Es bien conocido aquel cuento del mercader de Bagdad que envía a su criado a hacer unas compras y al cabo de un rato este regresa, pálido y tembloroso, contándole que se ha encontrado a la Muerte. «Me miró con extrañeza», decía, «como si quisiera llevarse mi vida». El criado le ruega al mercader que le preste un caballo para huir hacia Ispahán, donde cree que estará a salvo. Este accede y a continuación decide ir él mismo al mercado. Allí se cruza también con la Parca, así que le pregunta por qué amenazó a su criado y ella le responde: «No fue una mirada de amenaza, sino de sorpresa, me extrañó encontrarlo aquí en Bagdad, ya que esta noche tengo una cita con él en Ispahán».
Resulta inevitable recordar esta historia en la encrucijada en la que el mundo se encuentra. Durante más de dos años hemos escuchado frecuentes comparaciones de la guerra de Ucrania con la Crisis de los Misiles de Cuba, alertando sobre el riesgo de una confrontación directa entre Estados Unidos y Rusia que desemboque en un holocausto nuclear. Trump ha prometido en cada mitin y entrevista que, si gana, desescalará el conflicto incluso antes de llegar formalmente a la presidencia, así que las encuestas igualadas, cuando no favorables a su victoria, nos permitían ingenuamente atisbar una lucecita al fondo del túnel… Sin haber previsto que el cierre de ese frente podría permitir a ambas potencias concentrar esfuerzos bélicos en el avispero proxy de Oriente Medio, donde además Irán —dicen quienes saben de estas cosas— sería muy pronto una potencia nuclear. Quizá nuestra cita con la Muerte no era en Kiev sino en una de sus ciudades (¿Ispahán, de nuevo?).
Sea como fuere, tal vez no haya forma de evitar que el mundo se vaya al guano, de manera que no nos queda otra que especular con un apocalipsis inaprensible para nuestra diminuta escala y experiencia cotidiana, centrada en comprarnos una freidora de aire o intentar que no se muera la planta que nos regalaron. No podremos salvarnos, pero al menos nuestras últimas palabras serán «esto se veía venir…», lo que siempre resulta satisfactorio decir.
En esta tarea de imaginar lo inimaginable, de iluminar con la lamparita de nuestro entendimiento un abismo lovecraftiano, ha tenido este año un notable éxito editorial en el ámbito estadounidense el libro Nuclear War: A Scenario de Annie Jacobsen. Para ello ha entrevistado a decenas de expertos y militares, lo que le lleva a concluir que el ejército estadounidense es el mejor del mundo, cómo no, y el problema podría venir de países con procedimientos más laxos en torno a sus sistemas de alerta y contraataque pues, recordemos, la doctrina nuclear se sustenta en su valor disuasorio y uso como último recurso defensivo frente a una amenaza existencial. Así, podría llegar a darse el caso de que ningún país quisiera iniciar un ataque, pero el intercambio atómico se produjera igualmente debido a un malentendido (¡como en 99 Luftballons!) al que en momentos de tensión como los actuales sea mucho más fácil sobrerreaccionar.
Ejemplos no han faltado. En los años 50, los radares de vigilancia interpretaron una bandada de cisnes como un grupo de cazas MiG en dirección a EE.UU. por el Polo Norte. En 1960 los ordenadores de un radar de Groenlandia confundieron a la luna ascendiendo sobre Noruega como un millar de misiles balísticos. Durante la mencionada Crisis de los Misiles de Cuba un submarino ruso estuvo a punto de lanzar su carga atómica al confundir los disparos de advertencia de un buque americano como un ataque en una guerra que ya habría comenzado. En 1979 un programa de simulación introducido por error en el sistema de monitorización del espacio aéreo NORAD hizo creer a los analistas en un ataque a gran escala de la URSS y en 1983, en el llamado «Incidente del equinoccio de otoño», otro error informático provocó una alarma similar, pero en sentido opuesto.
¿Por qué todos estos malentendidos son tan peligrosos? Porque la lógica diabólica de la guerra nuclear exige una respuesta inmediata, irreflexiva, sin tiempo para analizar los datos ni rectificar, puesto que un ataque, por la potencia de estas armas, puede descabezar a un país dejándolo sin capacidad de respuesta si esta no se ha producido antes de que las bombas enemigas impacten en el propio territorio. Hay una minúscula ventana de oportunidad que se da solo mientras los artefactos atómicos están aún en plena trayectoria, de manera que se establece por principio que el presidente de EE.UU. debe tener un máximo de 6 minutos para decidir cómo y dónde se contraataca.
De ahí que la autora del libro haya desgranado los capítulos minuto por minuto, relatando todo lo que ocurriría en cada uno desde el lanzamiento de un misil por un país enemigo hasta el impacto en el objetivo. El total estimado es de 26 minutos y 40 segundos… El problema es que ese cálculo se realizó en 1960 —entre las únicas dos potencias que los tenían— y la tecnología ha avanzado notablemente desde entonces, además de haberse extendido a otros países. Basta señalar, por ejemplo, que el misil Avangard, presentado por Rusia en 2019, puede alcanzar 27 veces la velocidad del sonido, unos 33.000 km/h. Mientras que los iraníes por su parte disponen de misiles Fattah que la superan 15 veces (Mach 15). Otra cuestión, además, son aquellos lanzados desde aviones o submarinos, que pueden situarse en las costas enemigas sin ser detectados. Un ataque tan fulminante que, por efectivo, podría resultar más tentador…
Todo lo anterior hace sospechar que los protocolos establecidos saltarían por los aires y la situación sería un sindiós, pero en cualquier caso nuestra autora se ha tomado mucho tiempo investigando y preguntando, así que no vamos a hacerle el feo. De acuerdo con su planteamiento, y tomando como hipotético desencadenante a Corea del Norte, el tiempo total desde el disparo hasta el impacto sería de unos 30 minutos para un ICBM (misil balístico intercontinental) lanzado desde su territorio. Pues bien, desde el mismo momento del lanzamiento la red de satélites artificiales SBIRS puede detectarlos y a partir de su trayectoria en el comité central del Pentágono estimar el lugar y momento del impacto. Este sistema de alerta temprana —los rusos tienen el Tundra, parecido aunque peor, nos explica Jacobsen— debe ser ratificado por radares en tierra que no podrán identificarlos hasta unos 8 minutos después, y cuya sede central, el NORAD antes citado, está en un búnker a 600 metros bajo el monte Cheyenne en Colorado. Podría resistir una explosión nuclear de hasta un megatón, lo cual, para que nos hagamos una idea, es mucho.
Desde ahí se transmite la información al STRATCOM, otro búnker, este en Nebraska, dónde se planifica la respuesta. Ahí hay una sala central con una pantalla como la de un cine con tres relojes electrónicos llamados Impacto Rojo (tiempo hasta que el ataque enemigo impacte en territorio de EE.UU.), Impacto Azul (tiempo hasta que la respuesta nuclear impacte en el enemigo) y Escape Seguro (tiempo hasta poder escapar del búnker). A mí todo esto me suena un poco peliculero, pero ella lo cuenta muy convencida y tampoco vamos a negárselo. Si ambos centros dan por válida la información entonces el secretario de Defensa transmite al presidente el mensaje «NORAD y STRATCOM han validado la evaluación» añadiendo datos sobre el ataque. Hay muchos procedimientos duplicados o redundantes, como estamos viendo, con el fin de evitar errores o rupturas en la cadena de mando ante un ataque repentino. Así mismo, hay una línea de sucesión por la que, si el presidente muere, ocupa el puesto el vicepresidente (que debe situarse en otro lugar geográficamente distante), luego el Portavoz del Congreso, luego los sucesivos secretarios, etc, con el fin de evitar un vacío de poder. Pero en todo caso salvar al presidente sería prioritario, por lo que se trasladaría de inmediato al Complejo de Montaña de Raven Rock, a unos 100 kilómetros de la Casa Blanca, un búnker diseñado por el ingeniero alemán que construyó el búnker de Hitler.
Mientras tanto, se transmite la información al cuartel Fort Belvoir en Virginia, sede del sistema de intercepción de los misiles balísticos que dispone de un total de 44 misiles destinados a estrellarse contra los misiles enemigos. «Como detener una bala disparando otra bala» dice uno de los militares entrevistados, refiriéndose a que un misil balístico convencional llega a alcanzar una velocidad de 14.000 k/h así que acertarle en pleno vuelo es ciertamente complicado (la efectividad en cada prueba apenas supera el 50%). Teniendo en cuenta que Rusia tiene 1.674 armas nucleares y China más de 500, esos 44 proyectiles como escopetas de feria serían escasamente útiles en un enfrentamiento contra ellos…
Llegado este momento solo queda la represalia contra el agresor, para la que se recurriría a la triada nuclear: los 400 misiles ICBM repartidos en silos por la zona interior del país, los submarinos y los bombarderos, particularmente los B-2 invisibles al radar. A eso hay que añadir la activación del artículo 5 de la OTAN y el centenar de misiles nucleares tácticos que tiene repartido Estados Unidos entre sus bases europeas. En el caso hipotético de un ataque norcoreano planteado por la autora, la respuesta adecuada para «restaurar la disuasión» según la terminología militar, nos dice que requeriría lanzar unas 82 cabezas nucleares contra todo su territorio. Lo que en la práctica supone hacer desaparecer al país, teniendo en cuenta que cada una de ellas es decenas de veces más potente que las de Hiroshima y Nagasaki. Ahora bien, esos misiles requerirían sobrevolar el territorio ruso, lo que haría muy probable una respuesta a gran escala de Rusia contra EE.UU. y sus aliados pues, recordemos una vez más, todo esto ocurriría en cuestión de minutos y no reaccionar de inmediato equivale a quedarse indefenso.
De forma que una guerra nuclear de alcance regional será inevitable que termine volviéndose global, con buen parte de la humanidad acudiendo puntualmente a su cita con la Muerte, mientras que, como auguró Kruschev, «los supervivientes envidiarán a los muertos».