G.K. Chesterton y los rostros del capitalismo

No ser vasallos era, quizás, la gran lección del proyecto distributista, esa despreciada «quimera» de Chesterton y compañía

Usureros. Los dijo muy claro, pero quedó en la marginalidad o en el olvido. El distributismo de Chesterton, y de Belloc, era una mera ucronía, imposible de realizar, o mera filosofía de valores, poco aprovechable. Así lo señalan quienes no pueden soslayar, siempre, la doctrina político-social nacida entre un grupo de católicos ingleses, a contracorriente en ese Imperio británico depredador, que ponía en la diana a quienes, en realidad, dominaban oligárquicamente el libre mercado. Lo dicho, claro y bien claro: “lo característico del capitalismo y del mercantilismo, según su desarrollo reciente, es que en realidad predicaron la extensión de los negocios más que la preservación de las posesiones. En el mejor de los casos han tratado de adornar al carterista con algunas de las virtudes del pirata” (Outline of Sanity, 1927).

No eran simples hombres de negocios. Parecían, o lo eran, ladrones que controlaban el libre mercado desde el “monopolio” y, también, las elecciones desde el “partidismo”. Los conoció en las calles y en el parlamento de la Inglaterra de su época; seguramente el lector también los reconoce en los telediarios del día presente. Mintiendo y manipulando a la plebe, mediática y eugenésicamente, el progreso no era “un cuento de hadas”; más bien un “paraíso de plutócratas” donde, pese a esa fábula del desarrollo para todos, se trataba al “hombre común” como “basura”, donde se perdía buena parte de alma por el vil metal, y al que había que “golpear duro” para impedir que, manejando el poder público con la usura, se convirtiera en otra versión del socialismo. O a lo mejor, bajo la etiqueta “progresista”, ya se ha convertido. “Todo lo que en ella exista, tolerable o intolerable, tendrá un solo uso, y ese uso será lo que nuestros antepasados solían llamar usura. Su arte puede ser bueno o malo, pero será una propaganda para los usureros; su literatura puede ser buena o mala, pero atraerá el patrocinio de los usureros; su selección científica seleccionará según las necesidades de los usureros; su religión será lo suficientemente caritativa como para perdonar a los usureros; su sistema penal será lo suficientemente cruel como para aplastar a todos los críticos de los usureros: la verdad será la esclavitud y el título puede ser socialismo” (Utopia of Usurers and Other Essays, 1917).

Extrañados. No solo antisocialista, sino también anticapitalista. No, en sentido estricto, contra proteger al débil, en el primer caso, o contra comerciar entre iguales, en el segundo; sino frente los “gigantes” del Estado, y sus burócratas, o del Mercado, con sus máquinas, que destruían la verdadera libertad del humano. Por ello, tantos lectores habituados a sus geniales y virales aforismos, tan útiles para combatir de forma directa en el plano de las ideas, suelen confundirse ante esa propuesta “intermedia” (propia de la “época de la Política Social” estudiada por el profesor Jerónimo Molina) que puso, con poco éxito, el “programa galileo” frente al dinero y ante al poder, como solución al “problema obrero” o primera cuestión social.

León XIII (con Rerum Novarum) y Pio XI (con Quadragesimo anno) iniciaron el camino de la Política Social cristiana, tanto con propuestas corporativistas superadas como con modalidades del Welfare State o Estado del Bienestar (colaborando, por ejemplo, en la génesis de la soziale Marktwirtschaft alemana). Y entre las diferentes propuestas inspiradas en este magisterio, surgió la singular idea del distributismo, fundada en la ética cristiana, el principio de subsidiariedad, la propiedad extendida, el trabajo cooperativo, la descentralización organizativa, la primacía de lo local y las familias naturales y fuertes. Estas eran las claves de una pequeña propuesta para humanizar lo económico y lo político, en un modelo de reflexión que Hilaire Belloc denominó como “Estado Distributista”, bajo los símbolos de la cruz y del arado, y centrado en la “justicia económica”. Es decir: una fórmula entre el capitalismo extractivo y oligárquico, y el estatismo burocrático y alienante, que planteaba hacer del pobre y del rico pequeños propietarios, evitando que se secuestrara más la democracia por unos pocos, y protestando ante la tendencia hacia el “estado servil” del que muchos hablan hoy (y que su colega Belloc tan bellamente diseccionó, de regreso también hacia Roma) y del que Chesterton ya hablaba: “¿Qué vamos a hacer ahora? Para eso respondo, lo que debemos hacer ahora es impedir que las otras personas hagan lo que están haciendo ahora. La iniciativa está con el enemigo. Es él quien ya está haciendo las cosas, y las habrá hecho mucho antes de que podamos empezar a hacer nada, ya que tiene el dinero, la maquinaria, la mayoría más bien mecánica, y otras cosas que tenemos primero que ganar y luego usar. Casi ha completado una conquista monopolista, pero no del todo; y todavía puede verse obstaculizado y detenido. El mundo se ha despertado muy tarde, pero eso no es culpa nuestra”.

Anticapitalistas. Los hay o los habrá, aunque silenciados ante etiquetas comunistas o iliberales. Y Chesterton fue uno de ellos. Ahora bien, fue crítico no del sistema en general, sino de ese capitalismo extractivo tan habitual, o dominante, donde la propiedad estaba en realidad, y a su juicio, en muy pocas manos: en las de las elites plutocráticas o en las de las elites partitocráticas, que venían a ser las mismas a la hora de la verdad. No negaba emprender y vender, crear y comerciar, fabricar y ganar. Lo que rechazaba era la concentración excesiva de la propiedad en esas elites, que convertían a la persona en mero proletario aislado, simple pieza de un engranaje funcional que lo explotaba para beneficio de unos pocos, o carne de cañón al servicio de esa revolución donde también mandaban unos pocos. Y su propuesta no era original, no fue excesivamente elaborada, poco impacto tendría, pero era necesaria, histórica, eterna, humana: “el hábito universal de la humanidad ha sido producir y consumir como parte del mismo proceso; en gran medida conducido por las mismas personas en el mismo lugar” (The Well and the Shallows, 1935).

Ante los monopolios, propiedad para todos; ante la servidumbre, hombres dueños de su propio destino; ante el individualismo consumista, comunidades fundadas en el orden natural. Así era su anticapitalismo. No quería esclavos de aquellas máquinas que destruían el entorno, ni de las élites que controlaban la democracia; sino un Estado pequeño y un Mercado igual de pequeño, donde viviera dignamente el “hombre de verdad”, también tan pequeño en realidad, pese a ese falso endiosamiento que lo dejaba realmente solo ante el mundo. Chesterton lo tenía claro: “el reconocimiento de la familia como la unidad del Estado es el núcleo del Distributismo. La insistencia en la propiedad para proteger su libertad es la concha. Nosotros somos cristianos creemos que la familia tiene una sanción divina. Pero cualquier pagano razonable, si lo resolverá, descubrirá que la familia existió ante el Estado y tiene derechos previos; que el Estado existe sólo como una colección de familias, y que su única función es salvaguardar los derechos de todos y cada uno de ellos” (G.K.s Weekly, 1935).

Distributistas. McNabb, Chesterton y Belloc se arriesgaron con su propuesta, sabiendo el desprecio que conllevaría de capitalistas dominantes (y, además, anglicanos) y de socialistas emergentes (conocidos como fabianos). Pero intentaron hablar de una economía local y gremial, rural y católica, proponiendo la extensión de la propiedad, denunciando al capitalismo sin control y sin alma, llamando a tener mucho menos, defendiendo la ayuda a los más necesitados, soñando con patrias más tradicionales y cohesionadas y, sobre todo, con familias donde vivir y soñar: “un enemigo aún más feroz de la familia es la fábrica. Entre estas modernas cosas mecánicas, la antigua institución natural no está siendo reformada, modificada o incluso podada: está siendo destrozada. Y no está siendo destrozada en el sentido de una verdadera metáfora, como un ser vivo atrapado en el espantoso engranaje de una máquina” (G.K. Chesterton, The Superstition of Divorce, 1920).

Chesterton había sido socialista en su juventud, como reconocía en público ante el fabiano G.B. Shaw (en el Kingsway Hall de Londres); pero tras “volverse viejo y experimentado, y familiarizado con los hechos elementales de la vida humana” aprendió que era una propuesta simplemente utópica, y defectuosa, ya que proponía “cambiar los pecadores, pero no eliminar los pecados” y llevar la concentración de capital del “propietario capitalista” al “oficial estatal”. Así, con el Distributismo, pretendía “comenzar por el otro extremo”; primero, distribuyendo la organización económica y social, la propiedad entre los individuos y, segundo, descentralizando la organización política gubernamental en las diversas comunidades de pueblo y ciudad basadas en esas familias propietarias. Y también fue liberal, defensor de sus elites en las asambleas y en las corporaciones, por una idiosincrasia nacional de la que no podía sustraerse. Pero también cambió, llamando a las puertas del antiguo gremialismo, por esa decencia, imposible de apartar, ante la inmensa pobreza material y moral que magistralmente narró su admirado Charles Dickens en la industrialización deshumanizante, porque “la economía liberal, con demasiada frecuencia, significaba simplemente dar a los ya ricos la libertad de hacerse más ricos, y conceder, magníficamente, a los pobres el permiso para seguir siendo bastante más pobres que antes. Era mucho más seguro que el usurero fue liberado para practicar la usura que el campesino fue liberado de las prácticas del usurero” (The Common Man, 1950).

Católicos. Porque para sorpresa de muchos lectores, y entre ellos bastantes católicos, existe un Magisterio Social que habla de repartir, de proteger, de conciliar. Chesterton, ligándolo al gremialismo, lo utilizó para recuperar la dignidad de todo el hombre y de todos los hombres (Benedicto XVI dixit), en tiempos de anomía, de individualismo, de servidumbre. Era difícil (en la Inglaterra victoriana e imperialista) y parece complicado (donde todo pasa por el mito del éxito rápido y personal), pero Chesterton confiaba en volver hacia atrás, a esa doctrina a la que llegó siguiendo ese mapa eterno: “nueve de cada diez de lo que llamamos nuevas ideas son simplemente viejos errores. La Iglesia Católica tiene por uno de sus principales deberes impedir que la gente cometa esos viejos errores; de cometerlos una y otra vez para siempre, como la gente siempre lo hace si se deja a sí misma. La verdad sobre la actitud católica hacia la herejía, o como algunos dirían, hacia la libertad, puede expresarse mejor tal vez por la metáfora de un mapa. La Iglesia Católica lleva una especie de mapa de la mente que parece el mapa de un laberinto, pero que en realidad es una guía del laberinto. Se ha compilado a partir del conocimiento que, incluso considerado como conocimiento humano, está bastante sin paralelo humano” (Why I Am A Catholic, 1926).

Tres características, por lo menos, provee el programa galileo: humildad, actividad, alegría, la verdadera triada de virtudes cristianas”, escribía Chesterton. Y el pequeño e idealista distributismo creyó en ese programa, en esa tríada, a sabiendas de que su eco sería mínimo. Pero esta versión inglesa del Magisterio lo intentó ante esos “gigantes” todopoderosos. Fueron claramente inspirados por el agrarismo británico, por el Catholic Land Movement y Henry Edward Manning (The Dignity and Rights of Labour, 1887), y por el guildismo de Orage y Penty. La obra Que está mal en el mundo (1910) de Chesterton estableció el primer diagnóstico y en las páginas de New Age (1907-1908) y de The Eye-Witness (Cecil Chesterton, 1911) se lanzaron las ideas iniciales. Belloc puso nombre a la propuesta (distributism) en su texto El Estado Servil (1912), y el incipiente movimiento tuvo como medios de difusión The Cross and the Plough, Land for the People, The Distributist Review y G.K’s Weekly. Se organizaron, finalmente, en The Distributist League (1926), bajo la guía de Chesterton (con la referencia en su obra Esbozo de sensatez, 1927), propusieron experiencias locales como la pionera guilda de “St Joseph and St Dominic”, y Ensayo sobre la restauración de la propiedad del propio Belloc (1936) fue la culminación final de este camino, cuando en el Interbellum los unos y los otros llamaban a las armas y el amor, el amor cristiano, quedaba a un lado.

Normales. A ellos se dirigían los distributistas. A empresarios, artesanos, agricultores y familias que debían ser pequeños propietarios, soberanos en su real “espacio social dominado” (como analizó Ernst Fortshoff); a ese “hombre normal” que no solo viviría de un pan que ganaría con el sudor de su frente, sino que también necesitaba ser reconocido en su dimensión espiritual, trascendental como miembro de una comunidad así en la tierra como en el cielo. Por ello Chesterton defendía que “distributismo significa que cada hombre sea su propio amo” (The Purpose of the League, 1926).

Frente al consumismo e individualismo propagado por el sistema, el distributismo disentía a sabiendas de su pequeñez: producir con amor y por amor, consumir con responsabilidad y desde la humildad, de organizarse por y para la comunidad cercana. O lo que es lo mismo: recuperar esa economía de escala, humanizada, comunitaria, imperfecta, pero sostenible y cristiana. Lo dijo él, repetimos: empezar o terminar con tres acres y una vaca, aunque fuera en el poco fértil Reino Unido. No hablaba de progresismo ni de ecología, sino del sentido común de la tradición cristiana. Porque lo vio como tantos: el dominio imparable de la sociedad comercial y hedonista, donde el egoísmo, a su juicio, se convirtió en santo y seña de su identidad y que, paradójicamente, en vez de generar hombres libres fabricaba seres igualmente anodinos y separados, los unos de los otros. Y se rebeló contra ello, aunque en el peor país posible para ello. Así escribía Chesterton: “la escuela económica y ética que se autodenominó individualista amenazando al mundo con la más plana y más aburrida propagación del común. Los hombres, en lugar de ser ellos mismos, se pusieron a encontrar un yo: una especie de yo económico abstracto identificado con el interés propio… Tan lejos de permanecer realmente un yo separado, el hombre se convirtió en parte de una masa comunal de egoísmos” (Illustrated London News, 1928).

Actuales. El realismo político muestra que cada forma de gobierno o de estado responde a una época, es potencialmente mudable, y participa decisivamente de su contexto. Es decir, nacen, mueren o se transforman respondiendo a las necesidades o funciones colectivas propias de esa eterna “esencia de lo político” que estableció Julien Freund. Y lo mismo ocurre con las formas económicas y, por ello, con el capitalismo. No son eternas y ni siquiera son puras. Pasan por la historia y se mezclan más de lo advertido. Una máxima visible en el siglo XXI: en Oriente, una dictadura comunista encabeza el capitalismo comercial más brutal, a modo de la gran fábrica del mundo; y en Occidente, una democracia liberal prueba el proteccionismo soberanista más duro, en busca de mantener su primacía internacional. Y entre las líneas maestras de ambas grandes potencias, China y los EEUU, vuelven a la palestra economías sociales al servicio de los pueblos, de sus familias, de sus trabajadores, de esos “hombres normales” inseguros en sus barrios y cada vez más aislados de sus vecinos, con trabajos precarios y alienados con vicios por doquier, sin poder formar un hogar y sin el famoso ascensor social a su disposición, y ante plutocracias mundiales que destruían sus valores e identidades tradicionales, y en las que Mercados y Estados, en ocasiones, parecían más socios que adversarios. Ya lo señaló Chesterton: “hay menos diferencia de la que muchos suponen entre el sistema socialista ideal, en el que las grandes empresas están dirigidas por el Estado, y el actual sistema capitalista, en el que el Estado está dirigido por las grandes empresas. Están mucho más cerca el uno del otro que cualquiera de los dos es para mi propio ideal de dividir las grandes empresas en una multitud de pequeñas empresas” (Illustrated London News, 1928).

Es necesario repetirlo a estas alturas: los deseos a veces no se hacen realidad. Nada de lo humano dura para siempre ni es perfecto. Tampoco el capitalismo, pese a etiquetas inclusivas o progresistas para vender más o mejor. Tiene errores, fallos, límites, aunque parezca no tener aparente alternativa frontal. Los vemos en los que siguen sufriendo y en los que se quedan atrás. Chesterton los vio en la aceleración capitalista global que destruyó tantas tradiciones valiosas, nosotros los vemos en la postmodernidad globalizada que hace más difícil el ascensor social. Frente a lo que “estaba mal en el mundo”, producto de tanta basura y tanta usura, proponía esa radical idea distributista (obviamente para los capitalistas que controlaban lo económico y lo político) para pensar que se podía vivir y convivir con “tres acres y una vaca”, regresando a la tierra y al taller, a la fe y a la patria, a la familia y al hogar.

Soberanos. No ser vasallos, básicamente. Esa es, quizás, la gran lección del proyecto distributista, de esa despreciada “quimera” de Chesterton y compañía. Él también vio perder, ante las grandes máquinas y las inmensas fábricas, un mundo que adoraba: de artesanos y granjeros, de pequeños propietarios en el gremio y de pequeños hombres libres en su hogar. Small in beautiful, hizo popular hace décadas otro converso final al catolicismo, E.F. Schumacher, leyendo a esas guildas británicas que debían crearse para volver. E incluso para recuperar una auténtica democracia, posiblemente más orgánica, hecha a medida del “hombre común” y fuera de las manos de las oligarquías. Con un espacio social efectivo y real, donde volviera a tener voz escuchada y voto vinculante: “la modernidad no es democracia; la maquinaria no es democracia; la entrega de todo al comercio y al comercio no es democracia. El capitalismo no es democracia; y es cierto que, por tendencia y sabor, más bien contra la democracia. La plutocracia por definición no es democracia” (On Industrialism, 1932).

Todo es contingente, subrayamos: el dinero se acabaría o no se podía llevar a la tumba, y el poder cambiaria de manos incluso antes de cada generación. La supuesta “normalidad” moderna tendría fecha de caducidad, pero una “locura” histórica perduraría, aquí abajo y allá arriba. Porque, para Chesterton, sí había algo eterno. Ese animal extrañamente inusual y único llamado ser humano y dotado de una fe trascendental; esa criatura que, de la mano de Dios, busca su salvación a través de la historia, eternamente, ante sus yerros constantes y sus tropiezos recurrentes. Y también había algo perfecto: el mensaje de la Iglesia Católica, pese a lo imperfecto de tantos miembros pecadores dentro de ella, y a la encarnizada “guerra contra la naturaleza, contra el paisaje, contra los cielos” fuera de ella. Las formas políticas y económicas dominantes, en un tiempo y un lugar, pasarán, pero “nuestro hogar espiritual” no lo hará, y tendrá las puertas abiertas para todos que quieran regresar al lugar donde se comenzó el camino. Y, por ello, él nunca perdió la esperanza de una economía y de un capitalismo, o de alguna forma alternativa, al servicio pleno de todo ese hombre y de todos esos hombres, tan imperfectos como normales: “hay dos formas de llegar a casa: una de ellas es permanecer en ella, y la otra, es caminar a través de todo el mundo hasta que volvamos al mismo lugar. El hombre eterno está dirigido para aquellos que no han logrado llegar a casa de la primera forma, invitándoles a que se aproximen a casa de la segunda manera” (The Everlasting Man, 1925).

Quijotes. Siempre habrá locos en defensa de los más pobres (para hacerlos propietarios libres), de la familia como célula social básica (para hacernos verdaderamente felices), de la importancia de las comunidades naturales (para colaborar y no siempre competir) y de las patrias (para proteger y no para desunir). Y él lo fue, arriesgándose en una de las cunas de la Revolución Industrial y del capitalismo más desaforado, y sobre él escribió (con su escrito El Regreso de Don Quijote, de 1926, especie culmen de cierta etapa) en una especie de revolución contra el mundo moderno de supuestos majaderos apartados que, quizás, eran los verdaderos y necesarios cuerdos del mundo: “el único modo de hablar sobre el mal social es llegar de inmediato al ideal social. Todos nos damos cuenta de la locura nacional, pero ¿cuál es la cordura nacional?” (What’s Wrong with the World, 1910).

Todo cambia, en la morfología de lo económico y en lo político. Lo dice la historia y lo vemos con las nuevas tecnologías digitales y los emergentes fenómenos identitarios. Y en tiempos de “turbocapitalismo” una generación que lo creía todo seguro, asistirá a mutaciones del capitalismo (y de la democracia) donde ese “hombre normal” (menos endiosado y más comunitario) vuelva ser protagonista y, a lo mejor, pueda encontrar uno de esos mapas, como del que hablaba Chesterton, que guía en el regreso a modos de vivir y convivir más tradicionales, donde los usureros tengan en frente a naciones soberanas y a familias fuertes que no se rinden. Lo narrará la historia y ya lo vemos en este mundo posmoderno.

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