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El sentido trágico del poder

La obra de Robert D. Kaplan es un alegato contra el optimismo

«Somos prisioneros de lo ineluctable. He ahí la peor angustia del mundo para los seres humanos: saber mucho sin poder controlar nada»

Heródoto

Procuro no juzgar con severidad los gustos estéticos ajenos, tal vez porque los míos son escasamente sofisticados y eso me pone en situación de desventaja o quizá porque ya se me ha pasado la edad para tomármelos demasiado en serio… pero siempre tiene que haber una excepción y en este caso es la serie El ala oeste de la Casa Blanca. Si alguien se la recomienda mi consejo es que proceda a caminar despacio hacia atrás, sin apartar la vista de su interlocutor ni perder la sonrisa asintiendo a todo lo que diga hasta ponerse fuera de su alcance. Bien lejos. Suele ser objeto de devoción por dos gremios sospechosos, periodistas y politólogos, que encuentran en ella una fuente de enseñanzas sobre los tejemanejes del poder y un espejo de sí mismos junto al amo al que les gustaría servir o asesorar (Iván Redondo llegó a plagiar sus diálogos).

El protagonista era un presidente de EE.UU., demócrata como no podía ser de otra forma, un idealista sin aristas ni claroscuros que sopesa los problemas con gravedad siempre en busca de la justicia, con una solemne autopercepción de su persona y de su misión —«somos un faro de libertad que ilumina al mundo desde hace 200 años» se llega a oír de un personaje, ¡válgame el cielo!—, a menudo enfrentado a situaciones complicadas de las que suele salir airoso a altas horas de la noche porque sus intenciones son nobles, que es lo que importa. Era puro obamismo antes de que éste llegara al poder y su administración, de hecho, la tomó como referente. Ni por fondo ni por forma resulta posible imaginar que estuviera protagonizada por Trump, pues en tal caso sería una sitcom mucho más entretenida de ver, dónde va a parar. Tampoco podemos trazar similitudes con Biden, cuyo manifiesto deterioro cognitivo nos hace sospechar que no ha habido un Despacho Oval en el que un líder electo tomase decisiones con aire teatral invocando a los Padres Fundadores. El escenario y los protagonistas han sido otros.  

La serie fue creación de Aaron Sorkin, guionista que más adelante perpetró The Newsroom, ambientaba en un mundo como el del periodismo también repleto de grandes valores y gente estupenda según nos contaba desde su misma escena inicial. Así que parece una constante esa, llamemos, estetización del idealismo adolescente, ese retrato del líder soñador trasunto del propio autor fascinado por su propio discurso a medida que va oyéndose hablar, progresista con maneras de predicador evangelista, Superman sin capa que igualmente lucha por la verdad, la justicia y el modo de vida americano.

Pues bien, ese arquetipo y su creador me han venido a la mente en más de una ocasión al leer La mentalidad trágica: sobre el miedo, el destino y la pesada carga del poder, de Robert D. Kaplan. Lo cual es en principio algo contradictorio porque su obra pretende ser precisamente un alegato contra el optimismo, una asunción del sentido trágico de la vida (cita al propio Unamuno), de los límites a los que se enfrenta el poder a la hora de cambiar el mundo, una toma de conciencia de que «Apolo y Dionisio coexisten y se interrelacionan, la tensión entre civilización y barbarie es constante y generalizada. La barbarie no se encuentra exclusivamente en los márgenes de la civilización, sino que existe también en el corazón mismo de la polis».

Para entender mejor lo que nos quiere contar empecemos primero por presentar al autor. Corresponsal de guerra durante varias décadas, es también profesor de Seguridad Nacional en la Academia Naval estadounidense, miembro del Comité Ejecutivo de la Marina y de la Junta Política de Defensa del Pentágono. Eso, aparte de las anécdotas que nos cuenta sobre los círculos de influencia en Washington en los que parece moverse como pez en el agua. Es decir, si hubiera que poner rostro al Deep State bien podría ser el suyo. Eso hace más interesante su punto de vista porque es, en buena medida, el oficial del sistema… o al menos uno lo suficientemente alineado en las cuestiones fundamentales como para poder vivir en su seno. Porque al mismo tiempo le gusta mostrarse a sí mismo como un verso suelto y tiende a mostrar a su entorno, por ceguera o sesgo interesado, como decisores autónomos que cuando se equivocan (la crítica a la intervención en Irak y Afganistán centra buena parte de sus reflexiones) lo hacen más por ingenuidad, por vocación misionera —bienintencionada, pero errónea— de exportar libertad y democracia a los confines del planeta, que por otras causas como pudieran ser su subordinación al complejo militar industrial o a una política imperial de mantenimiento de la hegemonía mundial. A la manera en que Sorkin nos lo contaría.

Por eso, también, detesta al «demagogo y chabacano» Trump, pues con su elección «Estados Unidos perdió toda la credibilidad que le quedaba para ir dando lecciones a países distantes sobre el camino para mejorar su gobernanza». Véase que, bajo la superficie de aparente autocrítica, hay en esas palabras una notable condescendencia hacia el resto del mundo y una concepción de la política esencialmente frívola, reducida a la ejemplaridad personal del político según dudosos criterios. Centrar el foco en el individuo, con sus fallas reales o atribuidas y no en el sistema es una manera de asegurar que el segundo salga indemne. Ese análisis lo aplica también las guerras en las que se ha implicado su país en las últimas décadas, de las que él fue inicialmente un activo partidario hasta que luego, nos asegura, cayó en una profunda depresión psicológica al ver las consecuencias catastróficas que tuvieron sobre el terreno. Por ese motivo habría escrito este libro como una forma de expiación personal, para compartir su aprendizaje vital con las nuevas generaciones. Bien, rectificar es de sabios, aunque no está de más indicar que tal error inicial facilitó su carrera personal y señalarlo tiempo después, cuando ya todo es parte de los libros de historia, es algo así como confesar la culpabilidad y hacer penitencia después de haberse gastado el dinero que uno robó. Cabe imaginar que de los grandes conflictos y calamidades de nuestros días habrá otros compungidos en las décadas venideras que ahora andan a otra cosa.

En cualquier caso, como decíamos, el análisis que aplica a tales decisiones se centra en el terreno moral-biográfico: «Creer que el poder de Estados Unidos siempre puede enmendar lo que está mal en el mundo es una violación de la sensibilidad trágica. Pese a ello, sectores importantes de la élite que decide nuestra política exterior en Washington se han adherido a esa idea (…) La actual élite de la política exterior estadounidense, sin embargo, se nutre de la generación que se ha criado en la mayor seguridad física y económica en toda la historia del país. Puede que hayan sufrido en su experiencia como individuos, pero no como grupo y eso explica su dificultad para pensar con mentalidad trágica». Es decir, presupone que tales acciones están dirigidas por un criterio moral y no por intereses nacionales (políticos), que aquello que se condena moralmente es objetiva y universalmente malo y no simplemente distinto a los criterios del liberalismo occidental del siglo XXI y, finalmente, que haber experimentado la tragedia hará de uno un gobernante más responsable. ¿Son muchas presunciones, eh? La última viene aderezada además con el ejemplo que aporta de quienes, a causa de sus peripecias vitales, sí habrían contado con esa «sensibilidad trágica que reconoce que el héroe va a necesitar toda la astucia de la que pueda echar mano en un mundo que es irremediablemente injusto»: Brzezinski y Kissinger. Estamos apañados.

Una vez establecido el esquema, el autor procede a apuntalarlo con un gran número de ejemplos de la mitología y de la historia antigua griega, de las obras de Shakespeare —por quien siente auténtica devoción—, y de otros autores destacados del canon universal, entre los que incluye, por ejemplo, a Velázquez y Goya, «los dos grandes genios de la microcivilización española». No cabe duda de que Kaplan atesora una vasta cultura y esa es, sin duda alguna, la mejor parte del libro. Aquella por la que casi merece la pena recomendarlo. En esa línea resulta curioso el paralelismo que establece entre Darío y su hijo Jerjes respecto a la invasión de Grecia, por un lado, y Bush padre e hijo respecto a la de Irak. Los progenitores en ambos casos habrían mostrado una prudencia coronada por la victoria militar y sus respectivos descendientes cayeron en la hybris imperial que se precipitó en el fracaso.

Con ánimo de concluir, más allá de la discrepancia o coincidencia con las posiciones políticas del autor, y de la pertinencia de su tesis para los casos concretos que analiza, sí podemos acordar que en líneas generales resulta imprescindible para la vida de cada uno y para el ejercicio del poder cierta visión trágica, usando sus términos, o desengañada o simplemente madura sobre lo que es el mundo, lo que podemos esperar de vida y del porvenir. Aquella que tuvo uno de los inspirados redactores de la Constitución estadounidense, Hamilton, cuando señalaba que «los hombres son ambiciosos, vengativos y rapaces. Esperar la armonía entre varias entidades soberanas vecinas, independientes e inconexas sería volver la espalda al curso uniforme de los acontecimientos humanos, desafiando la experiencia acumulada a través de los siglos». Así que el mundo es intrínsecamente injusto y la fortuna siempre podrá torcerse arruinando los planes hasta del más poderoso de los hombres. Que se lo digan al acaudalado rey Creso de Lidia, cuando preguntó a Solón quién era el más feliz del mundo esperando oír su propio nombre y este le respondió que solo puede proclamarse a alguien feliz después de que haya muerto porque «el hombre es pura contingencia». Muchos años después, Creso sería apresado tras su derrota frente a los persas y conducido a la hoguera, donde gritó el nombre de Solón. Inquirido por ello, respondió: «es aquel que yo deseara tratasen todos los soberanos de la Tierra, más bien que poseer inmensos tesoros».    

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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