(Nota del editor: el artículo se escribió deliberadamente antes de las elecciones en EE.UU y así se publica por deseo del autor)
Los próximos cuatro años de los Estados Unidos de Norteamérica y, subsiguientemente, del mundo occidental —otrora llamado «libre»— se decidirán pasado mañana. A un lado, cabe que una mujer llegue al despacho oval, lo que constituiría todo un doble hito, pues además de mujer sería la primera fémina racializada en alcanzar la presidencia norteamericana. A otro lado, puede que Donald Trump se ponga nuevamente al frente de la primera potencia mundial como su cuadragésimo séptimo presidente, lo que también resulta anómalo, ya que, hasta la fecha, solo Grover Cleveland (1837-1908) disfrutó de dos mandatos de forma no consecutiva hace más de cien años. Se trata, por ende, de unas elecciones excepcionales en un momento excepcional. Por ello, conviene dedicar algunas palabras al respecto destacando qué implicaría una victoria de Trump para la teoría de la democracia.
Estas elecciones están dejando meridianamente claro que los Estados Unidos no son la arcadia feliz esbozada por algún desaparecido notario. Según este y sus epígonos, Estados Unidos es la única democracia del mundo. Porque allí, y solo allí, existe la «separación de poderes» y un diputado que representa a los electores de su distrito. Ello haría que el Estado de partidos brillase por su ausencia en la tierra del Tío Sam. Sin embargo, toda persona meridianamente enterada sabe que esto no es cierto. Las condiciones apuntadas por el notario ya las critiqué en su día en «Sobre la ‘separación de poderes’ y el ‘diputado de distrito’ como panacea política». Y ahora la realidad política muestra en toda su dureza que Estados Unidos es, como adelantara Ostrogorski a principios del siglo XX y reiterara Weber poco después, no solo un Estados de partidos, sino el primer Estado de partidos.
Siguiendo a Max Weber en La política como profesión, dos tipos de democracia pueden distinguirse: de notables y plebiscitaria. La primera es la propia del siglo XIX. En esta democracia liberal o «formal», los diputados parlamentarios o «de distrito» regían la vida política; las sólidas, racionales y jerarquizadas maquinarias partidistas no existían. La democracia plebiscitaria, en cambio, es una democracia de partidos. Es el resultado, anota Weber, «del derecho a voto de las masas, de la necesidad de la publicidad masiva y de las organizaciones de masas, del desarrollo de una dirección centralizada al máximo y de una disciplina más rígida». Con ella, prosigue, «acaba el poder de los notables y la dirección de los parlamentarios. Toman en sus manos esta actividad políticos que “tienen en la política su profesión principal” y que están fuera del Parlamento». Ahora es el partido —su cúpula— quien hace el programa y nombra a los candidatos. La nueva organización sólida, racional y jerarquizada partidaria, concluye Weber, da «jaque mate a los diputados parlamentarios».
Así pues, el peso del partido —y el de la política— no está ya en el Parlamento, sino en el partido mismo, que es capitaneado por un líder, al sigue ciegamente el aparato. Esto se ve clarísimamente en el caso de Trump, quien ha hecho una verdadera limpieza en las filas del GOP tras su fracaso en las elecciones de 2020. Apoyando a fieles y, no pocas veces, mediocres pero leales, Trump ha conseguido desbancar a los viejos halcones neoconservadores hasta renovar enteramente el Partido Republicano y colocar a sus afines en el Congreso y el Senado. El GOP cayó rendido ante el magnate en la convención del pasado mes de julio esperando que, tras una hipotética victoria, el presidenciable los colme de cargos u otros beneficios. En palabras de Weber: «Lo que esperan es, ante todo, que, en la campaña electoral, el efecto demagógico de la personalidad del líder gane votos y escaños para el partido para llegar al poder y se amplíen al máximo las posibilidades de que su aparato encuentre la esperada retribución». Porque, tanto en Estados Unidos como en España, «se trata siempre del pesebre del Estado, del que los vencedores desean alimentarse».
El paso de una democracia de notables a una democracia de partidos se produjo primeramente en Estados Unidos, tras la frustrada elección del presidente Jackson en 1824, y cuatro décadas después en Reino Unido.
En 1868, el liberal Gladstone (1809-1898) se hizo con el poder en Inglaterra. La figura de este primer ministro es clave. Quintaesencia la transición de una democracia de mediocres notables a una verdadera democracia plebiscitaria de partidos dirigidos por un líder fuerte. Y es que el séquito partidario sirve al líder principalmente por el botín del Estado, pero también por su carisma. Las cualidades excepcionales del líder hacen que el séquito le siga y acate ciegamente. Se trata de una legitimidad carismática sui generis a caballo entre la carismática pura y la racional legal. Se diferencia de la primera en que el líder es elegido por sus correligionarios —algo que no se daba en el príncipe guerrero del Medievo o en el profeta religioso—; pero se distancia igualmente de la segunda en que las excepcionales cualidades personales del líder son las que determinan la elección. Estas dotes personales cuasisobrehumanas se concretan en el poder del carácter demagógico del discurso oral o escrito y en la fe ciega en el carácter ético de su persona. Ambas cuestiones hacen que el líder plebiscitario sea un líder carismático merecedor de acatamiento. «Lo seguiremos haga lo que haga», decían los miembros del Partido Liberal inglés respecto de Gladstone. «Podría detenerme en medio de la Quinta Avenida y disparar a alguien y no perdería votantes», reconocía un sincero Trump en 2016.
Las anteriores frases compendian la transformación de una democracia de mediocres parlamentarios o de aparatos sin líder en una verdadera democracia plebiscitaria de sólidos partidos guiados por un líder. Quien, como anotara Weber, «arrastra tras de sí a las masas por medio de la “máquina”, está de hecho por encima del Parlamento, y para él los diputados parlamentarios son solo prebendados políticos que forman parte de su aparato». La parte negativa de los líderes plebiscitarios es que su séquito se compone en su mayoría de gentes del todo anodinas dispuestas a obedecer sin rechistar. Mas es el precio a pagar por la existencia de verdaderos líderes políticos. La alternativa es que mande la camarilla. Lo que con toda probabilidad ocurrirá si Kamala Harris vence los comicios.
En suma, no solo está en juego la presidencia de Estados Unidos en estas elecciones, sino también todo un modelo de democracia. Los ciudadanos norteamericanos elegirán si prefieren una democracia plebiscitaria con un auténtico líder o, por el contrario, una democracia sin líder. Y esta, como nos alecciona la presidencia de Biden, implica el imperio de una camarilla de grises políticos profesionales del establishment sin carisma.
Galway, 3 de noviembre de 2024.