Uno de los libros de moda es Agua y jabón. Apuntes sobre la elegancia involuntaria (Anagrama, 2022). La última frase del libro, con la que remata una enumeración de «otros lugares en los que le gustaría estar ahora mismo» es: «En cualquier lugar, sólo por el placer de volver a casa». Prácticamente, es la misma frase con la que termina la película Cinco lobitos: «Ya nos vamos a casa». No es casualidad. El libro de Marta D. Riezu tiene un indudable aire de familia con esas obras —libros y cine— que conjugan memorias, vida familiar, defensa del sentido común, nostalgia y vindicación del arraigo, y que están llamando la atención del público español en los últimos tiempos. Sería interesante hacer un paralelismo con Feria de Ana Iris Simón.
Profundamente interesante porque ahora, que las necesitamos más que nunca, las buenas maneras ya no son reglas estables como decretos
Lo que sí ha sido casualidad es que yo lo ha haya leído a la vez que un viejo manual de buenas maneras titulado Distinción y etiqueta modernas (1943) de José Sánchez Moreno. Así me ha quedado claro que, además de un dietario fragmentario de formación, y de una defensa del arraigo familiar y las raíces, Agua y jabón es también, como reza el subtítulo, unos Apuntes sobre elegancia involuntaria. De no mediar el manual de Sánchez Moreno, se nos podría pasar por alto que estamos ante un libro sobre saber estar.
Profundamente interesante porque ahora, que las necesitamos más que nunca, las buenas maneras ya no son reglas estables como decretos. Sólo pueden presentarse en sociedad como hace este libro: como decisiones subjetivas y personalizadas que tienen a la vez el suelo firme de unos principios básicos (respeto a los demás, gusto por lo bien hecho, preocupación por no caer en lo fácil y diversión por darle esquinazo a la chabacanería) y con un punto de limpio capricho. Marta D. Riazu materializa esto mediante un placer constante por las enumeraciones y por los muestrarios, donde arriesga juicios personales. No quiere imponer su gusto al lector casi nunca, sino exponer su catálogo. Por eso funciona tan bien la conexión entre la elegancia y las memorias, pasando por el anecdotario propio y por el ajeno especialmente asumido. Abundan las citas ajenas, pero personalizadas por la admiración y la emulación.
Su prosa también sabe ser letal: «Lo multicultural […] con una capacidad inaudita para transformar lo mejor en lo peor a base de diminutivos»
El lector vive una experiencia fundamentalmente hedónica. Celebra cuando Riazu alaba cosas que también le gustan a él, como a mí «lanzar las cáscaras de la naranja al fuego de la chimenea». Nos convence de inelegancias que, ay, perpetrábamos sin darnos cuenta, como las maletas con rueditas (trolleys) que van haciendo un ruido espantoso. Después de leer el libro, especialmente estridente. Y otras veces no consigue contagiarnos sus gustos o sus rechazos.
Pero no preocupa discrepar de la autora, porque ella tampoco pretende ser una Petronia, árbitro de la elegancia. Viene a contar lo suyo y ya corre de nuestra cuenta si lo aceptamos o no. Como lo hace con una prosa que da gusto, lo disfrutamos siempre. Por ejemplo, esta frase para culminar un recuerdo de primera juventud que es un micropoema: «Porque quedan fotos de todo aquello, que si no diría que lo soñé». Pero su prosa también sabe ser letal: «Lo multicultural […] con una capacidad inaudita para transformar lo mejor en lo peor a base de diminutivos: el flamenquito, la rumbita, el porrito. Dejé de salir de noche justo a tiempo». Cuando uno se pone a citar Agua y jabón, ya no para. Así que aquí sigo con más subrayados míos:
No hace falta elegir grandes causas para mejorar el mundo. Al revés, cuanto más grandilocuentes, más sospechosas. Lo urgente es lo pequeño.
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Esa es la primera norma de la solicitud elegante: no ser ansioso. […] Segunda norma del buen postulante: hablar sin miedo. […] Tercera norma de la candidatura exitosa: ser un poco sinvergüenza.
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La herramienta, que es el juguete del adulto.
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Hacer un poco el ridículo es pagar un precio bajísimo por vivir la emoción libremente.
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El listón baja solo, sin darse uno cuenta, como los calcetines malos. Cada pocas semanas hay que revisar el trabajo propio como un látigo.
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[Hay que dejarse invitar si el otro insiste mucho] y a la próxima sin falta nosotros, y en un lugar todavía mejor, en una loca escalada hasta la insolvencia.
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Afirmar que si vas vestido con corrección se te abren las puertas es impopular, pero es cierto, y hay que aprovecharlo a nuestro favor.
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Es atractivo un punto de torpeza en el atuendo.
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El estilo es lo que repetimos a nuestro pesar. [Yo habría preferido: «sin querer», porque el pesar, si es verdadero, pesa demasiado.]
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El delantal es el hermano pequeño del mantel, y es llevar encima la alegría de ir poniendo la mesa.
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Es así: en la mesa, la cortesía casi siempre implica la pérdida. [¿Sólo en la mesa?]
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Para llegar a hacer un buen trabajo hay que plantarse.
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El síntoma más primario de la felicidad es desear la repetición.
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De todos los regalos que me hicieron mis padres, el que más debo agradecerles es el de mis dos hermanos mayores.
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La aventura viajera tiene muy buena fama, pero un paisaje inmutable acompaña a un niño durante toda la vida.
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A quien no ha salido, se le nota. [Por la noche, de adolescentes.]
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[Recuerdo una Nochevieja de niña] Pienso en mis hermanos, jóvenes y guapos, de jarana por ahí. Maldigo el destierro a esta Noche Con Los Viejos, un plan por el que hoy pagaría millones.
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Si algo se anuncia como «una experiencia», no vayan.
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El desagradecido no tiene una micra de elegancia en su cuerpo.
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El galanteo: cuando el corazón hace horas extras.
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Cuando me encuentro con una persona con ojo para el detalle, casi siempre tiene alma de vago. Para ser sensible hay que haber ganduleado mucho.
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En la fábula del flautista de Hamelín, que secuestra a unos niños porque el pueblo le ha estafado unos dineros, los únicos críos que se salvan son un cojo que va demasiado lento, un sordo que ni se entera del lío y un ciego que se pierde por el camino. Yo quiero estar en ese grupo maravilloso de Los Dejados Atrás.