«Es la dramática realidad del cambio climático». Con estas palabras reaccionó a la tragedia de la gota fría en Valencia, centenares de muertos, la poderosa presidente de la Comisión Europea. No fue un gobierno decidido a explotar la catástrofe para recuperar una comunidad autónoma, retrasando la ayuda para agigantar los daños y cargárselos al gobierno valenciano del PP. No fue la descoordinación de la alertas, la inacción en las obras previstas para paliar este tipo de catástrofes. Ni siquiera fueron una medidas ecologistas que destruyen presas y azudes y prohíben limpiar ramblas y ríos, no: fue el ‘coco’ de nuestro tiempo, el Cambio Climático, ya rebautizado como Emergencia Climática.
La teoría del Cambio Climático, hace ya tiempo elevado a dogma universal, es el sueño húmedo de cualquier político con ambiciones de control total y delirios de grandeza. ¿Qué es equilibrar el presupuesto, mejorar las carreteras o reducir el paro comparado con salvar el planeta, la misma supervivencia de la humanidad?
Lo tiene todo, absolutamente.
Justifica cualquier medida, por lesiva que sea para la prosperidad o las libertades, como un estado de necesidad que se impone a cualquier consideración constitucional o política. Todo resulta pequeño, mezquino, frente a la titánica empresa de evitar el Apocalipsis.
Es lo suficientemente vago, por grandioso, como para explicar cualquier fenómeno. ¿La gota fría de Valencia? Cambio Climático. ¿Hace frío, hace calor, llueve, no llueve? Todo es prueba de la teoría, porque no estamos seguros de cómo y en qué fenómenos concretos va a traducirse. No hay modo de refutarlo.
Esa misma vaguedad, además, permite, a la vez, asegurar que tenemos que seguir haciendo esfuerzos para conjurar el peligro y, cuando con el tiempo se haga imposible mantener la impostura y no llegue el Armagedón, ponerse la medalla y atribuirse la victoria.
Pero la gran paradoja de todo este montaje, ruinoso para nuestra prosperidad y nuestras libertades, es su origen. Porque, aunque ya transversal, sus acólitos más fervientes se alinean en el progresismo de izquierda, y el auge de la oscura teoría científica vino de la mano de la ‘bestia negra’ de la izquierda europea en las últimas décadas del pasado siglo, Margaret Thatcher.
En 1984, el destino político de la primera ministra conservadora pendía de un hilo. El sindicato de los mineros del carbón, el NUM, había convocado una huelga que amenazaba con derribar el gobierno. Su enorme poder se basaba, entre otras cosas, en el hecho de que el carbón era una materia prima esencial en el sistema energético británico.
El primer generador público de electricidad a carbón de Gran Bretaña iluminó el viaducto de Holborn en Londres en 1882. A finales de la década de 1940, una Gran Bretaña electrificada obtenía el 90% de su energía de plantas de carbón. La primera planta de energía nuclear de Gran Bretaña entró en funcionamiento en 1957. Su propósito principal era fabricar combustible para bombas.
Hacia 1920, la industria del carbón de Gran Bretaña empleaba a un millón de personas. Esta fuerza laboral se redujo considerablemente antes de que el gobierno laborista del primer ministro Atlee nacionalizara efectivamente la industria en 1947. A principios de la década de 1970, el Sindicato Nacional de Mineros (NUM) representaba a 300.000 mineros del carbón.
Al comienzo de la huelga, el gobierno instruyó a la policía para que adoptaran una «interpretación vigorosa de sus deberes «. Unos 9.000 agentes fueron reasignados de 46 fuerzas policiales distintas a los campos de batalla de Nottingham solamente.
La Dama de Hierro no estaba dispuesta a ceder ni un milímetro, pero, ¿cómo vencer a quienes representaban una fuente de energía insustituible aún para el país?
Y es entonces cuando entra en escena un personaje esencial en nuestra historia, Sir Crispin Tickell. Tickell era ese tipo tan característico de la clase política británica, el hombre al que le viene de casta gobernar pero no, necesariamente, figurar. Mandarín discreto en el Foreign Office, Tickell se había tomado en los setenta un año sabático para estudiar climatología en Harvard y escribir su obra Climate Change and World Affairs – on the perils of global cooling (Cambio climático y asuntos mundiales: sobre los peligros del enfriamiento global).
Con el estallido de la huelga de los mineros, Tickell (en la foto superior) tuvo el olfato político de reconocer en algunas oscuras teorías sobre climatología un arma eventual para romper la resistencia de los mineros. Si lograban convencer a la ciudadanía de que el carbón en particular y los llamados ‘combustibles fósiles’ en general eran un peligro para el planeta, la influencia del sector minero caería en picado. Así que Tickell recomendó a Thatcher que explorara el cambio climático como un pretexto prometedor contra el carbón y se convirtió en asesor de la primera ministra a partir de 1984.
El interesa consejo de Tickell llevó a Thatcher a reunirse con el activista pronuclear Sir James Lovelock. Su obra Gaia, A New Look at Life on Earth se convirtió en lectura obligada entre los miembros de la intelligentsia británica, ávidos de teorías ecoapocalípticas como las que de Ehrlich y su Population Bomb, que hacía furor aunque todas sus profecías acabaran luego refutadas hasta el ridículo.
Fue ese mismo año de la gran huelga cuando, en la cumbre del G7 de junio, organizada por Thatcher en Londres, la reunión concluyó con una declaración en la que se mencionaba el “cambio climático”. Se pidió a los respectivos ministros de medio ambiente que informaran al respecto en la reunión del G7 de mayo de 1985 en Bonn, en la que el cambio climático surgió como tema oficial de la agenda. Los ‘malos’ en esta nueva película de terror eran el petróleo y el carbón.
En 1987 Thatcher nombró a Sir Crispin Tickell embajador de Gran Bretaña ante la ONU y, de manera informal, ‘enviado climático’. En Nueva York, Tickell presionó para que se creara una nueva agencia de la ONU con la misión de persuadir a los gobiernos para que gravaran los combustibles fósiles y subvencionaran la energía renovable, lo que acabó llevando a la fundación en 1990 del Comité Internacional de Negociación de una Convención Marco sobre el Cambio Climático (INC-FCCC), el precursor de la sede mundial de facto de la campaña climática: la CMNUCC.
Thatcher siguió adelante por esta senda con el fervor del converso. En septiembre de 1988, Thatcher habló ante la prestigiosísima Royal Society británica sobre el agujero de la capa de ozono, la lluvia ácida y el calentamiento global. En sus palabras ya estaban, en germen, la vulgata de lo que hoy es un dogma consagrado, como que la “trampa de calor global” inducida por el carbono era un hecho, lamentándose los 3.000 millones de toneladas de CO2 emitidos cada año. Afirmó que los cinco años más calurosos del siglo XX ocurrieron en la década de 1980. Por otro lado, el pasaje más célebre del discurso detallaba las calamidades que podrían ocurrir si el calentamiento aumentara un grado por década.
Con el apoyo integral de Thatcher, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y la Organización Meteorológica Mundial (OMM) lanzaron conjuntamente el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) en noviembre de 1988.
En un especial de la BBC de 1989 (The Greening of Mrs. Thatcher) Thatcher mencionó la protección del clima de la Tierra como su máxima prioridad.
Hoy está prohibido oficiosamente cuestionar el cambio climático y, sin embargo, la teoría y sus nefastos efectos está herida de muerte. La primera potencia mundial y primer responsable de emisiones de dióxido de carbono, Estados Unidos, acaba de elegir como presidente a un enemigo jurado de la ‘calentología’, quien ha declarado en campaña que “una de las tareas más urgentes… es derrotar decisivamente el engaño de la histeria climática… Tenemos que derrotar a los farsantes del clima de una vez por todas”.
Acertado o erróneo, el Cambio Climático es un fenómeno mundial acumulativo, lo que significa que todos los esfuerzos de un agente son baldíos si su contribución al total es insignificante. Que, digamos, Asturias tenga una consejería de cambio climático no puede ayudar en absoluto a ‘salvar el planeta’, pero puede hacer un enorme daño a la estructura económica local.
Y quien dice Asturias dice Europa entera. Las autoridades chinas otorgaron en 2023 un permiso para la construcción de centrales eléctricas de carbón con una capacidad total de 114 GW, un 10 por ciento más que un año antes. Además, las empresas estatales chinas planean construir 140 centrales eléctricas de carbón fuera del país, en el marco de la “Iniciativa de la Franja y de la Ruta”, cuyo costo se estima en 1 billón de dólares.
La India está bajo presión para producir más electricidad y, por ello, este año está incorporando la mayor cantidad de nuevas centrales eléctricas a carbón en casi una década. Se espera que la capacidad de energía a carbón aumente en 15,4 GW en el año fiscal que termina en marzo de 2025, el mayor aumento en nueve años.
Con Estados Unidos, China e India fuera del esfuerzo por reducir emisiones, todos los esfuerzos europeos no tendrán otro efecto que empobrecer al Viejo Continente, acercándole peligrosamente al Tercer Mundo, y constreñir las vidas de los europeos bajo un control cada vez más férreo e incompatible con esa democracia liberal que justifica la misma existencia de la UE.