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Francia: cuando el «Gran Reemplazo» lo hicieron los nacionalistas y los liberales

La situación de Francia es el fruto de una serie de decisiones tomadas por avaricia hace ya más de un siglo

Los príncipes y las naciones suelen hundirse por la soberbia, el orgullo, el odio o la estupidez. Los bizantinos dijeron que preferían «antes el turbante turco que el capelo del papa»; y los gobernantes de la Europa de 1914 estaban convencidos de que la guerra (que todos querían) iba a concluir antes de fin de año. Desde el triunfo de la burguesía como clase dirigente, a esos vicios se añade otro: la avaricia. Y como el deseo de acumular dinero y más dinero no tiene aún buena fama, a pesar de los muchos esfuerzos de los poetas del oro, los actos que desencadena se enmascaran con el patriotismo, el racionalismo, la fraternidad y (la excusa para mí más repugnante) los buenos sentimientos.

La situación de Francia, con motines periódicos cada vez más violentos, de jóvenes de origen africano que rechazan la convivencia social, la nación y toda la mitología republicana del laicismo, la igualdad, el feminismo ¡y hasta el cambio climático!, es el fruto de una serie de decisiones tomadas por avaricia hace ya más de un siglo.

Argelinos antes que italianos

Los industriales de Marsella de principios del siglo XX se cansaron de las reivindicaciones laborales de sus obreros italianos y les pareció una excelente idea sustituirlos por trabajadores argelinos provenientes de la Cabilia, igual de blancos que ellos y, encima, sin ciudadanía propia. Traer del otro lado del Mediterráneo batallones de personas de otra religión y de otra civilización para explotarlos en las fábricas les pareció a esos avariciosos «un plan sin fisuras».

La Gran Guerra también contribuyó a introducir diversidad en la sociedad francesa. Una de las consecuencias de la revolución, de sus genocidios y de las guerras napoleónicas fue despojar a Francia de su condición de “China de Europa”, que pasó a Alemania. En 1900, los franceses eran 41 millones y los alemanes 54 millones. El Gobierno de la unión sagrada tuvo que recurrir a chinos y vietnamitas para cubrir los huecos en las fábricas y los campos, y a argelinos, marroquíes y senegaleses para colmar las trincheras. La decadencia demográfica de Francia se agravó con los 1,4 millones de muertos en la Primera Guerra Mundial. Como reconoció un político de la III República en los años de entreguerras, “la política exterior de Francia la dicta la demografía”.

Aunque volvió a encontrarse en el bando vencedor, el resultado de la Segunda Guerra Mundial fue mucho más humillante para Francia que letal para su población. Incluyendo las colonias (de nuevo, muchos africanos sirvieron de carne de cañón para la Republique) los muertos, tanto civiles como militares rondaron los 600.000. Charles de Gaulle expresó en un discurso en 1945 el imperativo de recuperar la natalidad: «Si constatamos que el pueblo francés no se multiplica, entonces Francia no podrá ser más que una gran luz que se apaga».

A partir de 1945, gracias al Plan Marshall, a la apertura de las relaciones comerciales en el área occidental, a una demografía creciente y a una energía barata, en Francia se vivieron los Trente Glorieuses. El PIB creció un 5,1% de media entre 1950 y 1973, mientras que entre 1913 y 1950 sólo lo hizo un escuálido 1,1%. Y la natalidad empezó a aumentar a partir de 1942; se mantuvo en 2,5 hijos por mujer hasta finales de los años 60. De la misma manera que el divorcio, aparte de ser escaso, estaba mal visto.

Los dos primeros presidentes de la V República, Charles de Gaulle (1958-1969) y Georges Pompidou (1969-1974) impulsaron un potente sector industrial, de carácter público y privado. Y para la construcción de viviendas y de infraestructuras, para las fábricas de automóviles, los astilleros y las siderurgias, se necesitaba mano de obra, y que tuviese las ventajas de ser abundante, barata y obediente. Las colonias eran una enorme reserva de recursos humanos. En 1954, vivían en Francia 210.000 argelinos, que en 1962, al final de la guerra de independencia de ese país, se habían doblado hasta los 436.000, a pesar del desprecio con que se les trataba (en octubre de 1961, la Policía realizó una matanza de docenas de ellos). Pero la economía pedía más: para las cadenas de montaje y, también, para impedir la subida de salarios y la reducción de beneficios.

El Estado se niega a deportar ilegales

Georges Pompidou, primer ministro de De Gaulle, declaró en la Asamblea (3 de septiembre de 1963) que «la inmigración es un medio para crear una cierta relajación en el mercado laboral y para resistir la presión social». Y Jean-Marcel Jeanneney, ministro de Trabajo, afirmó que «la inmigración ilegal en sí misma no es inútil, porque si nos atenemos a la estricta aplicación de las normas y acuerdos internacionales, es posible que nos falte mano de obra» (Les Echos, 28 de marzo de 1966). Uno de los empresarios que más veces reclamó extranjeros para sus empresas fue Francis Bouygues, que expresó en varias entrevistas su simpatía por estos trabajadores y pronunció la excusa más habitual de los partidarios de las cuadrillas transnacionales: «Ils viennent chez nous pour travailler» («vienen para trabajar»).

En virtud de esas ideas capitalistas, Francia fue a buscar trabajadores a varios países, fuesen antiguas colonias o vecinos europeos. Félix Mora reclutó entre 1960 y 1980 al menos a 80.000 marroquíes para que trabajasen en las minas de carbón del Paso de Calais y Alsacia. Por supuesto, con la autorización de las autoridades marroquíes, encantadas de enviar hombres al extranjero, a fin de que éstos se encargasen del mantenimiento de sus familias mediante las remesas de sus salarios.

Sin embargo, no a todos los gobernantes les parecía un buen negocio mandar población masculina a Francia. El primer ministro portugués Antonio Oliveira Salazar reclamó al Gobierno gaullista que retirase los ganchos de las empresas francesas, que estaban cribando el campo luso, y en 1963 pidió que expulsase de territorio francés a los portugueses sin permiso de residencia. Entre cumplir la petición de un Gobierno aliado o someterse a los intereses de los industriales franceses, París no dudó.

El 6 de abril de 1964 se celebró una reunión en la Secretaría General del Gobierno, bajo la presidencia de Michel Jobert, subdirector del gabinete del primer ministro Pompidou. Ante la necesidad imperiosa de mano de obra (barata, confiable y no sindicalizada), el 9 de abril el Ministerio del Interior envió una instrucción confidencial a los prefectos: no se expulsará a ningún portugués ni español que haya penetrado de manera irregular en Francia. Como herencia de ese tráfico humano consentido por el Estado, Francia tiene la tercera mayor comunidad portuguesa residente en el extranjero. Y es de destacar que ésta no causa los problemas de otros ‘nouveau français‘. ¿A qué se deberá?

A lo largo de la década de los 60, Francia recibió una oleada de franceses expulsados de Argelia (pied-noirs), acompañada de unos puñados de harkis y sus familias, los nativos argelinos leales a la Republique a los que De Gaulle abandonó a la venganza. Muchos de los que permanecieron en su país de origen fueron asesinados por el régimen del FLN.

Ni con marroquíes, portugueses, españoles, italianos, griegos, franceses repatriados y mujeres se satisfizo la demanda de las fábricas. Y París, olvidando los más de 10.000 franceses caídos en la guerra de independencia, pactó con la dictadura socialista argelina, aliada de la URSS, la aceptación de emigrantes.

Se legaliza el reagrupamiento familiar

La crisis debida al aumento de los precios del petróleo en 1973 provocó una detención de la inmigración, pero sólo por un brevísimo período. Los Bouygues y la patronal MEDEF reclamaban más jóvenes extranjeros. Y el Gobierno, con un presidente liberal, les complació. Valery Giscard d’Estaing, que en 1975 había legalizado el aborto, permitió el reagrupamiento familiar de los inmigrantes, medida que ha sido una puerta de entrada de la Francophonie a la metrópoli. Su primer ministro, encargado de aplicar ambas normas, fue Jacques Chirac, miembro del RPR, partido gaullista, y futuro presidente (1995-2007).

Por tanto, no fue la izquierda la que comenzó el Gran Reemplazo en Francia, sino la derecha: los gaullistas y los liberales. Y lo mismo ha ocurrido en otros países.

En España esa función correspondió a José María Aznar (PP), que modificó la ley de extranjería vigente y regularizó a cientos de miles de inmigrantes ilegales. Cuando llegó al Gobierno, según el padrón municipal, los africanos residentes superaban por poco los 200.000, de los que el 78% eran marroquíes. Al dejarlo, en 2004, superaban los 690.000 y los marroquíes eran el 72%. Desde entonces, ningún Gobierno español, sea del PP o del PSOE, ha frenado la inmigración. De Spanish Dream, similar al American Dream, habló uno de los creyentes en la diversidad. A finales de 2022, todos los residentes extranjeros, incluyendo jubilados británicos y alemanes, refugiados ucranianos o jóvenes paquistaníes y nigerianos, rondaban los 6,5 millones. Los marroquíes eran 850.000; también son marroquíes el mayor grupo de extranjeros que adquiere la nacionalidad española, según el INE: 55.463 en 2022, 42.000 en 2021 y 28.240 en 2020.

Y dentro de España, en la región de Cataluña, el Gran Reemplazo lo diseñó y lo empezó a aplicar un conservador clerical: Jordi Pujol. Como los catalanes de pura cepa no tienen hijos y puesto que a los hispanoamericanos “les cuesta entender la catalanidad”, Pujol y los catalanistas prefirieron traer marroquíes.

La izquierda descubre un nuevo electorado

En esos años, la izquierda tradicional todavía comprendía lo beneficiosa que era la inmigración para el capital y lo perjudicial que podía serlo para los trabajadores. Georges Marchais, secretario general del PCF, declaró en enero de 1981: «Hay que detener la inmigración oficial y la clandestina. Es inadmisible dejar entrar a nuevos trabajadores inmigrantes en Francia mientras nuestro país cuenta con cerca de dos millones de desempleados, franceses e inmigrantes».

Pero los obreros y los agricultores son especies en vías de extinción y la izquierda trata de sustituirlos en su electorado con inmigrantes. Jean-Luc Mélenchon (La Francia Insumisa) invoca la alianza entre sus militantes climáticos, oenegeros y rosas con la racaille, con la esperanza de que los jóvenes airados de las banlieues sean las tropas de choque que le lleven al Elíseo. Ejemplo de la degradación intelectual de la izquierda es que el PCF haya apoyado en dos ocasiones la candidatura a la jefatura del Estado de un antiguo empleado de la Banca Rothschild, Emmanuel Macron.

En los años 80, la inmigración extraeuropea y su integración fallida en la Republique se convirtieron en un tabú: quien mencionase sus consecuencias negativas pasaba a ser considerado de extrema derecha. Esa censura sin duda contribuyó a que el Frente Nacional fuese visto por muchos franceses como el único partido que hablaba de la realidad y, por tanto, al trasvase de antiguos votantes del PCF.

A partir de las revueltas de 2005, que encumbraron al ministro de Interior, Nicolás Sarkozy, luego presidente (2007-2012), ya no se pudo ocultar el enorme problema de orden público y de seguridad nacional que supone la población de los suburbios. Los españoles y británicos que en mayor de 2022 acudieron a la final de la Liga de Campeones entre el Real Madrid y el Liverpool en el barrio de Saint Dennis comprobaron en sus carnes la incapacidad del Estado francés para controlar su territorio.

En 2023 se han producido estos motines, mucho más graves en intensidad y en extensión que los de 2005, y encima los han protagonizado muchachos que no habían nacido en este último año. Es decir, la marginalidad y la violencia se heredan, a pesar de los cientos de millones de euros que los Gobiernos franceses dirigen a los suburbios.

De la avaricia a la creencia

Como ya anunció el rey Hassán II, hay millones de personas con nacionalidad francesa no se sentirán nunca franceses de nación debido a sus diferencias culturales y religiosas. Y, además, odian el régimen republicano y hasta la civilización europea, de los que, paradójicamente, viven. Muchos de ellos carecen de empleo. También practican una religión y tienen unas costumbres contrarias a las europeas. Pero la alucinación en la que vive la oligarquía europea (políticos, empresarios, sindicalistas, funcionarios,  académicos y periodistas) lleva a ésta a seguir fomentando la inmigración africana y asiática con la excusa de que vienen a pagar las pensiones o a desempeñar los empleos que los franceses o los españoles no quieren «porque están mal pagados».

¿Basta todavía el vicio de la avaricia para explicar esta testarudez en mantener una conducta fracasada y hasta peligrosa para la supervivencia de las naciones por parte de los poderosos y sus servidores? Da la impresión de que las fronteras abiertas y la multiculturalidad han ascendido a la condición de creencias resistentes a la realidad y a los deseos de los pueblos.

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