Lo ocurrido en las últimas semanas en suelo venezolano nos retrotrae a muchos a episodios de nuestra historia que, pese a su lejanía, nos parecen espejo de lo que en estos días sucede en Venezuela, pueblo tan querido por nosotros hoy centro de las miradas de todo el mundo por su lucha por la libertad.
En el transcurso de estos días estivales que esperemos traigan la liberación venezolana, se cumple en España el 88 aniversario de la promulgación de una serie de iniciativas legislativas que pervirtieron la juridicidad hasta hacerla completamente irreconocible (situación de la que no ha sido ajena Venezuela en las últimas décadas); ya en mi anterior artículo publicado en esta sección, “El ataque republicano a los jueces”, hablé largo y tendido de la coacción y amenaza que sufrieron un buen número de dignos y ejemplares funcionarios públicos durante la Segunda República, particularmente los pertenecientes al colectivo de las instituciones de Justicia. Proyectos de ley como el destinado a crear un Tribunal que exigiera responsabilidades a jueces y fiscales o el referido a la jubilación de este colectivo (que rebajaba su edad de jubilación para incorporar a otros elementos, presuntamente menos afines al monarquismo) no eran más que un burdo intento de dinamitar la separación de poderes con una verdadera purga en la institución judicial a fin de situar, en las que eran sus más reconocibles y principales magistraturas, elementos afines al ideario frentepopulista. Si durante aquellos meses de Gobiernos del Frente Popular (Marzo-Julio 1936) ya se elaboraron listas de proscritos dentro del funcionariado español, qué no habría de ocurrir semanas después con el inicio de la trágica guerra entre españoles.
En efecto, si aquellos Gobiernos del Frente Popular, antes de la terrible guerra, ya se encargaron de realizar todo tipo de registros e inspecciones a dignos y respetables funcionarios, el inicio de las hostilidades daría paso a una verdadera purga de cualquier elemento que pudiera ser simplemente sospechoso de desafección u oposición al régimen frentepopulista (me cuesta calificar como republicano algo que en aquel momento ya había dejado de serlo). Esa inquina ideológica no sólo la habrían de sufrir los miembros del Poder Judicial (ahora veremos en qué derivaría esa purga de la Justicia iniciada en plena vigencia del régimen republicano), también la sufrirán el resto de colectivos del funcionariado español. Así, el 21 de julio de 1936, el Ministerio de Hacienda del recién nombrado Gobierno del Frente Popular promulgaba el Decreto de las Cesantías. Bajo su fuero, miles de funcionarios y empleados públicos serían cesados por ser, presuntamente, y siempre bajo el personal arbitrio de las magistraturas y autoridades del momento, enemigos del régimen. Así decía:
“El Gobierno, por decreto, ha acordado en Consejo de Ministros que dispondrá la cesantía de todos los empleados que hubieran tenido participación en el proceso subversivo o fueran notoriamente enemigos del régimen, cualquiera que sea el Cuerpo que pertenezcan”.
Resulta sumamente contradictorio que aquel Gobierno —o cuando menos, la inmensa mayoría de sus miembros— habiéndose mostrado solidario con la causa del llamado Octubre Glorioso (el Golpe de Octubre de 1934, 1500 muertos), es decir, habiendo sido promotor y fiduciario de una anterior tentativa golpista, tratará de poner en un brete a ejemplares funcionarios del Estado por la simple presunción de ser enemigos de un régimen que, 21 meses atrás, ellos mismos habían pretendido liquidar por la fuerza de las armas (recordemos que, gracias a la amnistía de Febrero de 1936, unos 30.000 presos salieron de las cárceles y fueron, en su mayoría, reincorporados a sus respectivos cargos públicos, pese a haber sido condenados por su participación en una tentativa golpista). Ahora, los protagonistas y solidarios de aquel golpe eran cubiertos con el hábito y la toga de la Justicia para dictaminar quién era ejemplar funcionario y quién debía ser purgado de su ejercicio público. Tremendo.
El decreto tendría aplicación inmediata, apenas tres días después, el 24 de julio de 1936. El ilustre dramaturgo Pedro Muñoz Seca estrenaba la lista de cesantes; el autor de recordadas obras teatrales como La Oca, Los extremeños se tocan o La venganza de Don Mendo tenía el dudoso honor de inaugurar tan indigna como arbitraria medida. Nada era casual; Muñoz Seca, como tantos otros, ya había señalado en sede parlamentaria años atrás (los diputados del PSOE eran tristemente reconocibles en esta forma de actuar). En el caso que nos ocupa, ocurrió el 21 de marzo de 1932. El diputado del PSOE García Prieto llegaría a pedir su expulsión de España:
“…debía ser expulsado de España por indeseable y por estar demostrando ser un reaccionario en toda la extensión de la palabra (debía estar haciendo compañía a su amigo el ex rey), obra en la que se hace mofa del partido socialista y de los obreros sin trabajo principalmente”.
En aquellos días de Marzo de 1932, en el teatro Cervantes de Madrid, se representaba una de sus obras más conocidas, La Oca, que, a juicio del diputado socialista no era del agrado ni era justa con los intereses de su partido; a tal extremo llegaba que tendría la osadía de exigir su expulsión del país.
Habitualmente, tras este señalamiento la figura pública sufría el rigor de la censura de una buena parte de la sociedad (tan ideologizada a partir de lo que se decía en el Parlamento republicano); quedaba estigmatizada públicamente, por lo que resultaba limitado el ejercicio de la plena libertad de expresión y conciencia. De esta forma, Muñoz Seca, como sucedería con muchas figuras públicas, se vería relegado de cualquier tipo de benevolencia o favor público. Su vida y obra resultaban incómodas para el nuevo relato que las magistraturas republicanas pretendían instaurar tras su acceso al Poder en febrero del 1936.
La cosa no quedaba ahí. Tras el señalamiento en sede parlamentaria y la posterior cesantía publicada en La Gaceta (el BOE republicano), llegaba el más cruel y soez señalamiento público. Veinticuatro horas después (25 de Julio), en el primer número del ABC republicano, se publicaba un editorial en el que se jactaba de esa primera cesantía promulgada por el Gobierno en su Consejo de Ministros:
“Algo es algo»; «Muñoz Seca, el autor monárquico, cesante»; «Por algo se empieza…»; «Muñoz Seca, el monárquico tolerado en el primer bienio republicano, el bienio bondadoso»; «Bien. Pues por él, por Muñoz Seca, ha comenzado la labor depuradora».
Labor depuradora…, en efecto, así sería. Días después, el 30 de Julio, Muñoz Seca, sin cargo ni delito alguno (la única imputación era su catolicismo y monarquismo) era apresado mientras paseaba por las calles de Barcelona. Sería trasladado a Madrid donde, en los primeros días del mes de agosto ingresaría en la Prisión de San Antón. Lo haría para ya no recobrar la libertad. Meses después, en noviembre de 1936, pasaría a engrosar la trágica lista de los más de cinco mil asesinados por las milicias frentepopulistas en las sacas de Paracuellos.
Antes de llegar a esta barbarie, es preciso que echemos la vista atrás para regresar donde nos habíamos quedado, en aquellos primeros momentos de agosto de 1936, concretamente el día cuatro. En aquella fecha, el Gobierno del Frente Popular promulgaba otro decreto que habría de tener efectos nefastos sobre la libertad y la vida de miles de españoles que no comulgaban con su ideario; un decreto que sustituía a la inmensa mayoría de las unidades de la Guardia Civil por una serie de nuevas “fuerzas” que aparecían, como no podía ser de otra forma, sin determinar en el decreto:
“Disueltas varias unidades de la Guardia Civil, con motivo del actual movimiento subversivo, se hace preciso proceder a una nueva organización de las fuerzas que, con la eficacia y la lealtad debida, respondan a las necesidades de la República”.
El promotor de este nuevo decreto era quien poseía en aquel momento la titularidad de la Dirección General de Seguridad, Manuel Muñoz Martínez. Evidentemente, no hacía expresa mención de lo que realmente se pretendía, lo que en realidad perseguía ese decreto. Su principal intención era retirar al Cuerpo Benemérito la función de vigilancia y seguridad del Estado para entregarlo a quienes, desde hacía meses, reclamaban para sí la función de velar por el orden público en España, es decir, los distintos Comités revolucionarios en manos de milicianos socialistas y comunistas. Dicho de otra manera, y para que nos ayude a comprender la magnitud de lo que aquel infausto 4 de agosto el Gobierno del Frente Popular promulgaba y hacía público en La Gaceta, nacían las criminales Checas, encargadas de llevar, hasta sus últimas consecuencias, la purga iniciada con los anteriores Gobiernos del Frente Popular. Los elementos que, bajo su estricto y muy personal criterio, se consideraran molestos o incómodos al régimen serían depurados.
Por tanto, apenas dos meses después de la creación del Tribunal para juzgar a jueces y fiscales, se conseguía lo que el proyecto de ley pretendía, que no era más, recordemos, que posicionar en los principales tribunales y magistraturas a elementos afines a la causa frentepopulista. En efecto, se ubicaba en los principales órganos y cuerpos de la justicia y el orden público a quienes más alejados se encontraban del espíritu público y la juridicidad: los miembros de los Comités revolucionarios, en su gran mayoría encausados por su participación activa en la tentativa golpista de octubre de 1934 (no pocos de ellos, con nombres y apellidos absolutamente reconocibles casi 90 años después).
El Comité Provincial de Investigación Pública (CPIP) nacía aquel día tras una reunión en el Círculo de Bellas Artes (en la foto) del Director General de Seguridad, Muñoz Martínez, con las fuerzas más representativas del Frente Popular (PSOE, CNT, UGT, JSU, entre otras). ¿Sus funciones? Esencialmente realizar detenciones y registros bajo el amparo de carnets con aval de la propia Dirección General de Seguridad (DGS), si bien, y tras las peticiones y exigencias de algunos de los asistentes, se concedería también la impartición de «justicia» dentro de la propia Comisión y no sólo el traslado de los detenidos a la DGS, circunstancia que provocaría que el representante de Izquierda Republicana, Julio Diamante Menéndez, dimitiera (sin duda precavido de lo que esto significaba). De esta forma, el CPIP podría realizar labores de registro de los domicilios de los sospechosos, detenerlos, requisar objetos, juzgarlos y, en caso de considerado necesario, eliminarlos (como sucedería en una buena parte de los casos). Se procedería a la detención de todo tipo de funcionarios, empleados públicos, religiosos, periodistas o catedráticos por el simple hecho de su presunta desafección al régimen. No fueron pocas las mujeres detenidas tras habérseles hallado en sus domicilios algún tipo de iconografía religiosa. Existen múltiples testimonios al respecto.
Así las cosas, la primera Checa que habría de funcionar sería la de Bellas Artes y que, dadas sus reducidas dimensiones, se trasladaría días después a la Calle Fomento (la terrible Checa de Fomento); la seguirían hasta casi 400 sólo en la ciudad de Madrid. Ni que decir tiene que esta indiscriminada represión, de la que no podían ser desconocedores altas y muy representativas autoridades del Estado, fue conocida e incluso debatida (Sociedad de Naciones) más allá de nuestras fronteras. Todo ello explicaría el porqué aquella República, que se pretendía vender como un ejemplo de virtudes y esencias democráticas, no encontró apenas apoyos en el orden internacional más allá de los ya conocidos países cercanos o directamente promotores de las teorías marxistas, principalmente México y la Unión Soviética. Desde aquel trágico agosto de 1936, la juridicidad en España era entregada a quien, en cualquier Estado de derecho, habría de ocupar las paredes de los presidios y los centros penitenciarios destinados a la prevención de los desórdenes, una violencia que en España era ejercida por algunas de sus más altas autoridades, incluso antes del inicio de las hostilidades.
Casi 90 años después, un país hermano, Venezuela, se desgarra viendo cómo desde las altas magistraturas del Estado pervierten el término democracia hasta hacerlo absolutamente irreconocible y dinamitan un Estado de derecho del que apenas quedan algunos cimientos en pie tras décadas de tiranía. Ambos casos nos demuestran que un finísimo hilo separa la juridicidad del cesarismo propio de una autarquía totalitaria.