El derrotismo católico

El culto es el verdadero escenario de la guerra cultural

En las últimas semanas la Iglesia y su influencia han estado en el centro del debate público. Vimos una marea humana que atravesaba la plaza de San Pedro para despedirse de Francisco. Presenciamos cómo dignatarios de todos los países acudían a Roma para presentar sus respetos y elogiar su sensibilidad social. Más tarde, todo el globo contuvo el aliento durante el proceso de elección del nuevo Papa. La belleza de la liturgia y los ritos católicos fascinaron a personas de todas las confesiones. Durante unas semanas vimos en pantalla a miles de fieles hacer profesión pública de fe y mostrar con orgullo pertenencia a la Iglesia.

El catolicismo social está muy vivo en otros países. Cuenta con comunidades extraordinariamente activas que se expresan a través de líderes en las áreas de la política, la cultura o las artes. Esta exhibición mundial de fuerza contrasta con la situación de abandono que vivimos en España.

En 1965, Rafael Gambra publicó un ensayo titulado La unidad religiosa y el derrotismo católico. En sus páginas, el profesor ya anticipaba con una clarividencia pasmosa la evolución de algunos acontecimientos que vendrían después. En esos momentos nuestra patria era un Estado confesional y el pensamiento oficial era el “nacional-catolicismo”. Sin embargo, pronto se vio que esa estructura tenía más agujeros que un queso gruyere.

Gambra supo tomar el pulso a la realidad del momento y a los aires de cambio que soplaban en esa década. Y comprendió que la principal amenaza para la Ciudad católica estaba dentro de sus muros.

“Cada tiempo trae su asombro –dijo Gambra–, y el nuestro nos ha traído una corriente en pro de la laicización de la sociedad y del Estado, no a impulsos de racionalistas o de agnósticos, ni siquiera de protestantes, sino de católicos”. Eran los años en los que del pueblo cristiano salían curas progres y políticos liberales.

Gambra fue un centinela fiel. Se mantuvo firme en su puesto de guardia, aunque sabía que en sus filas había cundido la moral de derrota y se había iniciado ya la desbandada.

Nuestro país es hoy es el resultado de ese desmantelamiento. Vencieron los tambores de Guerra y a España no la reconoce ni la madre que la parió. Pero por fin hay algo que ha empezado a cambiar. A principios de año se publicó la obra colectiva Ubi Sunt?, dirigida por el filósofo Diego Garrocho. En ella distintos autores reflexionan sobre dónde están los intelectuales cristianos, qué aportan a la sociedad y cómo intervienen en la vida pública.

Garrocho parte de una premisa dolorosa pero incuestionable: “el cristianismo es hoy una religión minoritaria y desde esa condición debería comenzar su estrategia cultural”. Por primera vez en siglos, los católicos deben vivir y pensar desde la minoría. De nada sirve lamentar épocas mejores ni la pérdida de glorias pasadas. “Aquel tiempo ya pasó y, sobre todo, la única estrategia posible es hacer como si aquel tiempo ya hubiera pasado”.

Por primera vez una nueva generación de católicos debe empezar a pensar a la contra. No hay nada más penoso que una familia venida a menos que trata de aparentar el estatus de sus abuelos. No asumir tu verdadero lugar en el mundo te impide acertar con las decisiones estratégicas.

A pesar de la pérdida de relevancia social, la Iglesia española sigue teniendo mucho que decir. Como constata Quintana Paz, “la Iglesia posee hoy día una posición envidiable justo en los dos campos, educación y medios de comunicación, consagrados a difundir ideas”. En la actualidad hay dieciséis universidades que se reclaman católicas, millares de colegios de inspiración católica, así como centenares de miles de alumnos en la asignatura de Religión. Además, la Conferencia episcopal dispone de dos medios muy potentes: COPE y 13TV.

Sin embargo, no vemos en la Iglesia una voluntad de disputar el terreno de las ideas. Parece que nuestros pastores siguen instalados en el derrotismo. Por alguna razón que no acertamos a comprender, la programación de estos medios está llena de reposiciones de viejos westerns y de tertulias deportivas. Y los espacios de contenido político son cotos privados para partidos y políticos que hace mucho tiempo que no defienden ninguna idea cristiana.

Hoy es ilegal enseñar en España la antropología del Catecismo. Pero no vemos una actitud rebelde ni en nuestra jerarquía ni en la masa social que ha llevado a sus hijos a colegios católicos. No hay contestación ni movilización.

La reflexión de Daniel Sada invita a profundizar en las causas de esa atonía. “Ante la pérdida de la hegemonía cultural cristiana y el proceso de secularización tan avanzado en Occidente echamos con demasiada frecuencia la culpa a los que se han opuesto y todavía hoy se oponen a los valores cristianos; y nos fijamos menos en la pérdida de autenticidad y radicalidad en la fe de los cristianos y de nuestras instituciones católicas”.

De nuevo parece que el principal problema no estaba en los asaltantes, sino dentro de los muros de nuestra Ciudad. Lo triste no es la derrota, es el derrotismo. Por eso, me parece que Manuel Oriol acierta cuando reformula la pregunta que vertebra el ensayo Ubi Sunt? “El problema no es el déficit de intelectuales cristianos, sino de pueblo cristiano vivo, reconocible, con voz propia en medio de la sociedad. Si hay pueblo habrá intelectuales, no es al revés”.

Hace setenta años, Gambra apuntaba ya la necesidad de un rearme moral. En la España de entonces los actos de Estado estaban presididos por desfiles militares y mucho boato purpurado. Pero el profesor veía claramente el virus anímico que se esparcía entre la población de la Ciudad. Y pronosticaba un tiempo en el que habría que regresar a Covadonga. “Los núcleos nacionales de resistencia y fervor religiosos pueden representar, con la ayuda divina, un germen o reducto de futura reconquista”.

Ese tiempo ha llegado. Y la pregunta que se impone es cómo articular la reconquista. Sobre este punto el capítulo de Ricardo Calleja me ha parecido revelador. “La cultura cristiana (…) ha girado siempre en torno a la liturgia como centro de la vida religiosa, política, cultural y familiar”. Los monjes benedictinos no construyeron los monasterios para salvar una cultura amenazada. Lo hicieron para seguir viviendo con Dios en el centro. Y fue la verdad, la belleza y la bondad que irradiaban esos monasterios lo que acabó atrayendo a la fe a las poblaciones locales. Y, en última instancia, lo que acabó transformando una serie de reinos revueltos en la Cristiandad.

Yo estaba equivocado. Un gramscismo de signo contrario no revertirá la situación. No es la literatura. No es el cine. No es la música. No son las redes sociales. Es la Santa Misa. Son los sacramentos. Es la oración. Cuando esto está vivo impregna las artes y la vida pública de forma natural. 

Lo hemos visto estas últimas semanas en Roma. La belleza y profundidad de las ceremonias. La invocación al Espíritu Santo. El fervor de un pueblo recogido en oración. La nueva esperanza que ha traído León XIV. La voluntad de seguir firmes en la fe.

“El culto es el verdadero escenario de la guerra cultural –dice Calleja–. Ese es el fuego sagrado que debe arder congregando a los guerrilleros de las montañas, el que debe calentar nuestros hogares. Y el que deberá iluminar la Ciudad, cuando la reconquistemos para la vida en común”.

No añoramos el poder político. Añoramos el pueblo cristiano vivo.

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