En las últimas horas, el magnicidio más famoso del siglo XX, con permiso del archiduque Francisco Fernando y Gavrilo Princip, ha vuelto a convertirse en material de actualidad después de que el recién electo Donald Trump haya hecho efectiva una desclasificación masiva documentos al tiroteo ocurrido el viernes 22 de noviembre de 1963 en Dallas.
El asesinato de John Fitzgerald Kennedy es el punto cero de cualquier teoría de la conspiración: el propio término «conspiranoico», hoy tan en boga, fue acuñado por la prensa oficial en las semanas posteriores al atentado con el objetivo de desprestigiar y estigmatizar a todos aquellos que no compraran la autoría exclusiva de Lee Harvey Oswald, el mismo chivo expiatorio que sería asesinado apenas 48 horas después de la muerte de JFK a manos de un mafioso local, Jack Ruby. Y, a diferencia de lo ocurrido con Kennedy, este segundo asesinato sí que sería televisado en directo a lo largo y ancho del mund0.
Lo primero que hay que señalar sobre este magnicidio es que Lee Harvey Oswald era parte de una trama mayor en la que él fue utilizado sin conocimiento de causa para encubrir a los verdaderos tiradores. La primera razón para constatar este dato es la dirección de las balas (delantera, no trasera), que podemos observar con claridad en la célebre grabación del farmacéutico (y masón) Abraham Zapruder, que sería publicada casi una década después de su filmación original.
Si este hecho fue ocultado, junto con otras flagrantes evidencias, por medio de una delirante versión oficial que incluye toda una «bala mágica» es porque lo ocurrido en Dallas, junto con las muertes de, respectivamente, Martin Luther King y Robert Kennedy en 1968, supone todo un Golpe de Estado por parte del Complejo-Militar-Industrial-Armamentístico en una época de la Historia norteamericana protagonizada por la Guerra de Vietnam.
Es altamente improbable que las revelaciones facilitadas por la Administración Trump vayan a suponer un cambio relevante en lo que sabemos del magnicidio: su padre, el ingeniero John G. Trump, fue un estrecho colaborador de la Sociedad John Birch, un influyente grupo de extrema derecha cuyo núcleo duro estaba formado por militares cercanos al Douglas MacArthur, uno de los arquitectos del Deep State tal y como lo conocemos. En otras palabras: el padre de Trump trabajó mano a mano con algunos de los tipos que telefonearon desde el Pentágono para dar la orden definitiva aquel viernes 22 de noviembre. Pero a eso ya llegaremos.
El 22 de noviembre de 1963 a las 12:30 horas, algo falló en el plan: un hombre quedó fuera de control durante prácticamente una hora y media. Con toda probabilidad debía haber sido ejecutado instantes después de la muerte del Presidente; en lugar de eso, desapareció y, finalmente, acabó siendo detenido por varios agentes de policía, entre los que se encontraba el agente Nick Mcdonald, en una sala de cine de renombre, el Teatro Texas de Dallas.
Su nombre era Lee Harvey Oswald y había sido un soldado brillante del ejército norteamericano. Cruzó la puerta de la comisaría con el puño cerrado en alto. Durante las siguientes horas fue interrogado sin la presencia de su abogado y sin que nadie dejara constancia del contenido de dichas conversaciones. En sus breves apariciones públicas de esos dos días, entre traslados y comparecencias, dejó varias declaraciones impactantes: «yo no he matado a nadie», «necesito representación legal» o «sólo soy un cabeza de turco».
Apenas unas horas después de su detención, tras esos casi 90 minutos de libertad en los que reinó el caos entre los planes de los traidores, ocurrió lo peor el 24 de noviembre de 1963, cuando Oswald, un joven de 24 años, era tiroteado delante de las cámaras de televisión que llevaron las imágenes de su asesinato en directo a todo el mundo. Jamás se había emitido algo semejante; y nada volvería a ser igual después en el imaginario popular. Cuando el 11 de septiembre de 2001 millones de personas miraron en el televisor la destrucción del World Trade Center solo hacían que reafirmar una era que había empezado años atrás con Oswald: el tiempo del Simulacro. Aquel momento era la pérdida de la inocencia de Occidente y la llegada de un complejo militar-tecnocientífico-industrial al poder. Y la tecnocracia protagonizada por Elon Musk es la última etapa de ese proceso.
Desde que el Fiscal del Distrito Jim Garrison investigara a Clay Shaw (también conocido como Clay Bertrand) a finales de los años 60, sabemos quién y por qué mató a Kennedy; no hay lugar a los reparos o las dudas, a pesar de la persecución al que se empeña en volver al magnicidio más célebre del Mundo Moderno: tenemos los nombres, las fallas de la versión oficial y las motivaciones evidentes; aunque todavía no sepamos quién era Oswald y qué hacía en Dallas aquel día: los interrogantes son casi totales y todo documento oficial al respecto lleva décadas destruido. También sabemos que los mismos que organizaron el magnicidio el 22/11/63 replicaron, con técnicas muy similares y por motivos totalmente afines, la operación en otros célebres y determinantes trabajos posteriores.
Las pruebas balísticas que analizaron las supuestas huellas de Oswald en el rifle (tomadas con toda probabilidad tras su muerte), la procedencia (dudosa) y utilidad del mismo (ídem) o la hipotética trayectoria de las balas (imposible) evidencian, junto la gran cantidad de testimonios recabados —aunque muchos de los testigos fueron intimidados o asesinados, como por ejemplo María Stults Sherman, en los meses y años posteriores al magnicidio—, las irregularidades en la versión oficial que inculpa a Lee como autor del crimen en solitario.
Que ese disparo pudiera hacerlo Oswald con esa arma en concreto y desde el Texas School Book Depository es algo que hoy en día resulta mucho más que cuestionable; más inverosímil aún, si cabe, nos parece el hecho de que, en la hora antes referida donde Oswald estuvo fuera de control, se dedicara a matar al policía de servicio J.D. Tippit, situado a una gran distancia de su ubicación real, entonces corroborada por un taxista que le llevó en su coche como pasajero –posteriormente dicho testigo fue “eliminado”, como tantos otros en los años posteriores, en un accidente plagado de irregularidades. Fueron más de cuatro disparos, los del magnicidio, porque había más de tres tiradores, en un fuego cruzado perfecto, y ninguno de ellos era LHO.
Oswald se crio en un orfanato y, a la edad de 17 años, ingresó en las Fuerzas Armadas con un expediente brillante en casi todas las categorías, menos la de tiro. En calidad de marine fue destinado a la base aérea de Atsugi, en Japón, donde acabó empleado en un puesto de técnico de radares, desde donde se realizaban acciones de espionaje a Rusia bajo el marco del Programa de vuelo U-2 de la Oficina de Inteligencia Naval (ONI). Más tarde, durante su estancia de seis días en México en el año de 1963, Oswald trabajó a las órdenes del “fontanero” E. Howard Hunt, agente de la CIA que posteriormente estaría a cargo del Escándalo Watergate, como ya lo había estado de la Operación Bahía de Cochinos (1961).
Años después, en 1972, la propia mujer de Hunt, la también agente de la CIA Dorothy Hunt, moriría en un extraño accidente aéreo, supuestamente por pretender revelar la verdad de Dallas a la prensa, ante las presiones desencadenadas por las investigaciones realizadas por Bob Woodward para The Washington Post. En su lecho de muerte, Hunt reconoció su participación en el evento junto con otros agentes cuyos nombres podemos afirmar hoy casi sin miedo al error: Jean René Souetre, Frank Sturgis, Michel Mertz, Malcolm Wallace, David Sánchez Morales, Lucien Sarti, Roy Hargraves, Felipe Vidal Santiago, Loran Eugene Hall y David Ferrie.
Precisamente fue con el piloto David Ferrie, más tarde “suicidado” en 1967, con quien Oswald había trabajado entrenando a soldados cubanos para la Operación Bahía de Cochinos (desaprovechada “por culpa” de Kennedy) y tantas otras similares realizadas o por realizar en el marco de la Operación Northwoods ideada por el militar Edward Lansdale de la CIA. La actividad supuestamente pro-castrista de Oswald, con toda probabilidad una tapadera, llegó a un punto máximo en 1959, cuando se trasladó a la URSS y abandonó su nacionalidad estadounidense, tras pasar un breve período de ingreso en un hospital psiquiátrico, para casarse con una rusa llamada Marina.
A pesar de estar acusado como traidor, Oswald, que había aprendido ruso durante su estancia en la marina, pudo regresar sin problema a los EEUU, y ni siquiera fue interrogado por la CIA, como mandaba el protocolo entonces vigente para casos similares. Para entonces ya había sido expulsado con deshonor y por propia voluntad de su carrera militar. Años después, tras permanecer mucho tiempo convencida de la versión oficial, Marina Oswald declararía: «Mi marido era inocente, aquello fue un auténtico golpe de estado». Un golpe de estado mundial perpetrado por un Imperio de ambición global.
A la vista de todo lo anterior y de lo que añadiremos en la continuación de este artículo, estoy dispuesto a debatir con cualquiera acerca de la supuesta autoría de Oswald en el magnicidio. Las fallas de la versión oficial se hicieron evidentes en las horas posteriores al asesinato, pero nadie quiso atender a ellas, también en nuestros días. Ya en 1967 y bajo el pseudónimo de James Hepburn, un grupo de agentes del servicio secreto francés, leales hombres en estrecha colaboración con Charles De Gaulle, remitieron un libro, a nombre de Hervé Lamarr, con el título de Arde América (Farewell America), al agente del FBI Bill Turner donde se desglosaban con enorme precisión y alto grado de exactitud los detalles generales de la conspiración. A lo largo de dos años, el libro fue traducido a numerosas lenguas, como el alemán, el italiano o el español, obteniendo un elevado número de ventas. A pesar de ello, la versión oficial establecida por la Comisión Warren, ha seguido siendo la predominante hasta nuestros días.