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El arte de amar

Los consejos de Ovidio a Errejón

«El cazador sabe muy bien en qué sitio ha de tender las redes a los ciervos y en qué valle se esconde el feroz jabalí. El que acosa a los pájaros, conoce los árboles en que ponen sus nidos, y el pescador de caña, las aguas abundantes en peces. Así, tú, que corres tras una mujer para que te profese cariño perdurable, dedícate a frecuentar los lugares en que se reúnen las bellas». ¿Y cuáles eran estos, según el poeta clásico Ovidio, gurú PUA de hace dos milenios, pionero del coaching para singles, de los cursillos de seducción, del así titulado por él Arte de amar? Pues la capital del imperio, cómo no, ya cantaba Radio Futura que al revés dice Roma y al derecho dice amor. Ciudad eterna que «proporcionará tantas mujeres lindas que te obligará a exclamar: ‘Aquí se hallan reunidas todas las hermosuras del orbe’».

Bien, ¿pero alguna indicación más precisa sobre garitos a visitar? «El circo, donde se reúne público innumerable, ofrece grandes incentivos. Nadie te impedirá que te sientes junto a ella, y que arrimes tu hombro al suyo todo lo posible; el corto espacio de que dispones te obliga forzosamente, y la ley del sitio te permite tocar a gusto su cuerpo codiciado. Luego buscas un pretexto cualquiera de conversación y que tus primeras palabras traten de cosas generales. Con vivo interés pregúntale de quién son los caballos que van a correr y sin vacilación, toma el partido de aquel, sea el que fuere, que merezca su favor. Cuando se presenten las imágenes de marfil en la solemne procesión, aplaude con entusiasmo a la diosa Venus, tu soberana. Si por acaso el polvo se pega en el vestido de la joven, apresúrate a quitárselo con los dedos, y aunque no le haya caído polvo alguno, haz como que lo sacudes, y cualquier motivo te incite a mostrarte obsequioso. Si el manto se desciende hasta tocar el suelo, recógelo sin demora y quítale la tierra que lo mancha, que bien pronto recabarás el premio de tu servicio, pues con su permiso podrás deleitar los ojos al descubrir su torneada pierna». ¡Se las sabía todas, el bueno de Ovidio!

Pero no acaban ahí los lugares a frecuentar, con sus métodos de seducción acordes: «Las mesas de los festines brindan suma facilidad para introducirse en el ánimo de las bellas y proporcionan además de los vinos otras delicias. Allí, en muchas ocasiones, el amor de purpúreas mejillas sujeta con sus tiernos brazos la altiva cabeza de Baco; cuando el vino llega a empapar las alas de Cupido, éste queda inmóvil y como encadenado en su puesto; mas al momento el dios sacude las mojadas alas, y entonces ¡desgraciado del corazón que baña en su rocío!». ¡Ah, el alcohol! Infunde valor en todo lance, también amoroso, así como debilita las defensas del baluarte a asaltar; igualmente necesario al terminar la batalla, pues en la victoria lo mereces y en la derrota lo necesitas, decía Napoleón. Es fundamental, sin embargo, catarlo solo en su justa medida, no vaya a nublarnos el juicio volviéndonos torpes, desvergonzados e impulsivos: «Deseo darte la medida a que te atengas en el beber: es aquella que no impide al seso ni a los pies cumplir su oficio (…) Así, cuando asistieras a un banquete en el que abunden los dones de Baco, si una muchacha que te agrada se coloca cerca de ti en el lecho, ruega a este padre de la alegría, cuyos misterios se celebran por la noche, que los vapores del vino no lleguen a trastornar tu cabeza». Ahora bien, la seducción de una dama no se antoja menos complicada que medrar en la corte al estilo gracianesco, con máscaras que oculten máscaras: «La embriaguez verdadera perjudica, pero cuando es fingida puede ser útil. Estropee tu lengua solapada la pronunciación de las voces; así lo que digas o hagas fuera de lo regular, creerán todos que lo ocasiona el exceso de bebida».

Como previamente ha señalado nuestro vate, el vino suele tener a la noche por cómplice, igualmente traicionera: «No fíes mucho en la luz engañosa de las lámparas; la noche y el vino perturban el juicio sobre la belleza. París contempló las diosas desnudas a la luz del sol, que brillaba en el cielo cuando dijo a Venus: ‘Venus, vences a tus competidoras’. La noche oculta las manchas, disimula los defectos y entre las sombras cualquiera nos parece bella». «La noche me confunde», sintetizó otro espíritu sublime.  

Puestos a hablar del aspecto físico, el varón debe cuidar el suyo sin caer en el exceso, eso sí. Atendamos a su sabiduría: «Preséntate aseado, y que el ejercicio del campo de Marte solee tu cuerpo envuelto en una toga bien hecha y airosa. Sea tu habla suave, luzcan tus dientes de esmalte y no vaguen tus pies en el ancho calzado; que no se ericen los pelos mal cortados, y tanto éstos como la barba entrégalos a una hábil mano. No lleves largas las uñas, que han de estar siempre limpias, ni menos asomen los pelos por las ventanas de tu nariz, ni te huela mal la boca, recordando el fétido olor del macho cabrío. Lo demás resérvalo a las muchachas que quieren agradar y para esos mozos que, con horror de su sexo, se entregan a un varón».

El verbo fluido es asimismo imprescindible en la tarea que nos traemos entre manos, pero debe evitarse siempre la pedantería (¡ojo a esto, Errejón!): «la beldad se deja arrebatar y aplaude al orador elocuente, lo mismo que la plebe, el juez adusto y el senador distinguido; pero ocultad el talento, que el rostro no descubra vuestra facundia y que en vuestras tablillas no se lean nunca expresiones afectadas. ¿Quién sino un estúpido escribiría a su tierna amiga en tono declamatorio?». Vale, nos hacemos una idea del estilo, ¿qué hay del contenido? «No seas tímido en prometer; las jóvenes claudican por las promesas, y pon a los dioses que quieran como testigos de tu sinceridad. Júpiter, desde lo alto, se ríe de los perjurios de los amantes y dispone que los vientos de Eolia los sepulten en las olas (…) Tienes que representar el papel de un amante y tus palabras han de quemar con fuego como el que te devora; te serán lícitos todos los argumentos para persuadirla de tu pasión y serás creído sin dificultad, Cualquiera se juzga digna de ser amada y aun la más fea da gran valor a sus atractivos; mil veces el que simula el amor acaba por sentirlo de veras y acaba por sentir lo que en principio fingía. ¡Oh jóvenes!, tened tolerancia con los que se aprestan a engañaros; muchas veces un falso amor se convierte en verdadero». Vaya, ahora la máscara se transforma en la verdadera faz, esto lo vimos en Las amistades peligrosas. En el amor se puede acabar traicionando hasta a uno mismo…

Por nítido que sea el objetivo que nos traemos en mente sobre dónde y cómo queremos tener a la zagala no hay que atolondrarse, cada paso después del anterior, piano, piano, y calentar el fuego: «conviene a los varones no precipitarse en el ruego, y que la mujer, ya de antemano vencida, haga el papel de suplicante. En los frescos pastos la vaca llama al toro con su mugido, y la yegua relincha a la aproximación del caballo. Entre nosotros el apetito se desborda menos furioso, y la llama que nos enciende no traspasa los límites de la naturaleza».  

El teatro puede ser un buen espectáculo al que acudir en nuestras primeras citas, más aún si la muchacha resultara ser actriz: «Cuida de que no vaya sin tu compañía a ostentar su belleza al teatro; allí sus espaldas desnudas te ofrecerán un gustoso espectáculo: allí la contemplarás absorto de admiración y le comunicarás tus secretos pensamientos con los gestos y las miradas. Aplaude entusiasmado la danza del actor que representa a una doncella, y más todavía al que desempeña el papel de amante. Levántate si ella se levanta, vuelve a sentarte si se sienta, y no te pese desperdiciar el tiempo al tenor de sus antojos». ¿Y si no le interesa el teatro? Ah, bueno, habrá que adaptarse a sus gustos y maneras singulares, pues «como son tan diversos los temperamentos de la mujer, hay mil formas de dominarla. No todas las tierras producen los mismos frutos; la una conviene a las vides, la otra a los olivos, aquella de allí a los cereales. Algunos peces se pescan con el dardo, otros con el anzuelo y muchos caen prisioneros en las redes que les tiende el pescador. Nunca uses las mismas prácticas con las mujeres de edades distintas: la cierva vieja distingue desde lejos los lazos que ofrecen peligro».

De acuerdo, así que tenemos circo, banquetes, teatro, néctar de Baco, halagos, cortesías, promesas… mucha artimaña y floritura, lo vamos entendiendo, pero habrá que llegar a un desenlace, ¿no? Meter cabeza en algún momento y esa —ayer y hoy— parece tarea reservada a la parte masculina: «Si la mujer, por un sentimiento de pudor, no revela a la primera su intención, se conforma a gusto con que el hombre inicie el ataque. Excesiva confianza pone en las gracias de su persona el mancebo que espera que la mujer se anticipe a su ruego. Es él quien ha de comenzar, quien ha de dirigirle la palabra, expresando estas tiernas solicitudes que ella acogerá con agrado». ¿Y si nos hace la cobra? «Mas si ves que tus rendimientos sólo sirven para hincharla de orgullo, desiste de tu pretensión y vuelve atrás tus pasos. Muchas suspiran por el placer que huye, y aborrecen el que se las brinda; insta con menos fervor, y dejarás de parecerle inoportuno». De manera que aún en la retirada puede lograrse la victoria… y si finalmente no resulta ser así, qué le vamos a hacer. Habrá otras con las que intentarlo. Ser rechazados por la doncella de nuestros desvelos es un trance amargo, no obstante, peor sería acabar además con una denuncia en comisaría.

Dicho todo lo anterior, aquí concluye este breve repaso a la obra magna de Ovidio, con la esperanza, quizá remota, de que pueda servir de fundamento al cursillo obligatorio en torno a estas lides que Sumar ha prometido que someterá a los cargos de su partido.    

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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