Llegué a los cuentos de John Cheever tras las referencias literarias de Mathew Weiner, el creador de Mad Men. Entre ellos destacan El marido rural, Reunión, Adiós, hermano mío o La geometría del amor, aunque ha sido El Nadador el que más fama ha merecido. Escrito en 1964, por aquel entonces su autor vivía en Ossining, en las afueras de Nueva York, un lugar que recordarán quienes hayan visto la serie, ya que los Draper vivían allí, en la ficticia calle de Bullet Park (título de una novela del escritor).
La influencia de Cheever en la serie no solo es evidente sino decisiva. Cuenta el propio Weiner que, al arrancar su aventura creativa, tenía clara una cosa, y es que quería contar la historia de un tipo como él mismo: un hombre de treinta y cinco años que lo tenía todo y que, sin embargo, se sentía triste. A su voz fue a corresponderle la melancolía suburbana de John Cheever, al que apodaron, precisamente, «el Chejov de los suburbios».
No deja de resultar paradójico que esta literatura florezca como de entre las aceras impolutas de los suburbios neoyorkinos. ¿No es acaso la grandeza de la América de Cheever la que hoy se quiere recuperar? Parece impensable que aquellos estadounidenses no afrontaran su presente y su futuro con ilimitado entusiasmo. Tras de sí, la Segunda Guerra Mundial y frente a ellos la gran llanura de la prosperidad: la clase media, el consumo, la natalidad, el crecimiento económico, la urbanización, los centros comerciales, las piscinas… Y, sin embargo, el arte testimonia una melancolía oculta, el reverso del progreso, un deseo que no se cumple.
Esto se encarnada de la manera más poética e inquietante en El Nadador. En «uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: “Anoche bebí demasiado”», el protagonista del relato, Neddy Merrill, tiene una ocurrencia: regresar a casa siguiendo una ruta imaginaria de piscinas que atraviesa todo el condado. A lo largo de sus escasas veinte páginas somos testigos de cómo su asombro inicial se ve truncado por los encuentros que tienen lugar en esta patética odisea, donde cada piscina es a la vez un canto y un espejo. Neddy «imagina su nado como un viaje romántico hacia aguas desconocidas, como una forma de gesta caballeresca [dice Charles Sprawson en El nadador como héroe (Siruela, 2023)]. Pasando de piscina a piscina, su influjo es el de una figura mítica, pues despierta en las mujeres la sensación de que algo les falta, que en la vida hay algo más que barbacoas de ladrillo, los mejores filtros que el dinero puede comprar».
No sabemos qué busca Ned en cada inmersión, pero estos encuentros aparentemente cotidianos empiezan a desvelarse como confrontaciones con los fantasmas del pasado y, en cierto modo, con el mundo que lo rodea, a través de la mirada ingenua de un desmemoriado, pletórico de un ímpetu atlético; una ilusión que se torna flaqueza y decaimiento.
Esta decadencia es incluso más sobrecogedora en la bellísima adaptación de 1968, dirigida por Frank Perry y Sydney Pollack, y protagonizada por Burt Lancaster, con la que el actor culminaba la mejor década de toda su carrera. Del cartel de la película llama la atención su misterioso eslogan: «Al hablar de “El Nadador”, ¿hablarás de ti mismo?». Al responderme a esta pregunta reconozco una extraña esperanza. Un hombre ilusionado no entiende por qué la gente de su alrededor de repente tiende a comportarse de manera hostil y poco cordial. No ha tenido inconveniente alguno en ponerse la absurda meta de regresar a casa colándose en las piscinas de viejos amigos, vecinos y amantes –olvidados, traicionados, maltratados–, sin saber que nada inexorablemente hacia la fuente de su miseria, ese hogar en ruinas que es un lugar predilecto donde mana el deseo de saciarnos con las algarrobas que comen los cerdos. En esta soledad trágica se esconde la posibilidad de volver a empezar. El sueño americano que simulaba la realidad ha terminado.