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El progresismo como ideología imperial de Estados Unidos

Hace apenas unos días el Secretario de Prensa de Defensa, John Kirby, lo expresó con rotundidad: «Los derechos LGTBQ+ son parte fundamental de nuestra política exterior». No es una declaración baladí (ni aislada, como veremos) teniendo en cuenta que habla en nombre de la potencia hegemónica de las últimas décadas, «el Godzilla del mundo unipolar», según la definición de Mearsheimer, un país que acumula él solo cerca del 40% del gasto militar mundial. ¿Por qué dice eso? ¿Qué consecuencias tiene en el escenario internacional que el ideario woke tenga detrás ese formidable impulso? Estamos acostumbrados a asociar progresismo con izquierda —de hecho algunos lo denominan «marxismo cultural»— y recordamos bien que esta ha tenido tradicionalmente uno de sus ejes en el rechazo categórico al imperialismo yanqui (léase esto último con acento cubano y tono de arenga)… ¿Entonces ahora Estados Unidos difundiría marxismo por el mundo? Suena absurdo ¿Y, por tanto, los partidos de izquierda en España y otros países, más afines a la bandera del arco iris que a la nacional, estarían alineados con Washington? Resulta un tanto desconcertante. Es como si a mitad del partido nos hubieran movido de sitio la portería y el árbitro fingiera que no ha pasado nada. A ver si logramos aclararnos un poco en las siguientes líneas, empezaremos remontándonos para ello unos siglos atrás.

Si hay algo que podemos tener claro en la vida es que las cosas no surgen de la nada. Lo novedoso suele ser una permutación de elementos previos, a menudo algo ya sobradamente conocido pero con otro ropaje. Así que tal como sostiene en esta interesantísima conversación el historiador Tom Holland «la Ilustración no fue una ruptura radical con lo que había pasado antes. No se encendió repentinamente la luz tras una Edad Media de oscuridad. Mi perspectiva es que la Ilustración es sólo otra repetición de una serie de convulsiones que han sacudido la civilización cristiana». Una herejía, otra más, que reformuló valores e ideas de una cosmovisión previamente existente.

Bajo ese prisma tiene entonces sentido decir que desde su misma fundación Estados Unidos surge del cruce de dos corrientes aparentemente contradictorias que ahora ya no lo resultan tanto, la Ilustración y el fundamentalismo religioso de raíz protestante. Ambas imprimirían su carácter y el papel que iba a atribuirse a si misma en el mundo esta joven nación. Por un lado una concepción jacobina, revolucionaria, liberal, moderna, emancipadora, fiel creyente en el progreso histórico, dispuesta a cambiar  el mundo a su imagen y semejanza y si es preciso incendiarlo en el proceso («El árbol de la libertad debe regarse de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos», según la célebre cita de Jefferson). Por otro lado, la visión mesiánica de aquellos peregrinos que desembarcaron del Mayflower decididos a fundar una nueva Jerusalén. La Tierra Prometida que, de nuevo en palabras del redactor de la Declaración de Independencia, sería un «Imperio de la Libertad» que debía iluminar como un faro al resto del orbe aún sumido en las tinieblas, «la última y mejor esperanza sobre la faz de la Tierra» según Abraham Lincoln o, por usar la metáfora de George W. Bush, «hemos encendido un fuego que quema a los enemigos del progreso. Este fuego llegará a los rincones más oscuros del mundo». Es lo que se conoce como «Excepcionalismo americano» y «Destino manifiesto», que en boca de quien fue Secretaria de Estado de la Administración Clinton, Madeleine Albright, se traducía en que  «Estados Unidos es la nación indispensable. Permanecemos más alto y vemos más lejos». A la manera en que un superhéroe no puede mantenerse oculto de forma indefinida, integrado en la sociedad de los simples mortales, esa autopercepción nacional lleva inevitablemente a otra declaración de esta misma señora, «¿Cuál es el sentido de tener un ejército extraordinario si no podemos usarlo?».

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American Progress, de John Gast

La proyección histórica de esa autopercepción revolucionaria/mesiánica derivó en una visión idealista y moralista de las relaciones internacionales. Algo que ya empezaba a tomar forma, por ejemplo, en la declaración de guerra contra España en 1898 que el presidente William McKinley pronunció en el Congreso: «a causa de la humanidad y para poner fin a las barbaridades, derramamientos de sangre, hambre y miserias horribles que ahora existen allí (…) En nombre de la humanidad, en nombre de la civilización, en nombre de los intereses americanos en peligro». Fiel a la doctrina liberal los intereses nacionales se posponen, de forma más o menos sincera, ante valores universales —¡la humanidad y la civilización, nada menos! — que es un deber defender y a falta de nadie más disponible pues tendrá que ser el propio Estados Unidos el interpelado para ejercer de policía moral del mundo, qué le vamos  hacer…

La hibris liberal unipolar

A partir de aquí iremos de la mano del profesor de relaciones internacionales ya mencionado previamente, John Mearsheimer, que desarrolla en esta conferencia un punto fundamental acerca del asunto que estamos abordando. A lo largo del siglo XX ese excepcionalismo tuvo que verse atemperado por las exigencias de un mundo multipolar en el que debían forjarse alianzas con quien se encontrara uno por el camino aunque no oliera a limpio, pero el repentino desplome de la Unión Soviética cambió radicalmente el escenario: «si solo hay una gran potencia, no tienes que preocuparte por la política de las grandes potencias. Así era Estados Unidos al final de la Guerra Fría. Éramos Godzilla, éramos increíblemente poderosos en relación con todos los demás en el sistema. Charles Krauthammer llamó a esto el momento unipolar. Así que aquí estamos, somos increíblemente poderosos, y pensamos que la democracia liberal es la ola del futuro, creemos que tenemos el viento en la espalda, y pensamos en la idea de difundirla. Dada la fuerza de la que disponemos, va a ser fácil,  no tenemos que preocuparnos por la política de equilibrio de poder, por lo que somos libres de perseguir la hegemonía liberal». Llegado este punto, inevitablemente se nos viene a la mente aquel militar de La chaqueta metálica explicándonos cómo dentro de cada amarillo hay un americano luchando por salir, sólo que ahora también hay que incluir cada cobrizo, negro, blanco…  

A este nuevo contexto se enfrentó la Administración Clinton articulando un concepto que hoy día nos resulta ya muy familiar, la «intervención humanitaria». Los derechos humanos fueron expresamente invocados para justificar una operación militar contra Serbia, en el marco de la descomposición yugoslava, que aún desde entonces sigue generando controversia pues costó la vida a 1.500 civiles. Pero el punto de inflexión llegó el 11 de septiembre. Servidor aún recuerda al autoproclamado inventor de internet, Al Gore, en el debate electoral unos meses antes reclamando para EE.UU. el papel de, cito la expresión que él usó, policía del mundo, mientras Bush reclamaba una gestión centrada en problemas domésticos. Los atentados dieron un vuelco a su agenda. Tomaron el control los llamados neoconservadores o neocons (que actualmente siguen ocupando altos cargos, aunque esta sea una administración de otro signo), partidarios de una política intervencionista o nation-building para extender el liberalismo por todo el planeta. Dice Mearsheimer que la facilidad con la que derrocaron a los talibanes en 2001 fue el acicate para la posterior invasión de Iraq y que en sus planes a continuación irían Siria, Irán… convencidos de que dentro de cada habitante de Oriente Medio había un partidario de la democracia liberal deseando salir. Lamentablemente la realidad tiene su propia agenda al margen de las ilusiones de cada uno, así que la facilidad para ocupar un país resultó ser inversamente proporcional a la de mantenerse en él y realizar la ingeniería social necesaria para occidentalizarlo. La insurgencia y la guerra civil enfangaron una situación que parecía no tener salida y en el filo de la transición de la Administración de Bush a la de Obama se imponía un cambio de estrategia.

El gato no era pardo sino morado

Con la celebérrima cita de Lampedusa «hace falta que algo cambie para que todo siga igual» comienza el brillante artículo académico de Christopher Mott Woke Imperium: The Coming Confluence Between Social Justice & Neoconservatism, que a partir de ahora tomaremos como referencia. Para 2006 la revista The Lancet había publicado un estudio que cifraba en 600.000 los muertos en Irak y en Afganistán por su parte el objetivo principal, que era la captura de Bin Laden, no se había producido aunque la ocupación continuase. Las cosas no estaban saliendo según lo prometido, así que en 2008 a Obama nada más llegar al cargo le otorgaron un Nobel de la Paz que supo tomarse con humor («yo prefería el de Física», dijo), anhelando de él un nuevo de rumbo. Había que recuperar la confianza de la opinión pública y un indicio de la vía a tomar estaba en un documento confidencial de la CIA de 2010, filtrado por WikiLeaks unos años después. Ante la pérdida de apoyo popular en los países de la OTAN respecto a Afganistán, cuya conflictividad se agravaba año tras año, se sopesaba darle un enfoque feminista: el objetivo primordial ahora resultaba ser liberar a las afganas del burka. La cuestión no fue meramente propagandística ante los medios occidentales, pues según denunció el periodista Tucker Carlson Estados Unidos destinó cerca de 1.000 millones de dólares a exportar el feminismo de las universidades americanas al país asiático. La medidas fueron variadas: desde crear una cátedra de estudios de género en la universidad de Kabul, pasando por instaurar cuotas de mujeres en el parlamento y el ejército afganos, hasta financiar talleres de deconstrucción de la masculinidad. Incluso se llegó a crear un mural en Kabul dedicado a George Floyd. Nada de eso tuvo efectos prácticos. En 2021, finalmente, las tropas americanas abandonaron el país de forma caótica dando así por concluida la guerra más larga en la que EEUU ha estado implicado. Sorprendentemente, dentro de cada talibán no había un aliado feminista luchando por salir.

¿Convicción o racionalización?

Lo anterior es un caso concreto, pero los ejemplos de la combinación woke-neocon, del enfoque progresista y el intervencionista, son numerosos. Quien fue Secretaria de Estado desde 2009 hasta 2013, Hillary Clinton, vio en el feminismo y las reivindicaciones gays un troyano con el que erosionar la autoridad de Putin y para ello no dudó en apadrinar al grupo ruso de punk Pussy Riot, junto a quienes llegaba a retratarse en fotos. Las propias embajadas norteamericanas exhiben en sus fachadas desde hace unos años emblemas de Black Lives Matter y banderas LGTBI otorgándoles así una oficialidad equiparable a la de la propia enseña nacional. Respecto a su estructura interna todo el aparato militar, diplomático y de inteligencia está atravesado por el progresismo. Mark Milley, Presidente del Estado Mayor Conjunto, es decir, el más alto rango de las fuerzas armadas estadounidenses, promueve la enseñanza en las academias militares de la Teoría Critica Racial, doctrina en torno al racismo sistémico y el privilegio blanco. En este vídeo de la U.S. Navy, por ejemplo, nos enseñan la importancia de dirigirse a alguien usando los pronombres que desee. En este anuncio de reclutamiento de la CIA nos muestran a alguien que se define como «mujer de color cisgénero interseccional» que se opone a «internalizar ideas patriarcales equivocadas sobre lo que una mujer puede o debe ser». Mientras que en este otro anuncio de reclutamiento militar, que podemos ver bajo estas líneas, nos hablan de madres lesbianas, compromiso con la comunidad LGTBI, sororidad y empoderamiento, ahí es nada:

Ahora bien, ¿por qué esto es así? En primer lugar está claro que hay un componente táctico, oportunista. Se adopta un discurso de moda del momento para manufacturar consentimiento popular dentro del país y silenciar las críticas, dado que entonces todo aquel que se oponga pasa a ser machista, racista, homófobo, etc. Pero hay también un elemento más sutil, en torno a la autoridad moral que confiere al penitente que se mortifica a exhortar al resto del mundo para que haga lo que él. Y si no lo hace por las buenas, será por las malas, pues la soberanía de otros países pasa a ser un leve escollo frente a la flagrante injusticia que debe ser corregida con urgencia. Como ya hemos visto en este artículo la severidad acusadora del puritano y del revolucionario no es precisamente algo ajeno a su tradición. Todo imperio necesita un credo que blasonar como justificación ética y cobertura intelectual y, además, proyectar sobre todo el planeta los conflictos socioculturales angloamericanos tiene la indudable ventaja de simplificar la realidad. También podemos encontrar razones que explican parte de todo esto a escala individual dentro de esa gran maquinaria diplomático-militar. Dice Christopher Mott que hay una sobreproducción de élites universitarias que deben competir por los cargos de poder, de manera que ciertas señalizaciones ideológicas/culturales, mostrando conocimientos del discurso dominante (siendo lo woke hegemónico en el ámbito académico), resulta una buena forma de prosperar y adaptarse al grupo, que de esa manera va escorándose en conjunto cada vez más. En conclusión, sería mejor tentarse la ropa antes de situar a alguien «en el lado incorrecto de la historia» citando la expresión obamita, particularmente si está fuera de tus fronteras. El propio Mott lo explica de forma inmejorable: «la postura hegemónica emergente y su imperialismo moral están reñidos con una evaluación sobria y realista de los intereses estadounidenses en el escenario mundial, ya que crean objetivos insostenbles, maximalistas y utópicos que chocan con las realidades concretas en las que debe basarse la política exterior. La tendencia liberal atlantista de impulsar el moralismo y la ingeniería social a nivel mundial tiene un inmenso potencial para crear una reacción violenta en sociedades extranjeras, especialmente no occidentales». Es la fórmula que propone también Mearsheimer: liberalismo en política interna e iliberalismo/realismo para las relaciones internacionales. La otra vía, ya hemos visto, lleva a en el mejor de los casos a situaciones absurdas y, en el peor, a una incesante sucesión de guerras hasta que llegue la definitiva.

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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