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EL CONSERVADURISMO CRISTIANO COMO ALTERNATIVA AL SOCIALISMO

Jesús de Nazaret vio en la conversión o cambio de rumbo interior de cada hombre el decisivo punto de apoyo

    El conservadurismo cristiano, no liberal, será siempre la mejor alternativa a los males sociales que con razón Marx denunciaba, pero que ni el socialismo ni el comunismo  no sólo han sido incapaces de arreglar, sino que los han empeorado mucho más. Un poder enemigo de la libertad no puede jamás liberar al pueblo.

     Escribía Séneca a su joven amigo Lucilio: “Debes ir con la turba para apartarte de ti mismo, pues yendo sólo contigo andas demasiado cerca de un malvado” ( Carta XXV ). Y el dulce Jesús de Nazaret no fue otra cosa toda su vida que la voz divina de la turba, la sagrada voz de todos los “idiôtai” del mundo, del “ókhlos” más “óklos”, del “vulgus” más “vulgus”, del “popellus” más “popellus”, de la “plebecula” más “plebecula”, del “hiuma” más “hiuma”, del “plêthos” más “plêthos”, de los “dâsa” más “dâsa”, de los penéstâs” más “penéstâs”, de los “doûloi” más “doûloi”, de los “servi” más “servi”, de los “oikétas” más “oikétas”, de los, en resumen, “arkhómenoi”. Quizás fuese hasta la voz, VERBUM o LOGOS, del PUEBLO, que casi siempre se manifiesta en el individuo que está desesperado, porque en él hay contradicciones irresolubles, monstruosas oposiciones que no encajan ni pueden encajar.

     Democracia. ¿Poder del Pueblo? Sí; pero poder. Y de cualquier modo que se lo llame, el poder es, como diría el bueno de Anselm Bellegarrique allá por el París de 1850, época inmortalizada por la pluma de Marx, siempre el poder; es decir, el signo irrefutable de la abdicación de la soberanía del Pueblo y la consagración de un Dominio supremo y “absoluto”, esto es, “suelto” o “separado” de los mandados (“separatus ut imperet”, que decía Anaxágoras, traducido al latín, del “noûs” o Intelecto divino). Digámoslo sin rodeos: ninguna entidad humana tiene, en virtud de su propia naturaleza, el derecho de gobernar a los hombres. Y sería simple necedad concebir al Pueblo gobernándose “separadamente” de sí mismo y por encima de sí mismo. De este modo, la Democracia, resultaría ser precisamente, como dijo Jeremías Bentham en su A Fragment on Goverment, aquella clase de gobierno que uno se imagina cuando no hay gobierno en absoluto. Y si consideramos a la Democracia como el gobierno de todos, habría que suponer que éste es un gobierno sin súbditos. El buen Jesús de Nazaret vio en la “metánoia”, conversión o cambio de rumbo interior de cada hombre, el decisivo fulcro para saltar a una “metánoia” de ámbito social e histórico donde pudiera germinar el Reino de Dios, “Basileía toû Theoû”, y, por tanto, donde no existiera ni el poder ni los súbditos, que son los términos correlativos que constituyen cualquier sistema político. Quiso Jesús, quizás, lo mismo que los zelotes, pero con táctica y estrategia bien distintas. Jesús quería que la “metánoia” tuviese como campo de batalla primordial el propio corazón del hombre particular, del “idiôtês”, que haría “más tarde” saltar por los aires las estructuras opresoras. Por el contrario, los zelotes pensaban que cambiando de entrada por la violencia el rizoma social y sus terribles estructuras opresoras, “más tarde” habría de cambiar el corazón del hombre. De hecho, cuando el año 66 a. C. los zelotes conquistan Jerusalén, lo primero que hacen es incendiar el archivo de la ciudad para (según Josefo) aniquilar las escrituras de los acreedores y hacer imposible el cobro de las deudas. ¿Cambiaron con esto el corazón duro, avaricioso y voraz del hombre, y lo convirtieron en un corazón de amor y de generosidad? Parece que no; y pronto los romanos robustecerían y repararían los desconchados de las paredes de los viejos corazones. La estrategia y táctica de los zelotes siempre han fracasado. Fracasaron en la URSS, en Cuba, fracasan en Venezuela, fracasarán en Colombia y Brasil, y en todos los sitios en donde se ha querido resolver el gran problema del hombre dinamitando las estructuras, sin entablar la batalla en el propio corazón y la conciencia del hombre, que no es tan sólo un producto social, según afirmaba el maestro Marx. Además, no se puede cambiar el poder con el poder, porque el poder esencialmente corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente, tal como dijera Lord Acton. Y es que no pasaría de ser un álibi, una coartada, atribuir todo el mal a unas impersonales estructuras que serían el chivo expiatorio de todos nuestros errores personales. Sólo hombres transformados transformarán el Mundo. Por eso, el “convertíos” de Jesús no termina en mí, pero en mí comienza o no comenzará nunca.   

     Jesús, es decir, Dios Vivo, señala abiertamente que los que mandan “oprimen con su poder” a las naciones ( Mc. 10, 42 ) y hasta acepta paladinamente la relación de todo el que tiene poder político con el diablo, cuando el propio diablo afirma que él mismo da el poder a quien quiere ( Lc. 4. 6: “et ait illi: tibi dabo potestatem/exousían hanc universam et gloriam/dóxan illorum, quia mihi tradita sunt/emoì paradédotai, et cui volo/dídômi do illa/dídômi autên” ). Es decir, el Poder es el Mal, el Reino del Diablo. Y como todo poder es diabólico, no existe ningún régimen político que no acabe en coprocracia. Más aún, Jesús coloca entre los pecadores a quienes colaboran con el poder político ( Mt. 9. 10: “ecce publicani et peccatores/telônai kaì hamartôloì discumbebant cum Iesu”). Quizás porque en la idea de poder esté la raíz misma del pecado. Y al liberarnos del pecado Jesús atacó la raíz misma del poder.

     Es curioso observar que cuando en un sistema democrático (también ocurre lo mismo en otros regímenes políticos) algún político —el arrendatario de la autoridad ajena (El Pueblo)— comete alguna sonada fechoría, inmediatamente desde alguna imprecisa instancia del Poder se arguye que el mal está en la propia naturaleza humana; que no es el sacrosanto sistema político quien genera el mal, sino “sólo” las bajas pasiones que caracterizan y definen la naturaleza humana. No cabe duda que tal sofisma —ordinario, pobre y de baja estofa— es de una rentabilidad sobrecogedora, pues lo venimos escuchando desde los griegos del siglo V a. C. Parece decirnos este indigente inventucho de una lógica mezquina que el Mal está en el Hombre, y no en las divinas estructuras políticas que el propio hombre fabrica. Ahora bien, hace veinticuatro siglos Demóstenes, en un precioso discurso, llegó a decirnos: “Dado que a ningún hombre se le obliga a meterse en política, la responsabilidad de sus acciones ha de ser máxima y total”. Y son los hombres, y sólo los hombres, la representación tangible y visible de cualquier estructura política.

     Una vez violada y hollada la personalidad particular por los programas sociales y estatales (todo lo que el hombre hace y padece está programado por la sociedad a la cual pertenece), esto del voto individual, de la decisión política individual puntual, al estar “previsto”, no es más que un horrible sarcasmo. Hace ya mucho tiempo Enrico Fromm, en su libro ¿Tener o ser?, preguntaba retóricamente: “¿Cómo quebrantar la voluntad de la persona sin que ella lo advierta?”. Y contestaba: “Mediante un complicado proceso de adoctrinamiento, recompensas, castigos y una ideología adecuada generalmente se realiza esta tarea, tan bien que la mayoría cree que obedece a su propia voluntad, y no advierte que su voluntad ha sido condicionada y manipulada”. Nuestros más íntimos deseos se nos expropian, y en su lugar se nos meten los deseos de todos y, por esa misma razón, los deseos de nadie. Era lógico que Aristóteles en su Política señalara que la ciudad, la pólis (la forma suprema de asociación natural), es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte, con lo cual intentaba persuadirnos de que existe un solo modelo de ciudadano coherente con la pólis, ya que se dice en la Ética y se reitera en la Política que el individuo y la pólis tienen fines semejantes. Si la pólis fue lo primero, la igualdad de deseos y objetivos por parte de los “polítai” es algo que se impone, y deberá arrasarse toda diferencia e interés particular en aras de un único modelo cuasidivino. De aquí debió nacer la idea de una “justicia universal” (catholikê, con la llegada de la Iglesia Apostólica Romana) y una ley común a todos los hombres, que fue Cicerón quien la puso en boga, apoyándose en filósofos del “período medio” de la Stoa, y particularmente en Panecio.

     Pues bien, respecto a la Justicia, Jesús de Nazaret se contentaba con repetir aquella máxima conocida, “haced vosotros con los demás hombres, todo lo que deseáis que hagan ellos con vosotros” (vid. Mt. VII, 12: “Omnia ergo quaecumque vultis ut faciant vobis, et vos facite illis”; Lc VI, 31: “Et prout/kathôs vultis ut faciant vobis homines, et vos facite illis similiter/homoíôs”). Se encuentra ya este axíoma en el Libro de Tobías IV, 16. Hillel usaba de él repetidas veces —Talm. De Babil. “Schabbath”, 31a— y como Jesús, decía que tal axíoma era el compendio de la Ley. Pero esta máxima, todavía bastante egoísta, no le bastaba, y pronto debía llegar el exceso: “Si alguno te hiere en la mejilla derecha, ofrécele también la otra. Y al que quiera armarte pleito para quitarte la túnica, alárgale también la capa” (Mt. V, 39: “si quis te percusserit in dexteram maxillam tuam, praebe illi et alteram; et ei qui vult tecum iudicio contendere et tunicam/chitôna tuam tollere, dimitte ei et pallium/himátion”). Confer Jeremías, Lament. III, 36. Et confer etiam con la máxima socrática-platónica: “vale más sufrir una injusticia que cometerla”. 

     “Si tu ojo derecho es para ti una ocasión de pecar, sácale y arrójale fuera de ti” (Mt. V, 29-30: “Quod si oculus tuus dexter scandalizat te, erue/éxele eum et proice abs te”; XVIII, 9; Mc. IX, 46).  “Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os persiguen y calumnian” (Mt V, 44: “diligite/agapate inimicos vestros, benefacite/proseúchesthe his qui oderunt vos, et orate pro persequentibus etcalumniantibus vos»); Lc. VI, 27; Comp. Talm. Babil. “Schabath”, 88b; “Ioma”, 23a. ). “No juzguéis a los demás, si queréis no ser juzgados” (vid. Mt VII, 1 “Nolite iudicare, ut non iudicemini/krithête”; Lc. VI, 37). “Perdonad y seréis perdonados” (vid. Lc. VI, 37: “Dimitte, et dimittemini/apolythêsesthe”; Prov. XX, 22, Ecles. XXVIII, I y sig.). “Sed, pues, misericordiosos, así como también nuestro Padre es misericordioso” (vid. Lc. VI, 36: “Estote ergo misericordes/oiktírmones, sicut et Pater vester misericors”). “Mucha mayor dicha es el dar que el recibir” (vid. Hech. XX, 35: “Beatius/makárion est magis dare, quam accipere”). “Quien se ensalzare, será humillado, y quien se humillare, será ensalzado” (vid. Mt. XXIII, 12: “Qui autem se exaltaverit humiliabitur, et qui se humiliaverit/tapeinôsei exaltabitur/ypsôthêsetai”; Luc. XIV, 11; XVIII, 14). Las sentencias referidas por San Jerónimo con arreglo al “Evangelio según los hebreos”, respiran la misma moral. El buen Jesús también condenaba la pena del talión (vid. Mt. V, 38 y sig.), y vituperaba la usura (vid. Mt. V, 42), aunque la llegase a elogiar el impertinente amigo de Tocqueville, Joseph Arthur de Gobineau, primer padre fundador del nazismo. La idea de un culto fundado en la pureza del corazón y en la fraternidad humana —desarrollo de la democrática y patriótica “isogonía” griega—, idea que Jesús trajo al mundo, era tan absolutamente nueva y de tal modo elevada, que la Iglesia cristiana debía sobre este punto desconocer por completo sus intenciones; aún en nuestros días, sólo algunas almas son capaces de adherirse a ella.

     En el mundo, tal como es, el mal impera. Satanás es “el rey de este mundo” (Juan, XII, 31: “prínceps/archôn huius mundi”; XIV, 11; Cor. IV; Eph. II, 2), y todo le obedece. Los reyes matan a los profetas. Los sacerdotes y los doctores no ejecutan siempre lo que mandan hacer a otros. Los justos son perseguidos, y el único patrimonio de los buenos es llorar. “El mundo” es así el enemigo de Dios y de sus santos (vid. Juan I, 10; VII, 17, 22, 27; XV, 18 y sig. XVII, 9, 14, 16, 25). La significación de la palabra “mundo” (kósmos) está particularmente caracterizada en los escritos de Pablo y Juan ); pero Dios despertará y vengará a los suyos. El día se acerca, porque la abominación llega a su término. Al reino del bien le tocará su vez.

    Los primeros serán los últimos (vid. Mt. XIX, 30: “Multi autem erunt primi/prôtoi novissimi/éschatoi; et novissimi primi”; XX, 16; Marc. X, 31; Lc. XIII, 30). Un nuevo orden regirá la humanidad. Al presente, el bien y el mal están mezclados como la mies y la cizaña en un campo. Su dueño los deja crecer a la vez; pero la hora de la separación violenta llegará (vid. Mt XIII, 24 y sig: “Colligite primum zizania et alligate ea in fasciculos ad comburendum/katakaûsai, triticum autem congregate in horreum meum/apothêkên mou”). El reino de Dios será como una gran redada que juntos trae el pescado bueno y malo; el bueno se deposita en los cestos desembarazándose del resto (vid. Mt. XIII, 47 y sig: “et secus sedentes, elegerunt/synélexan bonos in vasa, malos autem foras miserunt”).

     Si Jesús, en lugar de fundar su reino celeste, hubiera ido a Roma a conspirar contra Tiberio, o a echar de menos a Germánico, ¿en qué hubiera venido a parar el mundo? Republicano austero, patriota celoso, no hubiera detenido el gran curso de los negocios de su siglo, mientras que, declarando insignificante la política, reveló al mundo esta verdad: que la patria no es el todo y que el hombre es anterior y superior al ciudadano.

     Jesús quiere confundir la riqueza y el poder, pero no apoderarse de ellos. Y el dinero, como ya nos dijese Marx, es el representante universal de la riqueza. Predice a sus discípulos persecuciones y suplicios; pero ni una vez siquiera deja entrever el pensamiento de una resistencia violenta. La idea de ser todopoderoso por el sufrimiento, y de que se triunfa de la fuerza por la pureza del corazón, es ciertamente una idea propia de Jesús. Lo que para los hombres es elevado, es abominable a los ojos de Dios. Los fundadores del reino de Dios serán los cándidos. No los ricos, ni los doctores, ni los sacerdotes; sí las mujeres, los hombres del pueblo, los humildes, los niños. La gran señal del Mesías es “la buena nueva” anunciada a los pobres. Su ensueño consistía en una revolución social, conseguida con la “metánoia” de cada uno, en que los rangos fueran invertidos, quedando humillado cuanto en este mundo es oficial y grande. El mundo no le creerá; el mundo le condenará a muerte. Pero sus discípulos no pertenecerán al mundo, ellos formarán un pequeño rebaño de humildes y sencillos, rebaño que por su mansedumbre llegará a conseguir el triunfo.

     Para ser discípulo de Jesús, la primera condición era vender los bienes y repartir su producto entre los pobres. Los que retrocedían ante la idea de tal sacrificio, no ingresaban en la comunidad. Jesús repetía frecuentemente que aquel que ha encontrado el reino de Dios debe adquirirlo con el precio de todo su caudal y que aún así hace una adquisición ventajosa. “Es semejante el reino de los Cielos —decía el divino Maestro— a un tesoro escondido en el campo, que si le halla un hombre, vende todo cuanto tiene y compra aquel campo. Es asimismo semejante a un mercader que trata en perlas finas, y viendo una de gran valor, va y vende cuanto tiene y la compra”.

     El reino de Dios se ha hecho: 1º para los niños y para aquellos que se les asemejen; 2º para los desechados del mundo, víctimas del rigor social que rechaza al hombre bueno cuando es humilde; 3º para los heréticos y cismáticos, publicanos, samaritanos y paganos de Tiro y Sidón. El nombre de los pobres (“ebion”) había llegado a ser sinónimo de “santo” y de “amigo de Dios”. Ese era el nombre que los discípulos galileos de Jesús se daban con preferencia.

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