El señalamiento del enemigo interior

Historia del artefacto propagandístico de la «injerencia rusa»: apareció en escena contra Trump durante las elecciones de 2016 y se utiliza ahora con Georgescu

Se diría que las autoridades europeas desde hace unos años han olvidado aquello de la rana en la cazuela y han optado por tirarnos agua hirviendo directamente en nuestras cabezas. Ya no hay tiempo que perder. Así que en el último remojón con el que escaldarnos asistimos a la anulación de la candidatura en Rumanía del ganador de las elecciones previas –y potencial ganador de las próximas, según los sondeos– con la connivencia de una mayoría del Parlamento Europeo que no consentirá, leemos, que «extremistas y simpatizantes de Rusia pongan en entredicho el respeto al Estado de derecho en el país».

Como no podía ser de otra forma, las noticias sobre la cuestión en los grandes medios, como buenas terminales de repetición, siguen a pies juntillas un común enfoque, estructura, fraseología y palabras-policía repetidas machaconamente para crear una respuesta refleja: tres o cuatro «extrema» por párrafo acompañados de un «ultranacionalista», «ultraconservador» o «ultraderecha», aunque en El País se refieren a Georgescu directamente como «el ultra», pasando de prefijo a sustantivo (pero ¿ultra-qué? ¿Ultraman?). Otro cliché muy querido en nuestros medios cuando abordan algún asunto internacional es citar como fuente de autoridad que recita la consigna principal a alguna ONG de nombre en inglés. En el caso de La Vanguardia , por ejemplo, leemos «había motivos fuertes para sospechar que hubo injerencia rusa» en boca del portavoz de una organización rumana llamada Funky Citizens, así que vamos a la fundación de cierto señor de apellido palíndromo y nos encontramos que ya lleva embolsados casi un millón de dólares. ¡Así da gusto hacer activismo! Pero esto el lector promedio no lo sabrá, claro, se quedará con que un «experto» que además es oriundo del lugar ha dicho tal cosa, así que será verdad. Quien cuestiona a un experto es conspiranoico y niega la ciencia, Dios nos libre. 

Ahora bien, si hablamos de una plantilla político-mediática que se aplica a conveniencia en uno u otro país necesariamente hemos de detenernos en el hecho mismo de la «injerencia rusa». Hace ya casi una década apareció en escena este artefacto propagandístico durante las elecciones estadounidenses de 2016 para apear de ellas a Trump. Frente a las legítimas y típicas reivindicaciones desde un enfoque soberanista/populista de anteponer los intereses nacionales a cualquier otro, que es de lo que iba precisamente su propia campaña, bajo el lema «America First», las acusaciones en su contra de ser un títere de Rusia se salían de la disputa electoral para entrar en el terreno de la acusación penal y de la investigación por el FBI. Cercenaban el proceso democrático mismo al aplicar una lógica de tiempos de guerra, por la cual la discrepancia es traición y el vecino, el conciudadano, el adversario en las urnas, se convierte en quintacolumnista, en espía infiltrado que perseguir, en enemigo interior a erradicar. Así, la democracia acaba en manos de sus paladines liberales al modo de aquella niña con la que Frankenstein quería jugar, logrando finalmente su anhelada sociedad abierta… en canal.

Por supuesto, tal acusación de ser un candidato manchurio no habría podido calar si previamente no hubiera existido cierta noción de que Estados Unidos estaba en guerra, y de que el enemigo a combatir era ese país que supuestamente le chantajeaba. La consideración de Rusia como antagonista supremo tiene ya siglos de antigüedad. Podríamos remontarnos a la Edad Media, cuando existía una vaga aprensión hacia las hordas mongolas que acechaban por el Este, al siglo XVIII cuando se fragua en la conciencia colectiva la distinción entre el Oriente bárbaro y el Occidente ilustrado o ya más nítidamente en el siglo XIX el llamado Gran Juego, esto es, la rivalidad entre el Imperio británico y el ruso por controlar la zona del Cáucaso y así tener una posición central en el continente euroasiático. Pero es la Guerra Fría la que graba a fuego en muchas conciencias esa división radical entre dos mundos, hasta el punto de que desmoronada la URSS el enfrentamiento no había terminado del todo en la mente de algunos, pues Rusia seguía existiendo. Así, la OTAN continuó expandiéndose y, desde el comienzo de la administración Obama, esa hostilidad va adquiriendo nuevos ropajes ideológicos. Recordemos que en 2009 Hillary Clinton pasó a ser secretaria de Estado y por tanto principal responsable de la política exterior de su gobierno.

El cambio no fue repentino, pues aún en las elecciones de 2012, cuando el candidato republicano Mitt Romney llamó a Rusia «nuestro mayor adversario geopolítico», Obama respondió que los años 80 habían llamado y querían de vuelta su política exterior. Pero ya había una potente corriente subterránea. En 2011 se crea el grupo de rock moscovita Pussy Riot, caracterizado por reivindicar en protestas con gran repercusión mediática (occidental, al menos) la agenda woke, desde el feminismo al LGTBI, aún a costa de atacar a la Iglesia Ortodoxa –pilar fundamental de la identidad nacional del país– como ocurrió en su asalto en febrero de 2012 a la Catedral de Cristo Salvador de la capital rusa. Tal como las revelaciones sobre el gasto de USAID han demostrado hasta al más reticente, el patrocinio de toda forma de subversión cultural ha sido constante y en el caso de este grupo musical el apoyo de la administración estadounidense no pudo haber sido más explícito. En respuesta a estas y otras actividades Rusia en 2013 aprueba una ley que prohíbe la propaganda gay dirigida a menores, convirtiéndose en una cuestión de alcance internacional. Señala aquí Hanania: «La respuesta de los medios estadounidenses a Pussy Riot y a la ley anti-gay fue poco menos que histérica, y la cobertura de Rusia, un país que anteriormente había sido visto en gran medida con indiferencia por las élites estadounidenses, nunca ha vuelto a ser la misma. Mi impresión es que la ley de propaganda gay puede haber recibido más cobertura en la prensa estadounidense que cualquier otro evento ocurrido en Rusia desde la caída de la Unión Soviética». El país eslavo podía volver a ser un adversario ideológico-geopolítico como en tiempos de la Guerra Fría, solo que ahora en el eje   progresistas/reaccionarios.

En 2014 tiene lugar el Euromaidán –las Pussy Riot lo apoyaron, por cierto– con la presencia en Kiev coordinándolo de Victoria Nuland, subsecretaria de Estado para Asuntos Europeos y Euroasiáticos, de manera que Ucrania salía de la esfera de influencia de Rusia, que reaccionó anexionándose Crimea. Es en este contexto cuando Trump anuncia en 2015 su candidatura electoral centrándose en dos grandes cuestiones: el rechazo a la agenda progresista y a las políticas intervencionistas en el exterior. Es decir, representaba exactamente lo opuesto a Hillary Clinton, muy activa en ambos frentes, que como vemos complementó. Además, el jaqueo –según creen algunos a manos de los rusos– de correos tanto de Hillary durante su periodo de secretaria de Estado (de los que ella luego borró miles, para evitar cargos por haber usado un servidor privado) como del partido Demócrata, que dañaron la viabilidad de su campaña, se vio complementado por un comentario humorístico de Trump que causó escándalo: «Rusia, si estás escuchando, espero que puedas encontrar los 30.000 correos electrónicos que faltan».   A ojos de ella era como si tuviera como rival a alguien enviado por el mismísimo Putin… y es exactamente lo que pasó a proclamar, el Russiangate Hoax, la interferencia extranjera en las elecciones para favorecer a Trump. La campaña de señalamiento como marioneta rusa adquirió tintes coloristas con la descripción de un supuesto vídeo en el que unas prostitutas rusas realizaban prácticas sexuales extravagantes con el marido de Melania, lo que habría servido como elemento de extorsión. Tras su victoria en las urnas en noviembre de 2016, el FBI inició una investigación que duraría dos años, tendría una desmesurada atención mediática (con premios Pulitzer incluidos) y terminaría estableciendo que no había pruebas que relacionasen a Trump con Rusia. Más adelante quien fue director de Inteligencia Nacional afirmó que todo fue un montaje de Hillary Clinton y que ellos lo supieron desde el principio. Esa maniobra propagandística no logró acabar con él, pero creó un molde y sembró la idea en las cabezas de millones dentro y fuera de EE.UU. Ahora se ha sabido usar con más éxito en Rumanía. Veremos en qué otro país será el próximo intento…

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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