Federalismo, inmigración y soberanía en Estados Unidos

Las «ciudades santuario» abren un debate que va más allá de la inmigración ilegal

California vuelve a ser el centro de una fuerte tensión política en Estados Unidos. Las redadas de inmigración recientes han provocado decenas de detenciones, miles de personas han salido a las calles en protesta, y la Guardia Nacional ha sido desplegada por orden de Donald Trump, sin contar con la aprobación del gobernador del estado, Newsom. Las autoridades californianas anunciaron demandas legales contra lo que consideraron una invasión de competencias estatales, agravándose el enfrentamiento político entre Washington y Sacramento día tras día.

Desde España, estas noticias suelen interpretarse como un nuevo episodio en el debate sobre inmigración, simplificado como un conflicto entre dureza y compasión. Ahora bien, para entender lo que está en juego —y por qué este enfrentamiento tiene implicaciones constitucionales de fondo— es necesario revisar el funcionamiento particular del federalismo estadounidense y el papel que desempeñan las llamadas «ciudades santuario”.

Estados Unidos es una república federal: el poder político se distribuye entre un gobierno central y una serie de estados con amplias competencias propias. Esta arquitectura tiene raíces históricas profundas: los trece estados originales se unieron tras la Guerra de Independencia con el compromiso de mantener un grado significativo de autonomía. La Constitución refleja ese pacto, estableciendo un equilibrio delicado entre el gobierno federal y los estados federados. Pero ese equilibrio nunca ha sido pacífico ni estático: cada generación lo ha renegociado a base de conflictos, sentencias y reformas.

En este contexto, las llamadas «ciudades santuario» se han convertido en uno de los principales focos de tensión contemporáneos. La cuestión va más allá del debate sobre la inmigración ilegal: lo que está en juego es hasta qué punto los estados y municipios pueden desafiar al gobierno federal sin romper con el marco constitucional. El caso californiano no es un capítulo más del enfrentamiento Trump versus progresismo californiano sino un síntoma de una grieta más profunda que afecta a los fundamentos mismos de la federación estadounidense.

¿Qué son las ciudades santuario?

El fenómeno de las «jurisdicciones santuario» hace referencia a ciudades, condados o estados que adoptan políticas para limitar la cooperación con las autoridades federales de inmigración, especialmente con el ICE (Immigration and Customs Enforcement). No existe una definición estricta, pero suelen caracterizarse por no retener personas sin orden judicial para entregarlas a inmigración, no compartir información sobre el estatus migratorio y por no participar de forma activa en redadas o deportaciones.

El objetivo que persiguen sus defensores es doble: proteger a los inmigrantes indocumentados de la deportación y fomentar una convivencia basada en la confianza entre comunidades vulnerables y las autoridades locales. Esta práctica tiene sus raíces en los años ochenta, cuando iglesias y organizaciones civiles ofrecían refugio a centroamericanos que huían de las guerras. El fenómeno ha resurgido con fuerza como reacción a las políticas restrictivas impulsadas por sectores conservadores.

Estas políticas no están exentas de crítica. Para muchos ciudadanos —incluidos inmigrantes legales— el hecho de que ciertos municipios decidan de facto no colaborar con las leyes migratorias federales genera una peligrosa sensación de impunidad. Algunos temen que estas jurisdicciones se conviertan en espacios en los que la ley pierde fuerza, en detrimento de la seguridad pública y de la cohesión nacional. Cualquier análisis honesto del fenómeno santuario debe partir de una conciencia clara de esa ambigüedad jurídica y moral: se trata de una posición política de doble filo que puede proteger a personas vulnerables pero también erosionar el principio de legalidad. De hecho, algunos juristas consideran el concepto “ciudad santuario” como cercano al fraude de ley, lo que nos lleva a la siguiente cuestión, esencial desde la teoría del derecho: ¿qué valor tiene el cumplimiento de la ley si su ejecución depende del consenso político local?

Algunos teóricos han argumentado que la ley requiere una cierta impersonalidad para garantizar la igualdad ante el derecho. Si los gobiernos locales seleccionan qué normas aplicar y cuáles no, ¿se debilita entonces la condición de ciudadanía legal? Otros advierten que el desorden normativo puede ser tan corrosivo como la injusticia puntual.

Tensiones legales y contradicciones ideológicas

Desde el punto de vista jurídico, las ciudades santuario se sitúan en un terreno delicado. La Décima Enmienda de la Constitución de Estados Unidos protege a los estados y localidades frente a la imposición de políticas federales no autorizadas. Los tribunales han fallado en múltiples ocasiones a favor de estas jurisdicciones, argumentando que el gobierno federal no puede condicionar de forma coercitiva los fondos públicos ni obligar a las autoridades locales a cumplir funciones de inmigración. Sin embargo, las administraciones federales —y especialmente la de Donald Trump— han intentado erosionar esa autonomía mediante sanciones económicas o el uso de agencias como el ICE.

La paradoja más interesante es que esta defensa de la autonomía local encajaría, en teoría, con los principios fundacionales del Partido Republicano. Éste se ha caracterizado históricamente por defender la soberanía de los estados federados frente a un gobierno federal expansivo, como demuestra su propuesta recurrente de eliminar el Departamento de Educación federal para devolver las competencias a los estados. Desde esa lógica el rechazo republicano a las ciudades santuario resulta contradictorio, pues implica exigir una intervención federal activa sobre las decisiones locales.

Por su parte, los demócratas —más proclives a una visión federal fuerte en otros ámbitos como el control de armas o el acceso al aborto— se convierten en paladines del derecho de los estados cuando se trata de proteger a los inmigrantes. En ambos casos, se evidencia una geometría variable del principio federalista, que se adapta a la conveniencia política de cada partido.

¿Puede una república mantenerse unida si sus actores políticos aplican los principios constitucionales de forma selectiva? Para algunos, la democracia requiere cierta coherencia argumentativa, una ética pública compartida que vaya más allá del cálculo estratégico. Si cada actor invoca el federalismo solo cuando le resulta útil, ¿en qué queda el fundamento normativo del sistema?

Esta incoherencia estratégica no es trivial. Sugiere que, para ambos partidos, la invocación al federalismo es más instrumental que doctrinal: se esgrime como escudo cuando conviene, y se relativiza cuando estorba. La batalla por el control político de la inmigración se convierte así en un campo de pruebas para el verdadero alcance del sistema federal estadounidense. Y lo que está en juego no es solo una cuestión técnica o administrativa, sino la coherencia interna del modelo constitucional.

Un automóvil arde durante una protesta en Paramount, California

El caso californiano: ¿una crisis constitucional en ciernes?

California es desde hace años un estado santuario, con leyes que restringen la cooperación de sus autoridades con el ICE. Ciudades como Los Ángeles o San Francisco han institucionalizado esta postura como parte de su identidad política y cultural. Los acontecimientos de esta semana han cambiado el tono del enfrentamiento. Tras una serie de redadas federales que resultaron en decenas de detenciones, miles de manifestantes —en su mayoría de origen mexicano— tomaron las calles en protesta. La respuesta federal no tardó en llegar: Donald Trump ordenó el despliegue de 2.000 efectivos de la Guardia Nacional, sin contar con el aval del gobernador Gavin Newsom.

Este último anunció demandas legales para frenar lo que ha considerado una invasión de competencias estatales. Mientras tanto, el ambiente político y mediático se enrarece, y los enfrentamientos verbales entre líderes locales y federales se intensifican. La situación plantea una pregunta incómoda: ¿hasta qué punto puede tensarse el federalismo estadounidense antes de convertirse en un conflicto constitucional abierto?

Más allá del caso puntual, lo que se está viendo en California es una escenificación de una fractura más profunda. ¿Puede una ciudad declarar su desacuerdo con el Estado federal sin que ello implique insumisión? ¿puede el gobierno central intervenir militarmente en un estado para hacer cumplir una ley sin consenso local sin poner en riesgo la legitimidad de su autoridad?

Desde la filosofía política, este tipo de fricción remite a una vieja pregunta hobbesiana: ¿quién detenta el monopolio legítimo de la coerción? Si el Estado federal impone su voluntad a un estado que se niega a colaborar, ¿es eso un acto de soberanía legítima o una imposición que socava la legitimidad republicana? Algunos apelan a la desobediencia civil como forma de reparar injusticias fundamentales, pero parecen olvidar que es necesario siempre un marco compartido. ¿Está EE.UU. aún dentro de ese marco?

Federalismo, cohesión política y límites de la unidad

Las ciudades santuario, lejos de ser una mera curiosidad local, se han convertido en el escenario donde afloran algunas de las tensiones estructurales del sistema político estadounidense: la pugna entre libertad y autoridad, entre integración y exclusión, entre legalidad y legitimidad. El caso californiano no sólo afecta a los inmigrantes: pone en evidencia la incoherencia doctrinal de los dos grandes partidos, subraya los límites prácticos del modelo federal ante crisis políticas agudas y obliga a preguntarse si la arquitectura institucional norteamericana está preparada para absorber estos conflictos sin fracturarse.

Más allá de la coyuntura, la cuestión remite a uno de los problemas clásicos de la filosofía política moderna: el dilema entre pluralismo y unidad. ¿Cuánta autonomía puede soportar una federación sin comprometer la cohesión del Estado? Los federalistas originales de The Federalist Papers ya advertían que un sistema de división de soberanías requiere un delicado equilibrio de lealtades políticas, jurídicas y culturales. Cuando los actores políticos invocan los principios constitucionales de forma selectiva —según interese en cada batalla concreta— ese equilibrio se erosiona gradualmente.

Desde la filosofía del derecho el debate refleja la vieja tensión entre el principio de legalidad formal (el respeto a la norma como garantía de igualdad jurídica, según Kelsen o Hart) y el recurso a excepciones pragmáticas en nombre de valores superiores (la desobediencia civil justificada, en la línea de Rawls o Dworkin). Pero cuando las excepciones se normalizan y el cumplimiento de la ley depende cada vez más de consensos locales fluctuantes, lo que se debilita no es sólo el gobierno federal sino el propio tejido normativo sobre el que descansa la convivencia política.

En términos sociológicos, cabe preguntarse si el problema es sólo institucional o refleja una fragmentación cultural más profunda. Las ciudades santuario no son sólo una política administrativa: son también un marcador identitario de las elites progresistas urbanas frente al electorado conservador del interior. Como señalaba Pierre Manent, toda política de integración implica simultáneamente una política de pertenencia. Si la comunidad política pierde el acuerdo mínimo sobre quién pertenece y bajo qué reglas, la noción misma de ciudadanía se vuelve inestable.

Para el observador europeo, la lección es doble. Por un lado, las fracturas constitucionales de Estados Unidos nos advierten de los límites del multiculturalismo gestionado desde arriba. Por otro muestran cómo, en el largo plazo, la supervivencia de una república depende menos de su diseño institucional que de la existencia de un ethos común, una ética cívica compartida que limite el uso estratégico de los grandes principios. Sin ese fondo moral, el formalismo jurídico es frágil, y las constituciones terminan convirtiéndose en campo de batalla de identidades incompatibles.

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