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Hablemos de bulos y manipulación

La obsesión con las fake news ¿revela una amenaza real a las democracias occidentales o sólo la emergencia de historias alternativas?

No son pocos los expertos que afirman que los bulos y las fake news son la principal amenaza para las democracias occidentales. Las nuevas mentiras, nos dicen, inoculan odio en la gente, y le llevan a pensar cosas inadecuadas sobre la realidad que, a la postre, le conducen a votar mal. O sea, a la malvada ‘extrema derecha’. Porque, según esta idea, las personas están inermes ante relatos falsos que agitan sus bajas pasiones y sacan al exterior lo peor de sí mismos. Los ciudadanos intoxicados por los bulos se nos presentan, de este modo, como ciudadanos de segunda, como esos deplorables a los que aludía Hillary Clinton. Son inferiores porque se dejan engañar (no como los otros que deciden con plena autonomía y conciencia, al parecer) pero también lo son porque se dejan llevar por “el odio”, la nueva frontera que separa a civilizados y salvajes. De modo que haremos bien en considerar los votos de esos ciudadanos como votos de segunda, pues no son el resultado del proceso deliberativo ideal que se supone alimenta nuestras democracias, sino votos viscerales, equivocados. Huelga decir que no es así, pero antes de avanzar será bueno recordar algunas cosas.

Hay que dejar claro que no vamos a defender aquí a la mentira. Muy al contrario, lo que nos guía es justamente el afán por desentrañar algunos de los engaños que nos rodean, en beneficio de la verdad. Pero no podemos ignorar que vivimos rodeados de falsedades de distinta naturaleza y magnitud, de modo que una de las labores a realizar será justamente distinguir entre sus distintos tipos. 

Sólo a modo de ejemplo, los bulos son menos bulos si alimentan a los partidos tradicionales o si los promueven ellos; en esos casos son bulos de segundo nivel, diríamos, con menores dosis de peligro y de toxicidad. Estos no son una amenaza para las democracias sino, en todo caso, un defectillo. Con estos bulos las democracias pueden vivir: los malos son los otros, los que llevan a pensar y votar diferente.

Hay que recordar que la preocupación por las fake news surge a raíz de la inesperada victoria electoral de Donald Trump, a finales de 2016, pese a tener en contra a todos los grandes medios informativos y a las principales cadenas de televisión. Era un escenario que no parecía posible, y las fake news aparecieron entonces como la explicación: la gente había votado mal porque se había creído las mentiras que le habían llegado a través de las redes sociales e internet, en vez de los análisis de los grandes media que le habían explicado a conciencia por qué no debía votar al ridículo candidato republicano. Dado que Trump era una amenaza para la democracia, los bulos aparecían como los grandes culpables del fatal desaguisado.

El problema es que algo no terminaba de encajar, porque ninguno de los bulos o de las exageraciones o tergiversaciones del republicano era ni remotamente comparable con los ataques que recibiría tras su elección. Los medios serios y rigurosos, esos en los que los ciudadanos debían confiar, compararon a Trump con Hitler, aseguraron que la paz mundial estaba en peligro, que la vida de las mujeres estaba amenazada y que el mundo estaba poco menos que a punto de estallar. Estas y otras exageraciones manifiestas —que la realidad se encargó de desmentir— no adquirirían, sin embargo, el estatus de amenaza para la democracia, ni deberían ser consideradas fuentes de odio, sino tan sólo expresiones legítimas de lucha contra el malvado monstruo.

Lógicamente los votantes de Donald Trump no se tomaron en serio estas petulantes advertencias sobre el fin del mundo. Y destinatarios como eran de un furibundo odio político destinado a desautorizarles e incluso a destruirles, no concedieron ningún crédito a quienes les criticaban a ellos por ‘odiar’. Hay que aclarar que también en materia de odios hay clases. Criticar la inmigración ilegal expresa un discurso de odio intolerable, pero descalificar al rival como fascista es un odio legítimo que, según parece, no daña a nadie ni deteriora el alma.

A partir del momento Trump, el bulo se ha convertido en un recurso comodín para justificarlo todo. Si el expresidente norteamericano gana el debate con Biden, fue porque no paró de decir mentiras que el senil mandatario actual no supo desmentir. La misma fórmula se importó a España también para justificar la sonora derrota de Pedro Sánchez en su debate con Alberto Núñez Feijoo. El candidato del PP venció porque no hizo otra cosa que mentir, según el mantra oficial de la maquinaria mediática progubernamental. Una maquinaria que dio entonces muestra de su extraordinario desparpajo porque hay que tener un rostro de titanio para presentar a Sánchez como el hombre de la verdad. Tanto en un caso como en otro, cuando los medios se decidían a explicar qué bulos tan graves habían podido intoxicar las mentes ciudadanas, lo que aparecían eran cuestiones muy menores, desde luego incapaces de generar los efectos que se les atribuían, y que en ningún caso estaban a la altura del mito de las fake news. La apelación a los bulos se ha convertido en un bulo en sí mismo. Con inestimables aportaciones españolas, como la ‘máquina del fango’ de Pedro Sánchez.

Lo hemos vuelto a ver en el caso de las protestas desatadas en Gran Bretaña como consecuencia de una serie de apuñalamientos que provocaron la muerte de tres niñas de corta edad, amén de otros heridos. Inicialmente las redes sociales atribuyeron la autoría a un inmigrante ilegal solicitante de asilo, pero enseguida el Gobierno aclaró que el autor era un joven británico, hijo de un matrimonio ruandés que había recibido asilo. La discrepancia entre las primeras versiones y la realidad alimentó una insólita narrativa oficial, de los medios serios, para entendernos, según la cual las protestas habrían sido alentadas por el engaño. Y es que, según se indicaba en un reciente análisis de El País, es obvio que si el autor de los crímenes es un hijo de refugiados ruandeses el asunto no tiene nada que ver con la migración. Cuando los que se dicen paladines de la verdad y del rigor afirman estas cosas se caen rápidamente muchas máscaras.

Dado que nos movemos entre mentiras se impone calibrar cuáles son las peores. Y en este sentido hay que decir que, al margen de lo que se opine de las protestas, que el asesinato se relacione con las tensiones raciales provocadas por la multiculturalidad está plenamente justificado a tenor de la autoría, mientras que afirmar lo contrario resulta no sólo incomprensible, sino de una arrogancia banal.

En el caso de las fake news, además, no son pocas las ocasiones en las que los desmentidos están más lejos de la realidad que las afirmaciones originales. Lo que no impide que los que actúan así se sienten miembros destacados de la cofradía de la superioridad moral.

Hay que dejar claro que las apelaciones a los bulos y las fake news forman parte de un conjunto de recursos retóricos para controlar el debate democrático, limitando el terreno de juego de lo que puede decirse o pensarse, en favor de las ideas dominantes del momento. Lógicamente, cuanto menos sistémicas y más disidentes son las ideas en cuestión, más deslegitimación reciben.

En contra de lo que una mente biempensante pudiera creer, de la existencia de los ataques, y de su virulencia, no cabe deducir que las ideas sean erróneas —o, como mínimo, no más erróneas que otras que se defienden con normalidad— sino sólo que son incómodas. Quizás porque ponen en peligro algo que se había considerado territorio conquistado, y que vuelve a entrar en disputa. O porque evidencian la inesperada fragilidad de los propios argumentos.  Una fragilidad que intenta taparse con un castillo de naipes de clichés argumentales.

Clichés retóricos y estrategias discursivas, porque el lenguaje tanto puede servir para comunicarse como para bloquear el entendimiento, torpedeando el debate y la normal capacidad deliberativa de las democracias. Un buen ejemplo es el uso de un lenguaje político excluyente y censor mediante el uso de ‘palabras policía’ como machismo, xenofobia, homofobia, y otras similares. Palabras con un abanico de significación tan extenso que lo mismo valen para un roto que para un descosido. Pero eso sí, como van cargadas con el plutonio de la condena y del rechazo social son ideales para reducir los debates políticos a un pin pan pum que esterilice la discusión.

Las ‘palabras policía’ niegan que exista nada que discutir y sitúan las posiciones de los demás en el terreno de la tara mental, la fobia o el trastorno. Los que piensan distinto están enfermos, porque no hay nada distinto que pensar sobre asuntos en los que los debates, al parecer, están cerrados. Y lo están, aunque una parte significativa de la población no lo crea así. Y lo están incluso si existen excelentes argumentos en contra de las posiciones oficiales. Pero debe ser extraordinariamente gratificante poder clausurar cualquier discusión tachando al rival de homófobo, xenófobo o machista, en vez de molestarse en rebatir sus razones. Es la lógica antifascista, ya saben: el fascismo no se discute, el fascismo se combate. Y como ya todo el mundo es fascista —pues fascismo es un término que puede aplicarse ya a casi cualquiera— la discusión democrática se vuelve innecesaria y es sustituida por una mera lucha de poder y de afirmación moral.

Es curioso que sean tan pocos los teóricos dispuestos a admitir que este tipo de lacras —otra sería la cultura de la cancelación— pongan en peligro las democracias occidentales, pese a afectar directamente al centro de su naturaleza deliberativa. Y, por tanto, al núcleo de su legitimación y del modo de articular el sistema de contrapoderes. Es preocupante que aceptemos con normalidad las estrategias para estrechar el terreno de debate y ampliar el abanico de opiniones inaceptables. Todas estas cuestiones están en el centro de las manipulaciones verdaderamente importantes que padecen los ciudadanos, las que condicionan su forma de mirar y de pensar el mundo, las que les impiden contemplar más variedad de opciones que las que ofrecen los medios informativos institucionalizados. Pero esto no amenaza la democracia. El problema, ya saben, son los bulos.

Hay que agradecer a Pedro Sánchez que el bulo del bulo haya caído en el descrédito más absoluto a raíz de su uso y abuso por parte del Gobierno. La máquina del fango socialista sin duda ha contribuido a deslegitimarlo todo, incluida esa mentirosa certeza en torno a las noticias falsas. Gracias a Sánchez, hoy la mayoría ya ha entendido la verdad de fondo de esta cuestión: tachar una información de bulo no implica que sea falsa, sino tan sólo que es incómoda para el poder. Puede que alguna, en efecto, sea mentira, pero ya sabemos que ese no es el criterio fundamental para proceder a la descalificación. Estamos en una guerra en la que la verdad de fondo importa poco y lo único que cuenta es el poder para convencer, para imponer y para someter.

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