Cuando algo se vuelve cotidiano es difícil tomar la distancia necesaria para juzgar su importancia o extrañeza, por eso resulta un tanto desconcertante ver ahora este anuncio de hace casi cuarenta años sobre un nuevo artefacto llamado «internet». Augura con desbordante optimismo un futuro asimoviano y luminoso de posibilidades casi infinitas, uno que ya es nuestro presente, en el que estamos plenamente instalados hasta el punto de que casi dan ganas de saludar con la mano ¡Mirad, ya estamos instalados en Marte! No necesitamos cerrar los ojos para imaginar cómo será eso que nos cuentan, solo abrirlos y echar un vistazo a nuestro alrededor, así que… ¿Era esto lo prometido, se cumplieron las expectativas?
Esa narrativa pionera de la red digital como un mundo libre y sin barreras coincide con la manera en que comenzamos a experimentarla a comienzos de este siglo. Entrábamos en territorio salvaje y no había reglas, así que ese «acercará culturas y ampliará la nuestra» empezó a consistir en piratear con programas P2P primero canciones y luego cuando el ancho de banda empezó a permitirlo películas, libros, videojuegos… Cualquier contenido que pudiera ser digitalizado ya pasaba a significar «gratis» y a cualquier objeción por parte de quienes detentaban los derechos de autor se podía responder que tratar de impedirlo era «ponerle puertas al campo».
Aprendimos a trolear desde el anonimato, acceder a contenidos prosaicos con entusiasmo adolescente y contemplar prácticas sexuales que no sabíamos que fueran humanamente posibles… pero también puso del revés la relación que teníamos con los medios de comunicación y, por extensión, con la política. Los primeros aún no se han recuperado del golpe, de tal forma que los ingresos que antes se debían a la publicidad y al público que comprase ejemplares de periódicos o revistas ahora dependen de quienes financiar esos medios para que puedan difundir su mensaje, ya sea el Gobierno mediante publicidad institucional, corporaciones o lobbies de todo tipo. Por si eso no fuera bastante, además su audiencia se fragmentó y encontró nuevos cauces de información en un entorno como el digital donde la barrera de entrada es casi nula. Medios y activistas que aportaban otros enfoques, temas e ideas.
En 2006 la revista Time escogía como Hombre del Año a «You», la gente. Aquí tenemos un discurso de Obama en 2007 en la sede de Google en el que enfatizaba la importancia de un «internet abierto» para lograr una «democracia abierta» (llega a haber añadido «sociedad abierta» y se le hubiera aparecido el fantasma de Soros). Cuatro años después, mientras estaba teniendo lugar la llamada Primavera Árabe —en parte promovida por las novedosas redes sociales— el ya presidente dio otra charla, ahora desde la sede de Facebook, donde celebraba la libertad de expresión y el espectro de voces que incorporaban los social media, así como la posibilidad de que la comunicación fuera bidireccional, fortaleciendo el debate público propio de las democracias. Todo sonaba estupendo. El problema empezó cuando la gente empezó a ejercer aquella libertad prometida.
El punto de inflexión podemos situarlo en 2016. Ante el rechazo y la estupefacción de la City financiera, el pueblo británico no solamente votó a favor del Brexit reviviendo conceptos que debían suponerse anacrónicos como el patriotismo y la soberanía, sino que encima tuvo un peso apreciable en la decisión un asunto como la inmigración ¡Eso no debía estar en la agenda! Las fronteras abiertas habían de considerarse poco menos que como un fenómeno meteorológico y quedar fuera de la discusión. Ese mismo año se celebraban además las elecciones presidenciales norteamericanas, donde Trump no desaprovechó la oportunidad de explotar el ascendente cultural e histórico de Gran Bretaña en la población estadounidense: había que replicar el Brexit allí, clamaba. Con casi todos los medios en contra tuvo como gran aliado en la tarea a las redes sociales y su tormenta de memes. Ganó, como sabemos, y la herida abierta que dejó en las élites comenzó a segregar un discurso opuesto al que hemos estado viendo. Ahora «you», el pueblo, la bidireccionalidad de la comunicación, el acceso a la palestra de nuevas voces, la pérdida del monopolio de los medios de lo que se considerase verdad, la falta de filtros y guardianes de la información… todo eso pasaba a ser un problema. Para la Open Society liberal el internet y la democracia abiertas se volvían una amenaza.
No es casualidad que una de las primeras medidas que se tomó contra Trump tras ser desplazado del poder en 2021 fuera el bloqueo de su cuenta de Twitter (inexplicablemente tras recuperarla apenas le da uso) así como la de Facebook e Instagram. En 2022 Obama regresaba a Silicon Valley para dar otro discurso, pero esta vez para señalar que la forma en que se comunica e informa en la era digital «debilita nuestras democracias». La libertad ahora es libertinaje.
Esta misma semana comenzó con el fundador y dueño de Telegram, Pavel Durov, anunciando cambios sustanciales en su política de privacidad y de moderación de contenidos. Tal como contaba hace unos meses en esta interesantísima entrevista que concedió a Tucker Carlson, Durov ya tuvo problemas con las autoridades rusas que le obligaron a abandonar su empresa (un equivalente a Facebook llamado VK) y su país hace una década. Tuvo que irse a Emiratos Árabes Unidos para encontrar la libertad que requería un proyecto como Telegram y en los años siguientes estuvieron presionándolo diversos gobiernos, hasta que el pasado mes de agosto fue detenido en París. Se argumenta que el objetivo es únicamente luchar contra la delincuencia, desde el narcotráfico a la difusión de pornografía infantil, que se estaría amparando en el anonimato que garantizaba este sistema de mensajería.
Ahora bien, si el objetivo de las autoridades fuera menos noble podemos tener por seguro que no nos lo iban a decir… y no es descabellado sospecharlo porque está lejos de considerarse un hecho aislado. La red social X, a la que seguiremos llamando Twitter para entendernos, lleva sufriendo un constante asedio desde que la adquiriese Elon Musk en 2022 con el fin expreso de convertirla en un baluarte de la libertad de expresión. Primero fueron las autoridades de la UE quienes quisieron atemperar ese propósito, seguidos más recientemente de un juez del Tribunal Supremo de Brasil Alexandre de Moraes, que exigió a la red social retirar contenidos y autores relacionados con el asalto al Congreso que realizaron partidarios de Bolsonaro en 2023. Esta se negó (la orden judicial dictaba que el baneo debía producirse en secreto contra personas que no habían sido declaradas culpables de ningún delito) y a continuación trasladó a su equipo fuera del país para quedar fuera de su jurisdicción. El juez entonces procedió a prohibir el uso de Twitter en todo el territorio nacional y la compañía ha comenzado a recular esta semana para poder reanudar el servicio.
La controversia de tal medida radicaba en que De Moraes, según sus críticos, se habría extralimitado en sus funciones pretendiendo pasar por encima del Congreso y, según explica este periodista estadounidense aunque afincado en Brasil, habría pedido a la policía que fuera «creativa» para encontrar indicios criminales en este proceso. La plataforma de vídeos Rumble, por este mismo motivo, tampoco está operativa en el país. Respecto a sus motivaciones últimas, el juez ha proclamado que «el pueblo brasileño sabe que la libertad de expresión no es libertad de agresión. Saben que la libertad de expresión no es la libertad de difundir el odio, el racismo, la misoginia y la homofobia». Categorías estas considerablemente elásticas, como bien sabemos, que pueden abarcar a cualquier crítica que uno quiera hacer al discurso progresista ¿Quién define qué es el odio?
No terminan ahí los problemas de Musk. Esta misma semana eran noticia sus diferencias con el Gobierno británico, surgidas tras los disturbios raciales del mes pasado y las represalias que tuvieron lugar contra ciudadanos ingleses por sus opiniones en redes sociales al respecto. También ha estado recibiendo presiones de los gobiernos de países como Turquía, Japón y Corea del Sur bajo acusaciones de difundir «desinformación».
Por su parte, la red TikTok lleva tiempo siendo objetivo de las autoridades estadounidenses, que acarician la idea de eliminarla pese a que tenga 170 millones de usuarios allí, de forma que en abril la Cámara de Representantes votó por amplia mayoría concederle 270 días para que sea vendida a una empresa americana o será prohibida. Las implicaciones legales y la evidente vulneración de la Primera Enmienda que protege la libertad de expresión están bien desarrolladas en este vídeo. Las razones que se esgrimen están en el almacenamiento de datos de los usuarios americanos en China (cuando están en Silicon Valley ya no importa la privacidad, se ve) y en que potencialmente podría exponer a los jóvenes estadounidenses a propaganda política indeseable. Al fin y al cabo, se dice, Facebook y Google ya están prohibidos en China, así que quid pro cuo… ¿Pero no se supone que en Estados Unidos hay más libertad? Si se trata, como parece, de razones geopolíticas de rivalidad entre potencias, entonces podríamos habernos ahorrado la retórica previa sobre la intrínseca superioridad de las democracias liberales. Algunos, presos de nuestra ingenuidad, hasta habíamos llegado a creérnosla…