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El «constitucionalismo», enemigo de la nación

La pregunta ya no es quién defiende la constitución del asalto de los enemigos de España, sino quién defenderá a la nación del «constitucionalismo» y los «constitucionalistas»

Cuando Schmitt escribe en 1922 «que nada goza hoy de mayor actualidad que la lucha contra lo político» (Teología política), alude al constitucionalismo y al parlamentarismo liberal. Instrumento privilegiado de esa «lucha contra lo político» ha sido el «constitucionalismo», una ideología jurídica típica del siglo XIX (como las que postulaban, coetáneamente, la «codificación» y la «socialización» del derecho privado, de efectos tan perturbadores como la Revolución francesa, de la que en realidad son hijas póstumas). Agotadas otras representaciones ideológicas, por su disfuncionalidad (derecha-izquierda) o por su pasadismo (liberalismo-socialismo), la partidocracia española explota desde hace unos años el «duelo lógico» (Gabriel Tarde) constitucionalismo-anticonstitucionalismo. El bipartido único, sin más idea política que obtener y disfrutar el poder, decora y vela su maquiavelismo con la «fórmula política» (Gaetano Mosca) del «constitucionalismo». Como concepto político, el constitucionalismo, un ardid, carece hoy de contenido. Se trata de una pseudomorfosis (Oswald Spengler): la cristalización del complejo antifranquista («España, país sin constitución») en el molde del «patriotismo constitucional», la primera lección del Palau de la reeducación alemana, exportada en los años 90 por el Partido Popular para darle contenido al «centrismo».

La lucha por imponer una constitución escrita a España, desamortizadora en Cádiz de la tradición de las Españas, y las desavenencias en la Casa de Borbón, primero entre el Rey y el Príncipe de Asturias y más tarde entre las líneas reinante y pretendiente, el llamado «pleito dinástico», no solo tiene como efecto inmediato la separación de los virreinatos americanos, sino también el eclipse de la conciencia del Estado en España a lo largo del siglo XIX. No debe sorprender, por cierto, que la «mediación» de Napoleón entre Carlos IV y Fernando VII tenga en el siglo XX su hecho homólogo en la operada por Franco entre Don Juan y su hijo. La diferencia entre el emperador y el dictador es que el general Franco no se aprovecha la ambición del Infante de Estoril ni de la falta de escrúpulos filiales del Príncipe de España para instituir rey a un pariente (Alfonso de Borbón), cosa que sí hace Napoleón (José Bonaparte).

Pudo influir también en la confusión en torno al Estado constitucional y su utilidad para la nación, la «mitificación de la Monarquía hispánica». Mito acrecido según Dalmacio Negro por las tres guerras carlistas. Ese mito justificará en 1978 el salto en el vacío del Estado de las autonomías, mecanismo «austrohúngaro» instaurado, a su vez, para santificar y dar por buena la descomposición o «diairesis de España». El «mito de la República», constitucionalizado por la disposición transitoria primera de la carta otorgada del 78 sirve los mismos fines aceleradores de la desnacionalización de España. Pues se prima en ella a «los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía».

Sea como fuere, la descomposición del organismo político de la monarquía se agrava entre el pronunciamiento del alcalde de Móstoles (1808) y los sucesivos encuentros entre realistas criollos e insurrectos republicanos que conducen al desastre de Ayacucho (1824). El remedio para esos males se buscará casi obsesivamente en las fuentes del constitucionalismo, la misma ideología que ha sido gasolina para la expulsión de España del hemisferio occidental.

El ocasionalismo romántico liberal tiene en el constitucionalismo hispano uno de sus modelos mejor terminados. La creencia en la virtud regeneradora de una Ley fundamental escrita llega a extenderse como epidemia por España: la constitución por delante de la nación. Por eso a una constitución le sigue siempre otra, generalmente con un designio político adverso al de la norma caducada. Reviven también a veces, con sorprendente facilidad, constituciones muertas, aunque su vigencia es entonces efímera. No le faltan razones a un viajero francés del siglo XIX, Théophile Gautier, que comparaba las constituciones españolas con pelladas de yeso sobre el granito. Tampoco a Johannes Vincke, redactor del artículo «Spanien» de una enciclopedia política alemana de los años 50. Decía Vincke que los españoles del siglo XIX han practicado compulsivamente el deporte de cambiar constituciones («Spanien hat im 19. Jarhrhundert die Verfassungsänderung wie einen Sport betrieben»). La «manía constitutoria» es el certero diagnóstico de Gonzalo Fernández de la Mora para esa «psicosis colectiva que consiste en imaginar que la mayoría de problemas de una sociedad se resuelven reformando la constitución del Estado»: solo hasta 1936 y sin contar los proyectos y constituciones nonatas «España ha conocido veintiocho situaciones constitucionales». Desde entonces han sobrevenido al menos otras tres: la de las Leyes fundamentales, la de la constitución puente de 1977 (octava de las Leyes fundamentales), y la de la Constitución de 1978 (novena de las Leyes fundamentales según el cómputo de Pablo Lucas Verdú).

Como fenómeno tal vez compensatorio del desequilibrio que introduce el constitucionalismo en España, al que su supedita todo, desde la continuidad del imperio y la concordia nacional a la subsistencia de la nación, se desarrollarán instituciones sucedáneas del nunca bien trabado juego de los resortes políticos. Una de ellas será el «pronunciamiento», al que todavía se ha de recurrir en el siglo XX, y que durante el reinado de Isabel II se convierte en una forma extraordinaria, pero hasta cierto punto normalizada, de formar gobierno. Su raíz, como la del constitucionalismo, está en el romanticismo liberal y en la fe depositada por este doctrinarismo en el gesto exaltado que presuntamente ha de solventar, en unos pocos días, las papeletas de la patria.

De los pronunciamientos se tiene una idea prejuiciosa, sumamente negativa: símbolo para no pocos historiadores del militarismo, mentalidad con la que en realidad no tiene mucho que ver, se sambenita con ellos al ejército derrotado de las guerras hispanoamericanas, reo desde entonces de una fantástica obsesión por injerirse en la política nacional. Una interpretación del mismo sesgo ofrece la historiografía que agrava la responsabilidad de los mandos africanistas en la inestabilidad política de España durante el primer tercio del siglo XX. La realidad es muy distinta. Miguel Alonso Baquer ha mostrado que la treintena larga de los pronunciamientos acontecidos en el ochocientos tiene esencialmente una función moderadora del conflicto, característica privativa del modelo español de pronunciamiento. En todo caso, Fernández de la Mora ha resaltado que «el pronunciamiento militar fue la táctica favorita del liberalismo y del progresismo […] recurso habitual de los que se llamaban demócratas». El «golpismo» es, pues, raro en la historia política de las derechas españolas, salvo que se considere que el Partido Socialista Obrero Español es un partido de derechas.

El caciquismo será el otro remedio político para los desajustes que acompañan la imposición oligárquica de una larga serie de constituciones galiparlas. De alguna forma debe salvar un país la distancia entre la constitución real (die wirkliche Verfassung) y la mera constitución escrita (die geschriebene Verfassung), el trozo de papel (Blatt Papier) al que tan poca importancia le daba Ferdinand Lassalle en su conferencia berlinesa de abril de 1862. Lassalle, rejuvenecido por algunos constitucionalistas socialistas en las vísperas de la revolución legal española de los años 70, no pudo corregir en ellos ciertos tropismos. Lassalle afirma con gran realismo que nunca han existido países sin una constitución («eine wirkliche Verfassung oder Konstitution also hat jedes Land und zu jeder Zeit gehabt»). Sin embargo, entre los juristas politiqueros de los años 50 se generaliza el acuerdo (el primer y más letal de los consensos) sobre la excepcionalidad, también en punto a la constitución, de la España de Franco. Entre las razones de este negacionismo jurídico político, ridiculizado ya por Jovellanos, se ha de contar la subordinación de la «constitución-hoja-de-papel», en España y en otros países, a la estrategia de una «transición al socialismo». Triturar la verdadera constitución del país, su constitución histórica o prescriptiva (the prescriptive constitution de Edmund Burke), tiene que ver con la «constitución como golpe de Estado», evolución natural del golpismo parlamentario, modo 18 brumario. Con expresión gaucha había advertido también del peligro el caudillo argentino Juan Manuel de Rosas, en cuyo concepto las constituciones escritas no pasaban de «cuadernillos».

El caciquismo, perturbador del ethos de la nación con el trasfondo de unas prácticas corruptoras, al menos desde la perspectiva de la necesaria circulación de las elites, opera como una institución, «racional» secundum propositum (Zweckrationalität, dicho a lo Max Weber), articuladora del proceso de selección de las «oligarquías arbitradas» (Fernández de la Mora) que bajo la monarquía alfonsina concurrirán en la formación de gobiernos.

Los burgos podridos del caciquismo, que no puede sanar la reforma electoral de 1907, la debilidad de los partidos políticos y el fulanismo en el liderazgo, singular devotio ibérica, las interferencias políticas de Alfonso XIII en la erección y derribo de sus ministerios –prerrogativa irrestricta que, sin embargo, le atribuía el artículo 54.9 de la constitución de 1876–, laminan los títulos de legitimidad de la monarquía. Se podrá acusar al rey de maniobrerismo político, de excesiva facundia y de falta de prudencia, pero no, con la constitución abierta, de contraventor de su fuero o golpista. El pronunciamiento del general Primo de Rivera, alternativa al caciquismo, será para el rey el último recurso para «moderar» el país.

Después del Gobierno largo de Maura los oportunistas y los agraviados de la vieja política: antiguos adictos al turno de gobierno que se harán llamar, ya entonces, en el ocaso de la monarquía, «constitucionalistas», especímenes republicanos de lo más dispar, nacionalistas, socialistas y anarquistas en general, quieren anticipar la apertura de un «periodo constituyente», pendant en el nuevo siglo de los pronunciamientos ocasionalistas del XIX. 1909, 1913 o tal vez 1917, con la coincidencia de las Juntas de Defensa, la huelga general y la Asamblea de parlamentarios, marcan en muchas conciencias el agotamiento no ya de un ciclo político, sino del poder constituyente con el que trapichean todos en España, desde Antonio Cánovas a Adolfo Suárez.

Suprimidos los partidos por Primo de Rivera, incapaz de hacer grande el suyo, la Unión Patriótica, y por Franco, enemigo de todos los partidos, incluido el Movimiento Nacional, cuyas posibilidades políticas quedan sofocadas, con la connivencia de su Jefe Nacional, él mismo, mediados los años 50, tiene su lógica que la reacción contra las dos dictaduras militares enarbole la bandera de los partidos políticos. Serán estos, sobre todo para sus inmediatos beneficiarios, como la promesa de una regeneración política. Los partidos se dicen garantes de la libertad política, de modo que un régimen que niega los partidos no puede conocer, por definición, las libertades políticas. Con estos argumentos estupefacientes, la partidocracia como reduccionismo democrático llega a cotas insospechadas en el último cuarto del siglo pasado. De entrada, la Constitución del 78 hace de ellos órganos del Estado, «instrumento fundamental para la participación política» (artículo 6). La Transición, por otro lado, no se puede entender sin la prima política concedida por el Rey, el «motor del cambio», a los partidos, incluso a los abiertamente enemigos de la nación. En cierto modo, el pacto o consenso de 1978 entre la corona y los partidos políticos es el hecho homólogo de la ficción del pacto canovista entre la corona y las Cortes.

Una decisión soberana de Franco, cuyo poder constituyente se autolimita paulatinamente y que raramente ha ejercido de jure la potestad legislativa, crea rey a Juan Carlos I. El «sucesor de Franco a título de rey», a pesar de la merma de su poder constituyente, que nunca sería ya el dimanante del hecho político del 18 de julio, sino el del poder constituyente constituido o de reforma regulado por la Ley Orgánica del Estado, acuerda con los partidos el otorgamiento de una constitución que, si bien garantiza la continuidad monárquica en la Jefatura del Estado, entrega a aquellos un poder constituyente de reforma no sometido en la práctica a fiscalización alguna. La interesada confusión entre reforma parcial y total de la constitución facilita precisamente la aprobación de la Ley para la Reforma política. La intangibilidad de la forma monárquica del Estado, nunca discutida seriamente en las pseudoconstituyentes de 1977, y la sanción real de la constitución según un procedimiento no muy diferente al utilizado por Franco para promulgar la Ley Orgánica del Estado, también sometida a referéndum nacional, como la Constitución del 78, denuncia la subsistencia de un poder constituyente residual que se extingue con el reinado de Juan Carlos I.

Dada la deriva actual del «constitucionalismo» sin contenido o de «geometría variable», cuyos efectos deletéreos se aceleran en el interregno de la investidura, la pregunta ya no es quién defiende la constitución del asalto de los enemigos de España (no puede hacerlo un tribunal constitucional colonizado por jueces políticos), sino quién defenderá a la nación del «constitucionalismo» y los «constitucionalistas».

Doctor en Derecho (Complutense) y Filosofía (Coímbra) y profesor de Política Social (Murcia). Autor de varios libros en torno al realismo político y autores como Carl Schmitt, Julien Freund, Gaston Bouthoul y Raymond Aron.

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