptará, libremente, el libre cambio».

Augurio que no tardó tanto tiempo en cumplirse, pues si bien en las primeras décadas del siglo XX los aranceles estadounidenses continuaron incrementándose, el final de la 2ª Guerra Mundial trajo consigo un nuevo orden económico internacional, donde Estados Unidos ahora sí estaba en una posición dominante en la que el libre cambio le convenía. De esa manera, concluye Marcelo Gullo: «Estados Unidos pudo convertirse en un país industrial mediante un arduo trabajo de insubordinación ideológico-cultural y la República estadounidense ganó su verdadera independencia económica en los campos de batalla de Gettysburg. El proceso de insubordinación ideológico-cultural se manifestó en el enfrentamiento entre el liberalismo ortodoxo y el liberalismo nacional».

Solo queda señalar que así ha venido siendo hasta hace unos años, cuando el proceso de deslocalización de factorías hacia países con mano de obra más barata ha ido convirtiendo poblaciones y regiones antaño prósperas en páramos de óxido y fentanilo, donde el sector servicios ha absorbido solo parcialmente esa mano de obra —y en condiciones más precarias— mientras que, de forma simultánea, ha servido a China para ascender creando su propia industria cada vez más autosuficiente, sofisticada y competitiva. Es en este punto cuando Trump ha recurrido de nuevo a la política arancelaria, pese a soliviantar con ello a numerosos analistos españoles, que lo han tildado de inmediato de patán ignorante y atrevido… por replicar aquello que a su país le ha funcionado tan bien desde sus mismos orígenes.    

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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