El curso 1987-1988 tiene en España cierto simbolismo intelectual, pues se liquida ritualmente una forma de entender la vocación y el magisterio universitarios en la persona de Manuel Fraga. Entre los desperfectos ocasionados por la Ley Orgánica de Reforma Universitaria, la infame LRU de 1983, se cuenta la jubilación forzosa de los catedráticos a los 65 años. Aquello fue un paseo militar del PSOE, baldón de España y también su dogal —pues hace más de un siglo que ese partido arrastra a la nación adonde ella no quiere ir—, para ocupar a marcha exprés los departamentos universitarios y, en particular, sacar de la circulación a los últimos representantes del grupo de pensadores políticos españoles más compacto y brillante desde el Siglo de Oro: el de los juristas del 27 y la promoción que le sucede, la de los juristas de Estado, nacidos aquellos en la primera década del siglo XX y estos en la tercera. Una lista que alineara los nombres de los profesores raídos del escalafón de catedráticos con los de sus sucesores y sucedáneos sería hoy de amenísima y estupefaciente lectura. Me he entretenido en escribirla con un anejo bibliográfico y mis notas personales sobre la calidad de su producción literaria, pero tengo por buen consejo, para evitar el escándalo, circularla reservadamente, como se leyera a finales del siglo XVII el Arcano de príncipes (1681) del capitán Vicente Montano.
El 23 de noviembre de 1987, «purgado» por la Ley Maravall —un ministro que, para decirlo todo, viene a ser un Portalis o un Savigny comparado con el autor de la LOSU, Joan Subirats, prototipo del catedrático-LRU y embajador del negoci universitari català—, dicta Manuel Fraga, en el «satélite» de la antigua Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Complutense, su lección jubilar. Se despide de la universidad este «político intelectual» con un parlamento, «Ciencia y práctica de la política», que arranca vindicativo: «A la hora de la despedida aceptada, pero no consentida de la docencia universitaria (a una edad insólita en todos los países de nuestro entorno cultural) …», y termina con el tono elegíaco de estas ocasiones postreras: «Y aquí remato. Aquí me despido, con vosotros que generosa y amablemente me habéis querido acompañar, de casi medio siglo de vida universitaria y de cuarenta años de servicio público». Seguro que ese día no tuvimos «Historia de las Ideas y de las Formas Políticas» con Dalmacio Negro Pavón, pues recuerdo clarísimamente cómo transcurrió la última conferencia de Fraga, a la que asistí con otros condiscípulos que, como yo, nunca se fumaban una clase de don Dalmacio —enseguida captamos que un profesor como él sería nuestro despabilador; más tarde he vislumbrado que, gracias a don Dalmacio, sus alumnos y lectores tenemos alguna posibilidad de no morir políticamente idiotas, intonsos o vírgenes—.
La biografía política de Manuel Fraga es un drama. Lo dice él mismo de otros, particularmente de Antonio Maura, insinuándolo también para su propio caso: «El drama sin analizar del veto a los políticos serios» en España. Como escritor y jurista de Estado, miembro de esa escuela de pensamiento político cuya magnitud se agiganta exponencialmente en esta nueva hora de los enanos, una época que toca ya el fondo, no hay censura ni silencio que puedan con él. Fraga es un realista político que, como quien no quiere la cosa, ha dejado caer en aquella memorable lección de finales de los años 80, a voz en grito, para mejor zafarse de los jabalíes que le gruñían alrededor del aula, una enseñanza elemental, pero a la que sólo se llega sin afectación y con naturalidad al cabo de los años: «De la acción política podemos saber algo y no todo, ni lo último. Podemos saber algo parecido a lo que sabemos del mar, es decir, patrones de funcionamiento (mareas, corrientes, etc.), pero no exactamente lo que va a pasar en una navegación o pesca determinada».
El catedrático de Teoría del Estado roza una de esas «banalidades superiores y olvidadas» que, según Julien Freund, constituyen el verdadero pensar político. Me parece imposible describir con más sencillez los límites del saber sobre la república y lo común y, al mismo tiempo, su objeto. No podemos conocer lo último, tampoco el todo, pues es apenas un fragmento de lo político lo que podemos inteligir. Fraga piensa en «patrones constantes», su coetáneo italiano Gianfranco Miglio, de la misma pasta realista, pero «intelectual político», piensa en «regularidades» (regolarità). Las regularidades o patrones políticos son muy pocos y difíciles de descubrir y, aunque no cambian, constantemente se recombinan en la historia y pueden parecer novedades a gente poco versada en la política.
Una de esas regularidades, despreciada por la «teoría política» contemporánea —un moralismo naíf, con ribetes de religión civil, sin más horizonte que una «democracia participativa» y unos «derechos humanos de exportación» figurados—, es la persistencia del «ciclo político», la anaciclosis del buen Polibio, el historiador griego que se ríe de nuestro candor político demoliberal, como el profeta Daniel se sonríe en la cara del ingenuo rey Ciro.
La historia política es una sucesión oscilante de regímenes y gobiernos que lo mismo se empinan que decaen, muchas veces de modo inopinado, sin señales precursoras de su cenit o su nadir ya cercanos. Solo sabemos, como recuerda Saavedra Fajardo en su famosa empresa LX, que «llegando las cosas a su último estado, han de volver a bajar sin detenerse». No hay gobernaciones eternas, sino que todas «nacen, viven y mueren, sin edad firme de consistencia. Y así, son naturales sus caídas. En no creciendo, decrecen». Pueden mantenerse un tiempo, pero después se eclipsan y desaparecen.
Como se han de borrar también las constituciones políticas y las leyes fundamentales escritas; todas, sin excepción, hermosas «cartas otorgadas» … aunque recen en ellas ficciones jurídicas o mentiras políticas como el We the People, una de las quimera más grandes de la Edad Contemporánea, inscrita ladinamente por la convención de Filadelfia en la constitución norteamericana, imputando así al «pueblo de los Estados Unidos» lo que es decisión de una «clase política» legitimada por la «insubordinación fundante» de 1776 (expresión fría y cálida a la vez de Marcelo Gullo).
Un ejemplo a voleo, pero sobresaliente, de la levedad de toda obra política: la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional de 1958. Resulta conmovedora su confianza nominalista en la letra, pues declara que los principios que promulga, «por su propia naturaleza, [son] permanentes e inalterables» (artículo primero). La historiografía constitucional española desprecia razonadamente ese abuso de la razón jurídica y política, pues su eternal vigencia recibe sepultura con suma facilidad: bastan la mayoría de unas cortes ordinarias, no constituyentes (haraquiri) y un referéndum nacional (plebiscito) para rogar la Ley para la Reforma Política (1977), «la más grande de las leyes habilitantes» (die tollste Ermächtigungsgesetz), como seguramente habrá pensado el experimentado Carl Schmitt.
Curiosamente, el constitucionalismo español, siervo de nacimiento de la política (ancilla politicae), no aplica la misma vara de medir a la constitución vigente, la novena de las leyes fundamentales según las cuentas que Pablo Lucas Verdú echa en La Octava Ley Fundamental. Crítica político-jurídica de la reforma Suárez (1976), acaso su más inspirado y mejor libro. Retorcido el contenido de las decisiones políticas fundamentales de la constitución de 1978 (la constitución en sentido positivo de Schmitt) o alterados sus preceptos por leyes orgánicas de dudosa constitucionalidad (el muestrario se abre con la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985), se desdibuja su arquitectura, así como sus particulares principios inmutables, blindados, no obstante, por un proceso de revisión constitucional agravado. ¿Mas de qué servirán todas esas «garantías» formales cuando los trujimanes del consenso invoquen, no sería la primera vez, el abracadabra constitucional: «De la ley a la ley, pasando por la ley»? Huelga decirlo: de nada.
Con violencia o sin ella, nada se para y todo lo transforman la urgencia de la vida política y la enconada lucha por el poder. El combate político a muerte civil, incluso física —ello depende del grado de intensidad de la enemistad—, es la más extremada de las artes venatorias, pues persigue la dominación de otros hombres y su capitación (explotación fiscal). Abierta hace unos días la campaña del impuesto personal sobre la renta, el impuesto de la tiranía, no es mal momento para recordar el maltrato que el gobierno inflige a las reses políticas (ciudadanos). La resultante de aquel tenso combate, dice Miglio que «semejante a la caza mayor», es el ciclo político, en el que permanentemente se pasa del orden al desorden y de nuevo al orden. Pues no hay solución al problema del equilibrio político que no sea provisional. Sublevarse contra esa realidad metapolítica tiene la misma naturaleza infantil que el miedo a la oscuridad.
Gianfranco Miglio ha estudiado con gran penetración la sucesión cíclica de los gobiernos, indistintamente abyectos o benéficos, en dos planos. El primero que aflora es el del régimen constitucional moderno, modelado por la experiencia política de la Revolución francesa.
Desde finales del siglo XVIII hay una oscilación permanente entre regímenes representativos, más o menos imperfectos, y dictaduras, una polaridad más significativa que la multiplicidad de formas de gobierno –por lo demás, no hay más forma de gobierno que la oligarquía, un genuino trascendental político a juicio de Gonzalo Fernández de la Mora–. La oscilación o el cambio de régimen se cumple, como media, cada 25 años. Así es en Francia o en Italia, según Miglio. Probablemente también en España, en donde la (segunda) Restauración (1876-1931), la (segunda) dictadura militar (1939-1975) y la Monarquía parlamentaria de la Instauración (1978-2023), son periodos excepcionalmente largos que, con algún interregno, se destacan sobre la convulsa sucesión de regímenes y constituciones, hasta once –las nueve que contemplan los constitucionalistas del establishment, más la constitución de 1967 (Ley Orgánica del Estado) y la constitución-puente de 1977 (la Ley para la Reforma Política, ya mencionada anteriormente)–. Pero la española es una historia política solo presuntamente convulsa, como explican José Miguel Ortí Bordas —Las revoluciones imaginarias (2017)— y el general Miguel Alonso Baquer —El modelo español de pronunciamiento (1983)—.
La inestabilidad del ciclo político español, al menos durante los dos siglos de impronta de la ideología constitucional, no tiene que ver, al menos decisivamente, ni con el carácter montaraz y explosivo de nuestro pueblo, ni con una tara congénita que nos inclina a la violencia política. La realidad es muy distinta: un pueblo más bien «tardígrado» (Ortega y Gasset, Ortí Bordás) asiste con expectación, desde el tendido, a una larga serie de pronunciamientos motivados, no por un «hispánico atavismo» (no existe), sino por ciertas constituciones, mayormente de influencia francesa, con las que se cincha la vida nacional, atosigando su genio (Alonso Baquer). España no es una enfermedad, sino que ha estado muchas veces enferma de «pseudomorfismo» político y Ortega y Gasset, que conocía muy bien esa categoría de Oswald Spengler, debería haberse enterado mejor antes de frivolizar en España invertebrada (1921) sobre algo tan delicado.
En el segundo plano migliano, más profundo, se contraponen dos regímenes trascendentales: la monocracia y el pluralismo. Aquella es «generadora de autoridad», de la que vivirá después un régimen pluralista, «consumidor de autoridad». La monocracia se caracteriza por la concentración del poder y su negación se llama pluralismo, del mismo modo que la negación del pluralismo se encuentra en la monocracia, contraria a la dispersión del poder y a las interferencias de los poderes indirectos. Hay, por último, una monocracia sana en su fase ascendente y enferma cuando decae. Lo mismo puede decirse del pluralismo: existe uno sano y otro enfermo. Curiosamente, dos escritores tan distintos como Carl Schmitt y Wilhelm Röpke han distinguido también un pluralismo virtuoso de otro perturbador. Como se ve, no se trata de un problema ideológico (derechas-izquierdas, liberalismo-socialismo), sino de la naturaleza del poder político y sus manifestaciones institucionales concretas.
Coinciden con Miglio y su visión circular del ciclo político, sin haber tenido contacto con su obra, Francisco Javier Conde –Representación política y régimen español (1945)– y Rodrigo Fernández Carvajal –La constitución española (1969)–, dos chefs-d’oeuvre del derecho político español. En las páginas de esos libros se encuentra una visión radicalmente desmitificadora de la política española: la paulatina degradación de la Restauración (pluralismo), acelerada después del «gobierno largo» de Maura, se ve contenida por la dictadura de Primo de Rivera (monocracia). Ejecutado el pronunciamiento del 14 de abril de 1931, la dictadura constituyente instrumentalizada por la Ley de Defensa de la República (1931) apenas logra estabilizar el nuevo régimen, muy pronto copado por los poderes indirectos (pluralismo enfermo). El pronunciamiento del 18 de julio de 1936 es la reacción antipluralista. Librada la guerra, el Estado campamental deja paso al Nuevo Estado, institucionalización del «caudillaje» (monocracia perturbadora). Pero el franquismo, inexorablemente, se transforma también en un sentido pluralista: los sucesivos gobiernos de concentración que mantienen el equilibrio entre las «familias del régimen» son simiente de la Transición y del régimen del 78 (pluralismo).
¿En qué punto se encuentra hoy el ciclo político español? En la deriva cierta hacia un pluralismo enfermo (partidocracia, separatismo, diferencialismo exacerbado, perturbación de la neutralidad estatal, parasitismo de la dirigencia política), proceso análogo al que desemboca en un «Estado total en sentido cuantitativo». Pero la historia está abierta y nada está perdido del todo. Recompongamos la figura, porque no tenemos derecho a desesperar, y «accedamos sin prejuicios a la realidad política efectiva». Encuentro por ello reconfortante esta opinión de Gianfranco Miglio: «Desde los tiempos de Maquiavelo —más bien desde Tucídides— recae sobre aquellos que escrutan por oficio y vocación la naturaleza de la política –incluso sobre los más modestos artesanos de esa profesión– el duro privilegio de llamar a las cosas por su nombre y ayudar a los hombres a no confundir la realidad efectiva con los propios sueños».