Decíamos que la identidad irlandesa, unión de cultura celta y catolicismo simbolizada por las características cruces que tanto respeto infundían en John Wayne y Maureen O’Hara, pareciera estar edificada a base de lápidas, panegíricos y epitafios de mártires que soñaban con un futuro de libertad nacional y de rebeldes que, abrumados por el agravio histórico, quisieron pagar la deuda debida a las voces ancestrales. Si la nación era una comunión de los vivos y los muertos no es casualidad entonces que uno de los momentos claves de la historia irlandesa fuera un discurso fúnebre, proclamado en 1915 por uno de los paladines de la independencia, Patrick Pearse, donde expresó que «de las tumbas de hombres y mujeres patriotas nacen naciones vivas» y lo concluyó con esta advertencia: «mientras Irlanda conserve estas tumbas, una Irlanda sin libertad jamás estará en paz». Esta isla resulta tener más espíritus errantes que una mansión victoriana…
Uno año después, en 1916, Pearse lideró el Alzamiento de Pascua, origen de la República de Irlanda, con unas solemnes palabras al frente de la recién tomada Oficina General de Correos de Dublín: «En nombre de Dios y de las generaciones muertas de las que recibe su antigua tradición de nación, Irlanda, por medio de nosotros, convoca a sus hijos bajo su bandera y lucha por su libertad». Allí anunció además disposición a entregar la vida propia y la de sus compañeros de armas y el Imperio británico, muy solícito él, le tomó la palabra fusilando días después a todos los firmantes de tal Declaración de Independencia. Fue en vano, claro, porque al entrar por la puerta grande en el panteón de héroes nacionales no murieron del todo, sirviendo de ejemplo para quienes llegaron detrás. Esta continuidad generacional, tal conciencia de que somos un eslabón más de una cadena que trasciende el tiempo, le hace divagar a uno si acaso no influirá en que la tasa de fertilidad irlandesa actual esté entre las más altas de Europa. Sin un legado a transmitir en forma de apellido, tierras, gremio, bagaje histórico/cultural… ¿No acaba el individuo naufragando en su propia mismidad, creyendo que con él empieza y termina todo? En cualquier caso, tal voluntad de permanencia ha tenido en Irlanda, por añadidura y como efecto indeseado, algo que ver en los sangrientos conflictos que rodearon la fundación de la República y los consiguientes enfrentamientos sectarios entre católicos y protestantes que caracterizaron a Irlanda del Norte en el siglo XX.
Para entenderlos hay que remontarse allá por el siglo XII, con la invasión normanda de la isla que con el paso del tiempo terminó dejando bajo control inglés un pequeño territorio en lo que hoy es Dublín, llamado entonces La Empalizada o The Pale. De aquel bastión proviene la expresión anglosajona «beyond the pale» como “pasarse de la raya”. Pero los Tudor la rebasaron, no solo en el ámbito teológico con sus sulfurosas herejías, sino expandiendo su dominio a toda Éire, expropiando terrenos y entregándolos a colonos protestantes ingleses y escoceses, especialmente en la región del Ulster. Enésimo ejemplo de que las poblaciones humanas llevan su identidad consigo allá donde lleguen, que perdurará por los siglos venideros… Al menos en aquel tiempo no echaron sal en la herida aleccionando a los nativos sobre las bondades de la «diversidad». Lo cierto es que se les fue desplazando de su propio hogar sin consideración alguna, hasta el punto de que para comienzos del siglo XVIII apenas el 7% de las tierras estaban en manos de católicos, aunque fueran en torno al 80% de la población (lo que influyó en las terribles hambrunas que padecieron). En 1801 Irlanda se integró formalmente en el Reino Unido, pero lejos de conllevar para sus habitantes una ciudadanía en pie de igualdad, eso erradicó la escasa autonomía de la que aún disponían al cerrar su parlamento de Dublín, avivando así sus anhelos patrióticos.
Para comienzos del siglo XX la población protestante de la isla estaba muy alerta ante las pretensiones independentistas de sus vecinos. La retórica oficial del nacionalismo irlandés había sido integradora, así por ejemplo en la bandera diseñada en 1848, el lado verde identificaba a los católicos, el naranja a los protestantes (seguidores de Guillermo de Orange) y la franja blanca a la paz entre ambos, pero había mucho recelo debido a pasados episodios de violencia sectaria y temor a represalias en un nuevo orden político. De manera que en 1912 hicieron una gran demostración ante el ayuntamiento de Belfast para mostrar su rechazo a la próxima aprobación por Londres de la Home Rule (un estatuto de autonomía) y su disposición a organizar un gobierno provisional en el Ulster en respuesta. Unas 200.000 personas firmaron esa iniciativa, algunas incluso usando su propia sangre como tinta. No eran meros alardes, pues dos años después desembarcaron con la aquiescencia de las autoridades británicas unos 25.000 fusiles de contrabando.
La citada Home Rule se aplazó ante el estallido de la Primera Guerra Mundial y, como dijimos antes, Patrick Pearse aprovechó la ocasión para liderar una sublevación fallida en 1916. La escalada de represalias estimuló el movimiento independentista y para 1919 con Michael Collins y Éamon de Valera ya se convirtió en una guerra de guerrillas retratada bastante bien en aquella película de 1996 (¡y con excelente banda sonora!). En 1921 se alcanzaría una tregua y de ella surgió Irlanda como Estado libre, miembro de la Commonwealth bajo la monarquía británica y desprovista de las provincias del norte. Condiciones inaceptables para quienes fueron liderados por el segundo, aunque un primer paso asumible con pragmatismo por la facción del primero, que es la que se impuso… Si bien el presidente terminó siendo de Valera mientras que, por su parte, Michael Collins murió (lo mataron) en 1922 con apenas 31 años, antes de llegar a la Tierra Prometida a la manera de Moisés. Qué breve e ingrata es la vida del patriota, no como la de otros.
Fue en el año del Señor de 1949 cuando oficialmente quedó proclamada la República de Irlanda, ya al margen de la Commonwealth, lo que deterioró su relación con el Reino Unido e, indirectamente, la situación de la población católica en Irlanda del Norte. Allí se había establecido un sistema que otorgaba la primacía a la mayoría protestante por medio de la delineación de distritos electorales ventajosos («gerrymandering»), la negativa de conceder el derecho a voto a quien no tuviera una casa en propiedad —eran los alcaldes, unionistas protestantes, quienes tenían la facultad de repartir viviendas— y el rechazo en empleos públicos y privados a los solicitantes católicos. Eran estos en todos los aspectos ciudadanos de segunda, así que a finales de los años sesenta comenzaron a realizar manifestaciones pacíficas donde lo que reclamaban eran «derechos británicos para ciudadanos británicos»; igualdad legal, más allá de que íntimamente muchos anhelasen una Irlanda unida. Eran peticiones razonables hasta el punto que las autoridades reconocieron parte de ellas —quizá demasiado tarde—, como la demanda de «un hombre, un voto», pero las marchas, al recorrer calles protestantes, propiciaron enfrentamientos violentos en una espiral incontrolable de represalias hasta culminar en la masacre de 1972 llamada «Bloody Sunday» (esta película recoge bien los hechos) a manos de las tropas británicas. La lógica sectaria se impuso, los más intransigentes de cada facción pasaron a liderarlas, y se comenzaron a erigir muros de hormigón entre barrios en lugares como Belfast.
Durante las tres décadas de terrorismo por parte de ambas facciones se produjeron incontables matanzas, aunque servidor siempre consideró particularmente impactantes y significativas aquellas de 1988 que, de nuevo, situaron un cementerio como protagonista de la historia irlandesa. Todo empezó con la Operación Flavius, con el ejército británico matando a tres miembros del IRA que preparaban un atentado en Gibraltar. Durante su multitudinario funeral en Belfast, de gran alcance político y mediático, un miembro de un grupo paramilitar protestante atacó con disparos y granadas a los presentes, frente a todas las cámaras:
Hubo más de sesenta heridos y tres muertos, uno de los cuales era también miembro del IRA, que fue enterrado en otro funeral tres días más tarde. En ese momento dos cabos del ejército británico, vestidos de civiles dentro de un coche, fueron identificados por los presentes y rodeados, por lo que dispararon al aire. Con la memoria tan fresca de lo ocurrido días antes, creyeron que era otro atentado, así que lograron sacarlos del vehículo, los lincharon y finalmente los ejecutaron a tiros, de nuevo delante de las cámaras:
Todo ello nos mostraba un interminable toma y daca entre facciones incapaces de coexistir, una espiral de venganza cada vez más embrutecida que parecía que nunca terminaría… Una década después, sin embargo, llegaron los Acuerdos de Viernes Santo, donde se aprobaron medidas en la línea de aquellas reivindicaciones civiles que dieron origen a «Los Problemas», como que la policía contratase por igual a católicos y protestantes y que la representación política de ambos fuera comparable. Para este viaje, no hacían falta alforjas…
Pero hubo otro punto del acuerdo de paz que entusiasmó a los nacionalistas vascos por entonces, y es que se convocaría un referéndum: «si en algún momento parece probable que una mayoría de los votantes exprese el deseo de que Irlanda del Norte deje de formar parte del Reino Unido y forme parte de Irlanda». Al fin y al cabo, ya hubo uno en 1973 que ganó el unionismo de forma aplastante ante el boicot católico. Teniendo en cuenta que la proporción entre ambos lados ha ido modificándose con el paso de las décadas, desde que los católicos conformaban poco más de un tercio del Ulster en los años 20 a ser ya el grupo mayoritario, como se demostró en las elecciones locales de 2023. En ellas, por primera vez, los partidarios de la reunificación de Irlanda se impusieron. Lo que nos lleva a prever que en una o dos décadas terminará celebrándose tal referéndum y las fronteras cambiarán de lugar. Eso será bueno para Irlanda, malo para los ingleses (entonces bien, ¿no?) y… mucho nos tememos que malo para España, donde nuestros separatistas periféricos pretenderán que lo suyo es una situación a la que aplicar similar receta. Pero el lector que haya llegado hasta aquí se habrá percatado de que la diferencia es considerable y que, en definitiva, no son casos equiparables. La historia británica no es la española —por suerte— y si hay alguna afinidad que podamos compartir es, precisamente, con Irlanda.