Este guardacoches, con un abrigo largo y gorra, se ha sentado en un banco de la plaza de España a echarse una siesta. Con las manos en los bolsillos, dormita mientras pasa la gente. Yo diría que ha cruzado las piernas, pero en lugar de la izquierda tiene una pata de palo. Quizás sea un mutilado de guerra, bueno, de la Guerra, ya saben, la Guerra Civil Española. La foto está tomada en torno a 1960 y aún había muchos. Tal vez esta cotidianeidad de españoles heridos en combate contribuyó a que aquellas generaciones decidiesen que la reconciliación y la concordia eran preferibles al rencor.
Hay otro lisiado en la fotografía de al lado. Un hombre de traje y camisa avanza con esfuerzo sirviéndose de dos muletas de madera. Le falta la pierna derecha. Está pasando frente a un puesto callejero que regenta un señor de pantalón oscuro, camisa clara y alpargatas, cuyo hijo —debe de ser su hijo— duerme en el suelo echado sobre una manta. Parece ser un día de primavera o del principio del otoño. El hombre del puesto va de manga corta.
Estas fotos pueden verse en la exposición «Madrid años 60, la mirada de Alcoba», que acoge el Museo de la Ciudad hasta el próximo 27 de octubre. Se trata de una oportunidad magnífica de admirar parte del legado fotográfico de Antonio Alcoba, príncipe de los fotoperiodistas españoles. Activo desde los años 50 hasta que se jubiló en 1995, Alcoba trabajó para casi todos los medios desde Arriba hasta Pueblo. Participó en la fundación de la Asociación Nacional de Informadores Gráficos y presidió la Asociación Española de Periodistas Olímpicos. ¡Quién sabe qué hubiese dicho de la ceremonia de París del otro día! Alcoba buscaba otros ángulos, otras miradas humanas, pero dudo que se hubiese complacido en aquel espectáculo estrafalario.
La exposición trae a la memoria aquel Madrid que se modernizaba. Aquella ciudad, que se recuerda gris y Garci retrató en «Tiovivo c, 1950» (2004), entraba en el desarrollismo impulsado por una clase media que empezaba a despuntar. Era la época del edificio Corea y de las grandes obras públicas. Por las calles, convivían los carros de caballos, las motos y el 600. Ya lo cantaba en 1968 Alberto Cortez (1940-2019), nacido en La Pampa y fallecido en Móstoles: «Hay un Madrid que se queda y un Madrid que se va». Esta muestra fotográfica tiene algo de nacimiento, sí, pero también de elegía. Las calzadas se ampliaban para dejar paso a los coches. Desaparecieron los paseos y se talaron los árboles de los bulevares de Alberto Aguilera, Carranza, Sagasta y Génova. Se levantaron los pasos elevados de Atocha y Cuatro Caminos. La M-30 iba pidiendo paso. Yo todavía conocí vallecanos que decían «voy a Madrid» para referirse al centro.
Hubo fotógrafos así en toda España. En Barcelona, me vienen a la memoria Miserachs (1937-1998) y Masats (1931-2024), que falleció el pasado mes de marzo. De Valencia recuerdo a Francesc Jarque (1940-2016). A aquel país de procesiones, camareros vestidos de chaqueta blanca y negocios cerrados en domingo no le faltaban retratistas. Era una sociedad que entre 1960 y 1970 iría desapareciendo entre aplausos ye-ye. No hay que mitificarla pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero tampoco deberíamos olvidarla.
Las políticas de la memoria —mejor dicho, de la desmemoria— han trazado un retrato que condena todo lo anterior a la Movida, convertida en canon cultural y político. Alcoba nos devuelve, pues, a un mundo arrinconado por los mismos que arrebataron la Movida a las clases populares para entregársela a Warhol. Este Madrid que vemos en blanco y negro está impregnado de los barrios, de las corralas y de una cultura común de toros y fútbol con la voz de Matías Prats (1913-2004) padre por la radio.
Durante cuarenta años nos han contado que los 80 fueron los mejores años como si ese periodo de creatividad desbordante hubiese visto la luz contra el pasado y no como una evolución de esta década que recordamos gracias a Alcoba. Antes de la Movida estuvo el Rollo, del que tampoco se habla, y antes unas transformaciones sociales que, en Madrid, quizás simbolicen el edificio Corea, ya desaparecido, y Costa Fleming. Los españoles emigraban a Alemania —vean a estas mujeres ya subidas al tren— pero de forma legal y ordenada. Un escaparate luce un cartel que reza «Regalos de los niños españoles para los hijos del presidente Kennedy». De niño a niño, a generosidad no nos ganaba nadie. Habría que imprimirse camisetas con esta foto.
Hay en estas imágenes cierto potencial subversivo. España no estaba tan maleada por las políticas progres de la izquierda y la derecha —en esto, el PSOE y el PP fueron de la mano en general— y había cierto sentimiento de nación que estas formas de vida retratan. Era un país más austero, quizás más pobre, pero una familia podía vivir dignamente con un solo salario y, por lo común, nadie necesitaba «reinventarse» a los 50. La memoria no es sólo un trampolín que nos proyecta hacia el futuro ni un ancla que nos protege de ir a la deriva. También es una brújula que nos ayuda cuando hemos errado el camino. Insisto en que no hay que caer en la melancolía, pero sí hay que reivindicar el poder transformador de la nostalgia.
Ese poder emana de algunas de estas fotos.