No es un secreto, ni un dato que no se conozca, o que esté por investigar. Pero es indudable que el brutal genocidio cristiano acometido por las checas republicanas en el comienzo de la Guerra Civil forma parte de esa memoria que no se quiere recuperar y que permanece, en gran medida, escondida en algún desvencijado cajón de la Historia.
Y, sin embargo, no estamos hablando de una cuestión menor. 6.845 religiosos fueron ejecutados, fundamentalmente entre los años 1936 y comienzos de 1937, incluyendo obispos (12), un administrador apostólico, sacerdotes (4.184), religiosos (2.365) y monjas (283). Pero ellos son sólo una parte del gran genocidio cristiano cometido por el bando republicano, el más grave de la historia de Europa hasta la fecha, y durante mucho tiempo después. A esos casi 7.000 miembros del clero hay que sumar 3.000 seglares de Acción Católica y otros 10.000 miembros más de otras asociaciones eclesiásticas como la Adoración Nocturna. Cerca de 20.000 ejecuciones.
Y eso sin mencionar los cientos de iglesias que fueron destruidas, dañadas gravemente o asaltadas, incluido una parte importante del patrimonio artístico que contenían: desde pinturas, a esculturas, sagrarios, indumentarias eclesiales de carácter histórico, y los archivos documentales que albergaban las iglesias. Esto último ha afectado de forma significativa a investigaciones posteriores. “Los historiadores nos vemos muy condicionados por la destrucción del patrimonio de la Guerra Civil”, explica Javier Burrieza, profesor de la Universidad de Valladolid. “En algunas zonas carecemos de archivos diocesanos y eso viene de entonces”.
Para hacernos una idea del tratamiento que ha recibido este capítulo de la historia de España, cabe recordar que, durante mucho tiempo, el libro de referencia sobre la persecución religiosa del bando republicano fue La ira sagrada, de Manuel Delgado, que básicamente justificaba aquel ejercicio de violencia y muerte. Se nos decía que eran fruto de la justa ira del pueblo por la complicidad de la Iglesia Católica hacia los poderosos, que explotaban a los obreros y a la gente humilde. Pero ningún comité revolucionario hizo distingos entre unos y otros clérigos; salvo excepciones, los religiosos que más comprometidos estaban con los pobres tampoco se salvaron. Este reproche a la complicidad de la Iglesia no es una idea nueva, aunque ha llegado hasta nosotros con gran vigor. En realidad, es el mensaje que lanzaban en la época 146 periódicos de naturaleza anticlerical que contribuyeron a crear un clima exacerbado y violento de odio a la Iglesia (y, en esta ocasión, la palabra ‘odio’ está más que perfectamente justificada). Mensajes como: “no vaciléis en atacar edificios religiosos al margen de su valor histórico”, o “la Iglesia debe ser arrancada de cuajo de nuestro suelo”, eran habituales.
Lo explica Ismael Arevalillo, un historiador agustino segoviano, aunque afincado en Valladolid, que acaba de publicar su ensayo Checas y cárceles del Frente Popular. El Gólgota de la Iglesia Católica en la Guerra Civil Española. No busquen esta obra en editoriales de postín, como tampoco la que le precedió: Memoria del pasado. Así se destruyó y expolió el patrimonio artístico-religioso en España durante la Guerra Civil. Pese a que algunos ensayos sobre esta tragedia van abriéndose hueco en las librerías, estos dos libros en concreto han visto la luz gracias a la labor de la Editorial Agustiniana y a Galland Books.
Son libros que están llamados a servir de base para otros que vengan después, pues su principal virtud es documentar, detallada y prolijamente, todas y cada una de las muertes y agresiones (personales y materiales) en cada una de las provincias de España. Como fuentes principales aparecen los expedientes de la Causa General (que se custodian en el Centro de la Memoria Histórica de Salamanca), pero también los que se conservan en los archivos vaticanos, que Arevalillo pudo consultar durante tres meses para su libro sobre las checas, y que son una aportación inédita hasta la fecha. En estos archivos se atesoran los informes que el nuncio del papa Pío XI recabó de las distintas diócesis españolas que habían sufrido los ataques de los milicianos. En total, casi 800 notas a pie de página dan cuenta de las diversas fuentes documentales utilizadas para cada suceso relatado.
A menudo ha intentado desligarse esta masacre religiosa del Gobierno de la República, indicando que los asesinatos fueron cometidos por personas ajenas a la institucionalidad republicana. Hay una parte de verdad en esto: entre los testimonios recogidos por Arevalillo, encontrará el lector no pocos casos en los que las autoridades oficiales aseguran personalmente a los religiosos su seguridad e intentan garantizarla. Pero son incapaces de hacerlo, pues se impone el criterio de los Comités Revolucionarios, especialmente en zonas dominadas por los anarquistas, pero no sólo en ellas.
Ningún episodio como el del genocidio cristiano revela más a las claras la voladura de la legitimidad oficial que se produjo en el bando republicano, tras el estallido de la Guerra Civil, donde milicianos de la UGT, CNT, PSOE o PCE gestionaban checas y cárceles con muy notable autonomía con respecto a las autoridades civiles, y al margen de su criterio. De modo que es verdad que ningún organismo oficial ordenó los asesinatos, pero no fueron capaces de impedirlos, y en muchas ocasiones, ni siquiera lo intentaron, o los alentaron.
Arevalillo explica que el modelo de las checas lo importó la República del todavía joven régimen soviético de la URSS, a través del general Orlov, que asesoró en el diseño de las prisiones y sobre los métodos de tortura. Estamos ante una muestra clara de la influencia que los comunistas soviéticos lograron alcanzar en el Gobierno del Frente Popular.
El modo de funcionamiento lo explicaba muy bien la película Rojo y Negro (1942), de Carlos Arévalo. Todo comenzaba por una denuncia anónima que llevaba a los milicianos a presentarse en una casa para registrarla en busca de documentos incriminatorios (un carné de la Adoración Nocturna, y no digamos de Falange, eran más que suficientes) y, de paso, para practicar el pillaje. En caso de encontrarse algo, la persona era detenida y traslada a la checa más próxima, o alguna cárcel con similar misión. Allí los presos eran mal alimentados y convivían en situaciones higiénicas deplorables, conviviendo con sus propios orines y defecaciones en muchos casos. En las checas los detenidos eran interrogados, a menudo de forma violenta, para intentar identificar a otras personas. Hasta que llegaba un día en que se dictaba sentencia de muerte y eran trasladados a algún cementerio próximo donde se les daba muerte. En el caso de los religiosos, a veces se quemaba su cuerpo, o se mutilaba después de muerto. El obispo de Barbastro, Florentino Asensio, tuvo peor suerte, pues le extirparon los testículos el día antes de su ejecución y le obligaron a ir, herido y desangrándose, hasta el lugar de su muerte. Allí la primera tanda de disparos no le mató, y aún tuvo que sufrir dos horas de agonía hasta que una bala lo remató y acabó con su dolor.
Paradójicamente, la película Rojo y negro, apenas logró distribución en la época, lo que la convirtió en una película extrañamente maldita, pese a ser su autor falangista. Una de las razones probables es que ya por entonces a Franco no le interesaba insistir en las crueldades de los republicanos. Su régimen era sólido y aspiraba a la legitimidad internacional que recibiría merced a su alianza con el Gobierno de los Estados Unidos. De modo que el franquismo dedicó apenas un lustro a denunciar el genocidio religioso, para sustituir, poco después, la crítica a aquellos desmanes por una decidida apelación a la concordia y a la reconciliación. Esto explica el olvido del episodio en la cultura popular. Ni siquiera el franquismo se esforzó en ello, y mucho menos el cine de la democracia, que sólo excepcionalmente ha tratado el tema.
El número de checas dependía de cada zona, pero en algunas grandes capitales llegaron a ser muy numerosas: En Valencia están documentadas cerca de un centenar, y 350 en Madrid. No por casualidad Agustín de Foxá tituló su novela ambientada en la Guerra Civil Madrid, de corte a checa. “La situación que vivían los presos eran espantosa”, explica Ismael Arevalillo. “Al trato inhumano, por falta de alimentos y de higiene, le acompañaba la tortura física: collares eléctricos, celdas enanas donde debían permanecer encorvados, sillas con descargas eléctricas, látigos…”. Y a todo ello se unía la tortura psicológica. La más habitual era el simulacro de fusilamiento, pero también abundaban los insultos y desprecios, así como la incitación a los religiosos para que apostataran de su fe. En algunos casos incluso eran tentados por alguna miliciana o prostituta con los placeres de la carne, para intentar que flaquearan en su fe y vocación. Con todo, incluso en circunstancias tan desgraciadas se dieron comportamientos ejemplares de contención, generosidad y ausencia de odio hacia sus ejecutores, de las que también da cumplida cuenta el trabajo del historiador.
En cuanto a la destrucción del patrimonio artístico, la enumeración de templos y objetos de arte destruidos o saqueados es inmensa. En este caso, hay que aclarar que el saqueo se inició durante los meses de Gobierno del Frente Popular, antes del estallido de la Guerra Civil. Entre el invierno de 1935 y la primavera de 1936 cientos de iglesias fueron incendiadas, saqueadas o asaltadas, mientras que otras fueron incautadas por las autoridades. Pero, además, decenas de sacerdotes fueron amenazados y obligados a salir de sus parroquias mientras sus casas rectorales eran incendiadas o saqueadas. Asimismo, fueron profanados cementerios y sepulturas, pisoteadas las sagradas formas y profanado el Santísimo. Todo antes de que estallara la guerra.
La destrucción de patrimonio afectó no sólo a edificios, sino también a cuadros, obras de imaginería y orfebrería, “debidas algunas a las más nombradas firmas de la tradición española”. Arevalillo resalta que esta destrucción patrimonial es “un hecho singular” de los republicanos españoles “pues en otros países donde se asentó un régimen comunista, el patrimonio cultural quedó intacto, como fue en la República Checa y en otros Estados que, tras la Segunda Guerra Mundial, quedaron ubicados en el Bloque del Este”.
Aquí, en cambio, la profanación de imágenes fue una práctica general, especialmente las del Cristo Crucificado y la Virgen María. “Las que no fueron reducidas por el fuego, fueron destruidas o mutiladas de diferentes maneras”. A las tallas hay que añadir los ornamentos religiosos, que fueron reducidos a cenizas o robados, así como los cálices, coronas o copones, muchas de ellas de gran valor y antigüedad. “Cabe reconocer el papel de algunos fieles que lograron esconder y salvar algunas alhajas y ornamentos, aún a riesgo de su propia vida”, recuerda el historiador agustino.
Entre todas estas piezas, y edificios, muchos procedían del periodo de los Reyes Católicos (ahora tan de actualidad). Reyes que se han beneficiado de una de las pocas series históricas de televisión satisfactorias, Isabel, protagonizada por Michelle Jenner y Rodolfo Sancho. Del periodo de los Reyes Católicos procedían muchos de los documentos que albergaban los archivos diocesanos más antiguos de entre los destruidos. Pero también torres, arcadas y templos arrasados procedían de aquel periodo histórico. Por no hablar de imágenes, esculturas e indumentarias donadas por los Reyes. Y respecto a la autoría de las obras vandalizadas incluyen desde esculturas de Juan de Mena (en Alicante), Gregorio Fernández (Guipúzcoa), Berruguete (Jaén), Pedro de Mena (Madrid) a cuadros de Goya o Claudio Coello (Madrid), Alonso Cano o Murillo (Almería), entre otros muchos que el libro ‘Memoria del pasado’ documenta prolijamente.
Objetos, inmuebles y, sobre todo, personas que fueron víctimas de una exacerbada manifestación de odio religioso sin parangón en Europa y de la que los españoles, o al menos la mayoría de ellos, lo ignoran casi todo. Todavía hoy. La memoria histórica no alcanza a estos episodios trágicos.