“Lo que realmente une es la consanguinidad de los espíritus, no la identidad de las ideas”.
-Frase apócrifa de Marcel Proust-
Habitualmente, cuando viajamos a otros países lo que aprendemos rápidamente son las expresiones y giros lingüísticos del lugar, insultos y exclamaciones y, por supuesto, los héroes nacionales (en este orden).
En mi periplo chileno, el primer personaje histórico que ha logrado cautivarme ha sido Don Diego Portales Palazuelos (1793-1837). Se le considera uno de los arquitectos del Estado chileno. Comerciante, militar y político, desempeñó sucesivos cargos de relevancia entre los que destacan: Vicepresidente de la República de Chile (1831-1833); Gobernador militar suplente de la región de Valparaíso (1832-1833); Comandante general de la Marina de Chile (1833-1834); Ministro de Guerra y Marina (en dos ocasiones entre los años 1831-1837) y Ministro del Interior y de Relaciones Exteriores de Chile (1835-1837). Se le considera padre del nacionalismo chileno y adalid del autoritarismo patrio. Sus ideas influyeron en el carácter presidencialista de la Constitución de 1833 (que sería la más longeva de la historia de Chile).
Pero, para que nos hagamos a la idea del alcance de sus negocios y de la peculiaridad del personaje, manejó el “Estanco” (concesión estatal hecha, en calidad de monopolio —que fracasaría, induciéndole a la bancarrota— de productos como tabaco, licor, naipes, té, a cambio de que se hiciese cargo de la deuda que Chile mantenía con Inglaterra desde los tiempos de O’Higgins).
Sea como fuere, lo cierto es que a esta destacada figura le rodea un halo casi mítico. Para el periodista y político Isidoro Errázuriz “Portales creó la religión del Gobierno”. Tanto es así que, como se explica en el capítulo monográfico sobre Portales de “Otro Podcast Político” https://open.spotify.com/episode/1Iqi4hNyFgmEW3RejtQFQf: “Durante su funeral, el féretro no fue llevado por los familiares, fue llevado por el peso del Estado. Lo llevaron un ministro, un senador, un diputado, los presidentes de la Corte Suprema y de Apelaciones, el intendente de Santiago y el gobernador de Valparaíso. Es decir, hay una pretensión en Portales de crear un mito que pueda dar sustento a esta república tan emergente”.
No obstante, si se tratara de un mero militar más, ¿qué encanto podría tener nuestro protagonista…? Por alguna extraña razón, hay ocasiones en que la Historia se empeña en dividir un mismo embrión, dando lugar a dos personas (gemelas) diferentes con sus particularidades y personalidades intransferibles. Dos son a mi modo de ver esos gemelos dramáticamente separados al nacer: Diego Portales y Donoso Cortés. Y fueron separados espacial y temporalmente hablando. Uno nació en Nueva Extremadura (hacia fines del siglo XVIII) y el otro en la Extremadura ibérica (a principios del siglo XIX).
Ambos supieron ver el despotismo gigante que estaba en ciernes, el que traía consigo la anomia revolucionaria propia del ciclo histórico post-1789. Ambos anhelaron para sus respectivas patrias el orden y la estabilidad. Ambos fueron notables políticos de su tiempo. Y, sobre todo, ambos cultivaron la profecía como género político.
Por poner un par de ejemplos, en carta a su amigo José M. Cea (de marzo de 1822) Portales denunciaba los excesos del novísimo monroísmo: “¡Cuidado con salir de una dominación para caer en otra! Hay que desconfiar de estos señores que muy bien aprueban la obra de nuestros campeones de liberación, sin habernos ayudado en nada: he aquí la causa de mi temor. ¿Por qué ese afán de Estados Unidos en acreditar ministros, delegados y en reconocer la independencia de América, sin molestarse ellos en nada? (…) Yo creo que todo esto obedece a un plan combinado de antemano; y ese sería así: hacer la conquista de América, no por las armas, sino por la influencia en toda esfera. Eso sucederá, tal vez hoy no; pero mañana sí”. Él no pudo ver con sus propios ojos los efectos de la americanización mundial, ni mucho menos el triunfo del American Way of Life, aunque sí pudo intuir que la conquista llegaría no por los cañones y las armas, sino por la influencia cultural (soft-power como dicen los pretenciosos expertos).
Asimismo, Donoso Cortés en su “Discurso sobre la situación general de Europa” (1850) supo prever —contra lo pronosticado por los sofisticadísimos estudios de Karl Marx y Friedrich Engels— que la revolución se daría en la atrasada y rural Rusia y no en la cuna del capitalismo industrial: “la raza anglosajona es la que menos expuesta está al ímpetu de las revoluciones; yo creo más fácil una revolución en San Petersburgo que en Londres”.
Pero, como decía, Portales me maravilló enseguida. Espoleado por mis amigos Jerónimo Molina y Emiliano García, en cuanto tuve ocasión de escaparme a una librería, me hice con una obra clásica de la historiografía chilena: La fronda aristocrática de Chile (1928). En ella, se recogen una serie de artículos escritos por Alberto Edwards en El Mercurio cuyo objetivo era bosquejar una historia política del país. Influido por la obra de Oswald Spengler, Edwards vio en los fundadores del “Estado en forma” el mayor esplendor de Chile. Esta “fronda aristocrática” dio forma y cuerpo a un amasijo invertebrado. Pues bien, en opinión del historiador, Diego Portales fue una figura decisiva, el “cirujano de hierro” que requería la complejísima situación tras la Independencia (Batalla de Rancagua, Batalla de Chacabuco, Batalla de Maipú, etc).
Portales fue un estadista parangonable al Conde-duque de Olivares en España, o al Cardenal Richelieu en Francia; y no se trataba de un libertador o un prócer, sino todo lo contrario. Él no había sido partidario de la Independencia de Chile, le daba pavor pensar en qué podría suceder en un contexto tal de vacío de poder. En palabras de Edwards: “en 1829, el genial caudillo de la fronda supo utilizar en tal forma los encontrados y heterogéneos elementos que los intereses y pasiones en lucha fueron poniendo en sus manos, que cuando vino el desenlace, se había alzado ya sobre el caos confuso de los acontecimientos un poder nuevo e impersonal, evocación majestuosa del antiguo orden monárquico, un gobierno erigido otra vez en fuerza moral y obedecida, superior a las facciones políticas y a los prestigiosos militares”. Se trataba de un verdadero líder que supo aglutinar a las facciones enfrentadas: antiguos carrerinos y despojos del régimen colonial, partidarios de O’Higgins, la aristocracia pelucona, a Freire y a los radicales federalistas. Su idea de gobierno no era ni el cesarismo o’higginista a la latinoamericana, ni fruto espurio de tendencias oligárquicas o sueños democráticos. Él, con la firme convicción de tener tras de sí los vientos de cola de la partera de la Historia, logró domeñar las pasiones particularistas de la Fronda aristocrática, asfixiando el espíritu oligárquico de quienes sólo defienden sus intereses, de quienes no miran más allá de sus libertades y privilegios adquiridos.
Y pese a que Donoso Cortés sí se detuvo y esmeró en participar de proyectos de ley y reformas constitucionales, se percató —al igual que Portales— de que el legalismo no puede estar por encima de la salud de la comunidad política. Y es que todos los caminos llevan a Roma, o, al menos, a la romanidad… ¿A qué me refiero con el término “romanidad”? A los principios republicanos constitutivos de la tradición jurídico-política del Occidente. Más concretamente, me refiero a la “dictadura comisaria”; al principio del derecho público romano: ‘Salus populi suprema lex est’.
De un modo peculiar, estos gemelos del espíritu, llegaron a la misma conclusión por vías diferentes… Tal y como afirma Donoso Cortés en su famoso “Discurso sobre la dictadura” (1849): “Cuando la legalidad basta para salvar la sociedad, la legalidad; cuando no basta la dictadura (…) Vosotros, señores, votaréis, como siempre, lo más popular; nosotros, señores, como siempre, votaremos lo más saludable”. Por otro lado, a Portales “la técnica constitucional —explica Edwards— le importaba poco: lo esencial, en su concepto, era arreglar lo que él llamaba el resorte principal de la máquina, esto es, la autoridad tradicional”. ¿Acaso no anhelaban también ambos restituir, en el seno de la Modernidad, la dañada legitimidad tradicional? Así es.
Sin embargo, como sabrán ustedes los gemelos no son mellizos y aun los mellizos tampoco son idénticos, al menos en su fuero interno.
Tal y como reconoció el pacense de sí mismo: “este hombre no ha sido hecho por cierto de la madera de los dictadores. Yo he nacido para comprenderlos, no he nacido para imitarlos. Dos cosas me son imposibles: condenar la dictadura y ejercerla”. Donoso, de haber sido contemporáneo y haber presenciado la anarquía de la “era de los pipiolos” (comprendida entre la caída de O’Higgins y la revolución de 1829) no habría sido capaz de condenar a Portales, pero seguro tampoco se habría sumado a él sable en mano. Como supo ver perspicazmente Alberto Edwards: “Es muy raro en la Historia el caso de que un gran pensamiento se anide en el alma del mismo hombre capaz de realizarlo”.
Pensamiento y acciónescindidas por unas pocas décadas quién sabe, quizá sin solución de continuidad, puesto que pareciera que Portales al morir en 1837 dejara en suerte un lote hermoso a Donoso (ya que la primera obra en la que el español sistematizó la cuestión de la “dictadura” sería en sus Lecciones de derecho político del mismo año).
El uno, “terrible hombre de los hechos”; el otro, “Casandra católica”… Podría decirse que entre Diego Portales y Juan Donoso Cortés hubo una notable consanguinidad de espíritus, aunque no una identidad de las ideas…
En cualquier caso, si se tratara de George Washington y James Madison la industria cinematográfica ya se habría encargado de hacer una superproducción hagiográfica de ambos. Pero, como me dijeron al poco de aterrizar en Santiago de Chile cuando hablé del autodesprecio español: “¡Esto lo heredamos de ustedes!”.