La madre rompe a llorar y yo, a mi manera, intento consolarla después de comunicarle las notas de su hijo en la segunda evaluación. Estamos a mitad de curso. Ha suspendido tres asignaturas. Como tutor y profesor de Lengua y Literatura le aconsejo que estudie más y mejor, planificándose los horarios de trabajo, e intente olvidarse del móvil. Estudio y teléfono son incompatibles. Y que pregunte las dudas que tenga.
Esta mujer suramericana, de mediana edad, educada y agradable, se preocupa por el rendimiento académico de su hijo, que ha cursado 1º de Bachillerato. Volverá a escribirme interesándose por la evolución del alumno. Le respondo que aprecio avances en el final de curso, y que confío en que pase a 2º de Bachillerato, como así será. No tenía ninguna duda de ello. El porcentaje de alumnos que repiten es mínimo —por debajo del 10%— en estos estudios.
En la Educación Secundaria Obligatoria (ESO), repetir curso se limita al máximo desde la entrada en vigor de la Ley 3/2020, de 29 de diciembre (LOMLOE), conocida como ‘ley Celaá’ por la ministra que la promovió. Así, si un alumno repite 1º de ESO y antes lo hizo en Primaria, pasará automáticamente de curso hasta 4º, haga lo que haga, incluso con todas las materias no aprobadas.
Suspender a los alumnos es ya una extravagancia. En los diez años que ejerzo como profesor de enseñanza secundaria en institutos, después de haber trabajado en el sector privado, asisto a la celebración de un milagro al término de cada curso. ¿En qué consiste? Alumnos con cinco o más suspensos en la segunda evaluación aprueban todas o casi todas las asignaturas en la tercera. ¿Este formidable progreso académico obedece a un rendimiento real, de ponerse las pilas a última hora, o a la generosidad de cierto profesorado? Me inclino por la segunda opción.
¿Por qué aprueban mis compañeros a sabiendas de que los estudiantes no dominan su materia? Las razones son varias. Hay quienes opinan que suspender no sirve de nada, que es antipedagógico; otros aprueban para evitarse problemas con los alumnos, sus padres y los inspectores de Educación; los hay que se dieron cuenta de que a esos alumnos suspendidos se les aprobará el curso siguiente, con la presentación de un dossier que en algunos casos ni siquiera harán ellos y, por último, están los docentes que acaban tirando la toalla por cansancio, exhaustos, tras verse obligados a hacer la recuperación de la recuperación de las pruebas no superadas.
Todo listo para el aprobado general
El sistema educativo está pensado para el aprobado general. Así se maquillan las estadísticas del Ministerio de Educación; así se vende un falso avance para tapar, por ejemplo, la tasa de abandono escolar (13,2%), sólo superada por Rumanía. De hecho, conozco a muy pocos compañeros que se resistan a esta tendencia. Según mi experiencia, aún hay docentes de Lengua y Literatura, Física y Química, Matemáticas e Inglés que se atreven a poner un 3 o un 4 en el boletín de notas de los estudiantes. Son conscientes a lo que se exponen: posibles reclamaciones de los alumnos y los padres; toque de atención del equipo directivo y más burocracia para justificar por qué han suspendido. Aprobar sale a cuenta. Todavía no he conocido a un compañero de Música, Educación Física o Griego que suspenda, aunque debe de haberlos, seguro.
En esta perversa filosofía de trabajo, alentada por la nueva pedagogía, refugio de una legión de especialistas que actúan como chamanes, dueños de una jerga ininteligible y vacua, subyace el desprecio por los contenidos en favor de lo que llaman ‘competencias’ y ‘destrezas’. ¿Cómo se puede ser competente sin saber nada? La transmisión de conocimientos se ha convertido en un asunto menor en los colegios y los institutos. Los niños deben ser libres y creativos para construir su aprendizaje. La sustitución “del concepto por el afecto”, según la atinada expresión de José Sánchez Tortosa, en su ensayo El culto pedagógico. Crítica del populismo educativo (Akal), arranca de la LOGSE (1990), la primera de las leyes socialistas que contribuyeron a demoler la enseñanza pública, el recurso al alcance de los hijos de la clase media y trabajadora para escalar, siquiera mínimamente, en la sociedad.
Aun con sus límites —porque representó un relajamiento de las exigencias académicas respecto a la legislación franquista anterior—, la Ley General de Educación (1970), del entonces ministro José Luis Villar Palasí, hizo posible que millones de estudiantes como yo, hijos de la EGB, el BUP y el COU, obtuviésemos la formación adecuada para ganarnos la vida de manera digna, de acuerdo con nuestras aptitudes y capacidades, sin depender de las ayudas del Estado. La educación como ascensor social funcionó dos generaciones, hasta que se estropeó. Ninguno de los gobiernos socialistas ha llamado a un técnico para repararlo.
Porque no les interesa; porque la educación, para la izquierda gubernamental, es una correa de transmisión de su ideología para atrapar el apoyo electoral de un sector de la población en alza. Si uno visita un instituto o un colegio público —y cada vez más concertados, que no se libran de esta lacra—, observará que todo es ideología: cartelería que remite al feminismo, el mundo LGTBI y ‘trans’, las bondades del multiculturalismo, la lucha contra el cambio climático, el fomento del animalismo, etc. La papilla ideológica de la Agenda 2030 servida cada día a cientos de miles de niños y adolescentes. Este curso se ha añadido el apoyo a la causa palestina en la guerra de Gaza. Una de las seis huelgas convocadas en mi instituto fue para respaldar a los palestinos en su enfrentamiento con Israel, pasando por alto la masacre de Hamás el 7 de octubre de 2023.

Contenidos arrinconados y desprestigio de la memoria
Colegios e institutos, además de plataformas de la ideología dominante, son espacios de ocio y vigilancia. Entretener y contener. La escuela no es un parque de atracciones es el título de un libro de Gregorio Luri (Ariel). En este ensayo, el filósofo alerta sobre los estragos causados por la pedagogía “emotivista”, que aparca los contenidos y desprestigia la memoria en favor del desarrollo de la felicidad y el “pensamiento crítico” de los alumnos que la experiencia demuestra que no se consigue, pues hay dogmas —la mencionada Agenda 2030— que no se pueden cuestionar en las aulas. Esa nueva pedagogía se asienta sobre una paradoja: defiende la diversidad en el alumnado como eje de la actuación de los docentes, pero en la práctica se persigue un estudiante unidimensional que comulgue con todos los dogmas del credo woke.
Autores como el mencionado Gregorio Luri, José Sánchez Tortosa, Andreu Navarra, en su libro Devaluación continua (Tusquets) y la sueca Inger Enkvist coinciden, desde distintos prismas, en la degradación de la enseñanza pública y en una parte de la privada concertada. Cualquier profesor que no sea un cínico o un ingenuo admitirá el hundimiento del sistema. Pero nadie, o casi nadie, se atreve a decir que el emperador está desnudo porque supondría admitir un fracaso individual y colectivo. Se invierte más en educación, sí, pero los resultados empeoran de manera estrepitosa. ¿Por qué? Hemos alcanzado ‘la escuela de la ignorancia’, anunciada por el catedrático francés de Filosofía, Jean-Claude Michéa, en los años noventa. La educación pública del siglo XXI, tanto en España como en otros países occidentales, está concebida para formar a un ciberproletariado que sólo podrá optar a empleos de baja cualificación o a ayudas asistenciales.
Este modelo educativo expide títulos académicos a adolescentes que son, en algunos casos, analfabetos funcionales. El grado de ESO se puede obtener con cuatro o cinco asignaturas suspensas, a criterio de cada centro, lo que ataca la igualdad que tanto se preconiza en los claustros de mayoría progresista. Así, en un instituto te gradúas con tres materias suspensas, y en el de al lado con cuatro. El sistema anterior, regulado por la LOMCE (2013), del Gobierno del PP, era ya muy laxo, pero al menos establecía un máximo de dos asignaturas suspensas para graduarse en ESO, siempre que no fuesen Lengua castellana y Literatura y Matemáticas.
Conocedores de los agujeros del sistema, los alumnos obran en consecuencia matriculándose en el bachillerato. El resultado es la masificación de estos estudios, en ocasiones con cerca de 40 adolescentes por grupo, desde la pandemia. Este curso se superó la barrera de los 700.000 matriculados. Más del 80% obtendrá el título. Luego aprobarán una selectividad —la PAU actual— que no selecciona. Pero ¿de qué les sirve ser bachilleres si no saben redactar una carta de presentación para optar a un empleo? ¿Qué futuro tiene un país en estas circunstancias? La práctica docente confirma las enormes carencias en comprensión lectora y expresión escrita. Alumnos que desconocen el significado del verbo ‘aludir’, o que son incapaces de redactar cuatro frases seguidas con un mínimo de coherencia. Y no hablemos de cultura general. Hace unos años pregunté cuál era la capital de La Rioja. En un grupo de 1º de Bachillerato, formado por treinta alumnos, sólo uno supo contestar que Logroño.
El arrinconamiento de las humanidades —paradójicamente en un modelo que dice primar el pensamiento crítico— y la tiranía de las pantallas explican también el callejón sin salida en que nos encontramos. Las nuevas tecnologías no han mejorado la creatividad de los alumnos, tal como vaticinaron sus promotores interesados. Los móviles y las tabletas como soporte de material didáctico comienzan a prohibirse, pero quizá esta medida llegue tarde para algunos alumnos que, aunque quisieran leer una página de una novela, ya no podrán hacerlo porque carecen de los hábitos del silencio y de la concentración. Además, la inteligencia artificial (IA), herramienta usada por los alumnos tramposos para realizar sus tareas en casa, es otra preocupación para los profesores.

“Una educación pública y de caridad”
Los estafados de un sistema que promueve un igualitarismo a la baja son los estudiantes de familias humildes. Los sindicatos, llenos de ‘liberados’ a los que les temblarían las piernas si tuvieran que volver a dar clase a un 2º de ESO, defienden “una educación pública y de calidad”, cuando lo más apropiado es hablar de “una educación pública y de caridad” en muchos centros. Es la ‘escuela basura’ de la que habla Sánchez Tortosa.
En cada vez más zonas del país, la clase media evita llevar a sus hijos a centros públicos por el descenso de la calidad educativa. Este hecho se explica en parte por la composición sociológica del alumnado, procedente de familias de extracción humilde, muchas de ellas de origen inmigrante. Colegios e institutos se han convertido en guetos, donde un maestro o profesor tiene numerosos alumnos en clase que desconocen el español. Esto hunde el nivel. En cambio, los hijos de destacados dirigentes de la izquierda no los pisarán. Curiosamente son defensores de la enseñanza pública, pero escogen centros privados o concertados para sus hijos. Las dos últimas ministras de Educación, Isabel Celaá y Pilar Alegría, son claros ejemplos de este comportamiento hipócrita.
En este contexto, ¿en qué ha quedado la figura del profesor? Cada mañana, cuando baja a su trinchera, a su particular batalla de Verdún, el docente se siente solo y cuestionado. No puede confiar en la Administración, que le quitará la razón si tiene un conflicto con los padres; ni en los equipos docentes, ni en los sindicatos, ni en una parte de sus compañeros, ni en la sociedad, que tiene de él una imagen de vago y beneficiario de unas largas vacaciones.
A este profesor, pimpampum del sistema, al que le han arrebatado la autoridad, le asignarán seis grupos el próximo curso, que sumarán 180 alumnos, de los cuales habrá un número significativo con patologías mentales. Le será imposible cumplir con el temario por falta de sesiones. Más que de profesor, ejercerá de monitor de juegos, vigilante de seguridad, psicólogo, payaso y trabajador social. Es el ‘profesor multiusos’, según afirma Andreu Navarra. Se le pedirá que sea un acompañante de sus alumnos, que se comporte como un igual, que renuncie al liderazgo de sus conocimientos. Si al final no puede más con la carga de trabajo, si tiene la mala suerte de seguir agredido verbal o físicamente, si está harto de cumplir con una burocracia asfixiante, de redactar informes y rellenar estadísticas que nadie lee, seguramente acabe cogiéndose una baja por depresión o ansiedad. Es lo que su sindicato le recomendará si se enfrenta a un problema serio en el centro. Será sustituido por un interino joven quien, moldeado según los criterios uniformes de la nueva pedagogía, no ofrecerá resistencias ante lo que le pidan.
Ese profesor quemado, que intentará extender la baja todo lo posible, porque empieza a tenerle pánico a volver a pisar un aula, echará de menos a sus alumnos, pese a todo. Al menos extrañará a ese 15% —tres o cuatro por clase— inasequible al desaliento. Trabajan, estudian y pelean por aprender en un entorno hostil. Centrados en los estudiantes con peor rendimiento, los profesores apenas les dedicamos tiempo y atención. En realidad, son los héroes de nuestro tiempo, como aquel chico de 4º de ESO, hijo de padre ruso y madre española, que conocí y que leía a Epicteto en inglés, en sus ratos libres. ¿Qué habrá sido de él? Estos estudiantes tienen hambre de conocimientos y actúan con el corazón, como los personajes de la novela de Edmondo De Amicis. El profesor sólo salvaría a ese 15% de una educación pública en completa descomposición. Quizá mereciera seguir intentándolo por ellos.