De Madison a los conflictos raciales

El caso reciente de Shiloh Hendrix introduce un matiz nuevo en los recientes conflictos raciales marcados por la viralidad y la facción

Ocurrió el pasado 28 de abril, en la ciudad de Rochester, en Minnesota, el mismo Estado donde la muerte de George Floyd provocó aquel aún hoy incomprensible 2020 un terremoto político-cultural. Supuestamente un niño negro, del que dicen que tendría 5 años y autismo, intentó robar un objeto de una madre blanca que estaba con su hijo en un parque infantil y esta le llamó «nigger», transgrediendo así el mayor tabú de la sociedad estadounidense. Un inmigrante etíope sin parentesco con el menor se puso a grabarla con su móvil —aquí la escena parcialmente editada— mientras la retaba a que repitiese la palabra prohibida, cosa que la mujer hizo sin reparo alguno, añadiéndole ciertas recomendaciones sobre lugares a los que viajar, todo ello pese a la severa amenaza vertida por él: «veremos lo que internet tiene que decir sobre ti». Nótese que a falta de violencia física ya no se invoca a deidad alguna para que imponga un castigo, ni se lanzan maldiciones sobre la descendencia, tampoco se importuna a los muertos (o peor aún, a «los muertos de los muertos»); los anatemas, sortilegios y hechizos parecen hoy día haberse vuelto inocuos. Es «internet» el poder conjurado, a modo de celestial juez veterotestamentario que, con gran venganza y furiosa cólera, hará caer la ruina de maneras inimaginables sobre el incauto pecador.

Efectivamente llovió azufre y fuego sobre la madre, Shiloh Hendrix, pues como viene siendo habitual desde hace unos años, una interacción en la calle antaño sin recorrido ahora puede hacernos a cualquiera de nosotros instantáneamente famosos. La combinación del panóptico que implica que todos dispongamos de una cámara en el bolsillo, que tengamos cuentas en redes donde subir la grabación y que los medios de comunicación recurran a estas como filón inagotable de contenido se convierte así en cierta lotería de la calamidad donde, de forma arbitraria, uno puede ser objeto de escarnio ante millones, perder su trabajo y recibir amenazas que lleguen a obligarle a un cambio de domicilio. Todo esto le pasó a Shiloh por pronunciar la palabra que empieza por n delante de alguien armado con un móvil. Pero esta vez sucedió, además, algo diferente, algo que indica un cambio de tendencia. Alegando que su dirección y datos personales habían sido filtrados, y que ella y su hijo habían recibido amenazas, creó una colecta titulada «Ayúdame a proteger a mi familia» en GiveSendGo, donde hasta el momento de escribir esto ha logrado recaudar más de 700.000 dólares. Lejos de pedir perdón entre lágrimas, como tantas veces antes, quiso reivindicarse y esa actitud le ha granjeado un considerable apoyo popular. Desde luego por su apariencia y maneras está lejos de ser el arquetipo de trad-wife modosita con el que fantasean algunos conservadores, aunque el hecho de que no sea una candidata ideal a heroína tiene también un significado: manda un mensaje de la frustración de mucha gente, que hace apenas años hubiera considerado intolerable esta escena y repudiado lo que ella representa. Al final lo que internet dijo de Shiloh Hendrix es que tal vez no fuera la heroína que merecían, pero sí la que necesitaban.

¿Estamos entonces ante el final de eso que se ha dado en llamar «cultura de la cancelación»? Tengamos en cuenta que a una turba dispuesta al linchamiento en línea no va a disuadirla que quienes consideran adversarios «condenen» su conducta y la tachen de moralmente inaceptable. Ya saben que están haciendo daño, por eso lo hacen. Sí podrá llevarlos a replantearse su actividad, en cambio, que cada nuevo objetivo en lugar de verse perjudicado termine siendo millonario al encontrar un núcleo de apoyo.

Ahora bien, ¿cómo se ha llegado a este punto? Habíamos aludido a casos previos similares. Como el de aquella mujer que en 2020 tenía a su perro suelto en Central Park y la discusión con un paseante que se lo recriminó terminó con él amenazando con hacer daño a su mascota. Ella entonces llamó a la policía mientras era grabada con un móvil y les dijo que estaba siendo acosada por «un hombre afroamericano». Bastó esa mera descripción del aspecto para ser considerada racista y ridiculizada ante una audiencia de millones en redes y medios (en estos casos tiende a culparse a las primeras en exclusiva), perdió su empleo y fue obligada a someterse a una terapia psicológica de Teoría Critica Racial.

En 2023, una enfermera también neoyorquina discutió con un grupo de jóvenes negros por una bicicleta en alquiler, fue señalada como racista y loca hasta que sus abogados mostraron el recibo que le daba a ella la razón. ¿Qué era más probable, que una mujer blanca, enfermera, embarazada, fuera a robar bicicletas junto a su hospital a unos jóvenes negros que deambulaban por ahí o lo contrario? Las estadísticas de delincuencia y la experiencia personal de cualquiera dan una respuesta clara, pero una clave de esta clase de vídeos virales es que se sustentan en la deliberada supresión contemporánea en la audiencia de los prejuicios, considerados no una aproximación razonable a la realidad sino una forma de opresión contra las minorías. Algo similar, aunque más dramático, sucedió ese año otra vez más en Nueva York (el melting pot no está exento de conflictividad) cuando un exmarine blanco terminó estrangulando hasta la muerte a un pasajero negro en el metro al que trataba de inmovilizar en un forcejeo. Se vieron las imágenes de ese momento,  pero no todo lo que antes había ocurrido, así que nuevamente resultó un estereotipo discriminatorio suponer que alguien arrestado previamente en 42 ocasiones y varias de ellas por atacar a pasajeros del metro, era quien comenzó las hostilidades y lo del exmarine, Daniel Penny se llamaba, mera defensa propia. Lo razonable, por el contrario, era creer que se trataba de un supremacista del KKK, recordemos: lo minoritario es la norma y lo normal un prejuicio a erradicar. En España hay presidentas autonómicas que nos intentan hacer creer que el problema de la delincuencia no se concentra en las bandas de extranjeros sino en grupos de neonazis españoles. En cualquier caso, Penny, tras un proceso judicial extremadamente mediático, finalmente resultó absuelto.

No obstante, si los ejemplos esbozados entre otros muchos han contribuido a una sensación de hartazgo en la opinión pública estadounidense, hay otro que, por reciente, ha influido de forma crucial y es aquel al que las donaciones a Siloh Hendrix responderían a modo de espejo. El pasado 2 de abril, durante una competición de atletismo en Texas, un adolescente blanco recriminó a otro negro que se había sentado en una parte de las gradas que correspondía al equipo rival, y la disputa culminó con el primero siendo apuñalado en el corazón. Por desconcertante que pueda parecer, el autor de la muerte fue comparado con Rosa Parks por sentarse donde no debía, se convocaron manifestaciones de apoyo y una colecta realizada en su defensa recaudó más de medio millón de dólares. Juzgar cualquier suceso bajo el prisma racial conlleva no solo que esa lente deformante acabe invirtiendo los papeles de víctima y victimario, sino a un interminable ojo por ojo entre facciones donde cada agresor del propio grupo ha de ser apoyado y cada agresión debe tener su represalia. El Estado de derecho queda así sustituido por la guerra tribal y el sistema democrático pierde sentido en el momento en el que el voto pasa a determinarse por la pertenencia étnica, ya sin fiscalización del poder, deliberación pública o contraste de diferentes proyectos. Sin bien común, sin república, solo un grupo intentando imponerse a otro.

Es significativo que uno de los llamados Padres Fundadores de EE.UU, James Madison, hasta el punto de ser considerado el redactor más influyente de su constitución, tenga como texto más conocido aquel que publicó en el décimo número de la revista El Federalista dedicado precisamente al peligro de que la naciente república fuera derribada por la lucha entre facciones, pues, apuntaba: «tan fuerte es esta propensión de la humanidad a caer en las animosidades mutuas que, a falta de motivo de mayor sustancia, las distinciones más frívolas y fantasiosas han sido suficientes para encender sus pasiones poco amistosas y para excitar sus más violentos conflictos». Los imperios multiétnicos han perdurado en la medida en que no eran democráticos, dado que en el momento en el que cada grupo tiene libertad para perseguir sus intereses particulares el conjunto se fragmenta.

Así lo explicaba Madison en el citado artículo: «hay de nuevo dos métodos para eliminar las causas de la facción. El primero es destruir la libertad que es esencial para su existencia. El otro, dar a cada ciudadano las mismas opiniones, las mismas pasiones y los mismos intereses. Respecto al primer remedio, en verdad nunca estuvo mejor dicho que el remedio es peor que la enfermedad. La libertad es a la facción lo que el aire al fuego, un alimento sin el cual expira al instante. Pero sería tan estúpido abolir la libertad, que es esencial para la vida política, porque alimenta a la facción, como desear aniquilar el aire, que es esencial para la vida animal, porque comunica al fuego su capacidad destructiva. El segundo recurso es tan impracticable como poco sabio el primero. Mientras la razón del hombre continúe siendo falible, y éste tenga libertad para ejercitarla, se formarán opiniones distintas». Poco cabe objetar a estas afirmaciones, ahora bien, Madison pensaba en una sociedad, la de las colonias norteamericanas de finales del siglo XVIII, notablemente más homogénea que el Estados Unidos del presente. Y aún así ya acertaba a señalar sus puntos débiles y la necesidad de conformar un sistema de equilibrios.

Ya veremos si aquella república que pergeñó podrá resistir a los vídeos virales y sus espirales de agravio racial. Para quienes observamos desde fuera sus convulsiones nos queda la prudencia de evitar, en lo posible, que nuestros respectivos países alojen más diversidad racial y cultural de la que podamos manejar. 

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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