Hitos del cine taurino

De «Yo he visto la muerte» a «Tardes de soledad», revisamos algunas de las películas que mejor han reflejado las luces y sombras del arte de matar toros

En el principio, fue una pantalla, y en la pantalla había un toro. Mi abuelo materno, don Sebastián Caro Hidalgo, era un militar sevillano afincado en Galicia, pero conservaba filias tan andaluzas como el gazpacho, el flamenco o la tauromaquia. Y como en Ferrol no había toros, él los veía en la tele, de sobremesa, mientras fumaba un puro eterno y ritual.

Entretanto, servidor guardaba silencio. Como niño que era, todavía no entendía gran cosa, pero intuía que aquello que ocurría en el viejo televisor en blanco y negro era sagrado. Pasaron muchos años hasta que fui por vez primera a los toros. No fue una gran corrida, pero supuso un auténtico bautismo de sangre que rompió mis esquemas espirituales.

Comprendí que, por buenas que sean, ni una retransmisión ni una película taurina estarán nunca a la altura de ver una corrida en plena plaza. La cámara filtra la realidad, le quita hierro. Y, sin embargo, la puesta en escena de la tauromaquia ha fascinado a infinidad de cineastas desde que, en 1898, Louis Lumiére filmara un encierro de toros, en la primera película conocida sobre España.

A continuación, aprovechando que la Fiesta ha vuelto a la cartelera, recordaremos algunas cumbres de la tauromaquia cinematográfica. En nuestra breve selección, obedecemos a un criterio puramente subjetivo y centrado en películas donde se torea de verdad. Va por ustedes.

Yo he visto la muerte (José María Forqué, 1967)

«A la Fiesta si se le quita el peligro se convierte en una pantomima o en un fraude», dijo el guionista y director de cine Jaime de Armiñán. Había heredado la taurofilia de su padre, don Luis de Armiñan, autor de Vida y novela de un matador de toros, un libro centrado en la figura de Antonio Mejías Rapela, El Papa Negro. En cuanto fue mayor, Jaime toreó algunas vaquillas y se empeñó en llevar su afición al cine. No es raro que dos de sus primeros guiones fueran La becerrada (José María Forqué, 1963), sobre un asilo de ancianos que organiza una corrida, y Yo he visto la muerte, que merece punto y aparte.

Estamos hablando de un drama documental dividido en cuatro episodios, cada uno de los cuales está protagonizado por un torero que cuenta una historia verdadera. Está el rejoneador de reses bravas Álvaro Domecq Romero, que recuerda los últimos días de Espléndida, la noble yegua que acompañó a su padre durante años, y el torero Andrés Vázquez, que relata cómo vio caer en las plazas de los pueblos a un sinfín de jóvenes maletillas. Acto seguido, el épico testimonio de Luis Miguel Dominguín, que estaba con Manolete el día que encontró la muerte y describe su multitudinario entierro como «una manifestación de amor al semidiós, al héroe popular, al maestro».

Pero el capítulo más revelador de la película es, sin duda, el dedicado al Papa Negro, torero ascético y cabal que inventó el pase de la muerte, que, como bien explica el académico José María de Cossío, se da «cuando el toro viene arrancado y no se corren las manos, sino simplemente se levantan verticalmente y pasa la res bajo el engaño sin más mando que la dirección de su viaje». En la cinta se recrea la grave cornada que sufrió el Papa Negro en las Ventas, su proceso de recuperación y su fría revancha: una vez curado, volvió a la misma plaza y, repitiendo traje y muletazo, mató a un toro de la misma ganadería que el que lo corneó tan gravemente. Tras cortar las orejas, el Papa Negro sentenció: «Ahora estoy naciendo, ahora siento que la sangre corre por mis venas, que de nuevo soy yo. He vencido al miedo: ya vuelvo a ser torero».

Torero (Carlos Velo, 1956)

Decía Juan Belmonte, matador de toros, que «el día que se torea crece más la barba. Es, sencillamente, el miedo». Y de eso va, precisamente, Torero. Su autor, el biólogo Carlos Velo, era un gallego de Orense que se inició en el cine gracias a Buñuel, pues fue el encargado de suministrarle al genio baturro las hormigas rojas que necesitaba para Un perro andaluz. Fascinado con las cámaras, decidió hacer sus propias películas.

Exiliado en México durante la guerra civil, Velo rodó, entre otras cosas, una magnífica adaptación de la novela Pedro Páramo, y Torero, un documental biográfico donde el matador mexicano Luis Procuna, El berrendito de San Juan, se interpreta a sí mismo. En la que es considerada por muchos críticos como la mejor película taurina de todos los tiempos, Procuna se desnuda ante la cámara, filosofando sobre la naturaleza del miedo mientras viaja hacia a la plaza de toros. Como todo aquel que se enfrenta a la muerte, Procuna ve cómo toda su vida pasa ante sus ojos. Recuerda una espectacular faena, magistralmente filmada por Velo a pie de arena, donde acabó dando la vuelta al ruedo, y narra: «Bajé la cabeza para ocultar la emoción, ya no me importaba el dinero, había conquistado al gran enemigo, el público. Valía la pena ser torero tan sólo por escuchar aquella ovación». Sin embargo, en su siguiente corrida, atenazado por el pánico, Procuna recibió una cornada que lo envió al quirófano. Por eso, ante la inminencia de otra corrida, el torero se estremece.

En esta película, el respetable se presenta como una bestia parda aún más temible que el toro. Un público todavía popular, deslenguado y cruel, capaz de los más humillantes abucheos—¡Arrímate! ¡Déjate de payasadas y torea! ¡Fuera! ¡Mejor lárgate a tu casa! — pero también del mayor de los elogios, que se resume en una sola exclamación: ¡Olé! La película nos presenta a un torero diestro, pero con demasiado apego a la vida.

Tras salir a hombros en la mejor faena de su carrera, Procuna se reúne con su familia y, mientras abraza a su esposa, escuchamos su sombrío pensamiento: «Ya estoy en casa, pero el próximo domingo…». El destino, siempre tan burlón, ridiculizó sus miedos matándolo tarde y mal: a los 72 años, en un accidente de avión.

Tarde de toros (Ladislao Vadja, 1956)

Aunque era húngaro de nacimiento, Ladislao Vadja dirigió algunas de las mejores películas de la historia del cine español. Entre ellas, el western a la andaluza Carne de horca (1953), el thriller pata negra El cebo (1958), el celebérrimo drama religioso Marcelino, pan y vino (1955) y varias cintas taurinas, como Mi tío Jacinto o la que ahora nos ocupa.

Tarde de toros nos ofrece un puñado de historias de amor y muerte, que transcurren de forma paralela en la plaza de las Ventas y resumen en poco más de una hora la esencia y el código de honor de la tauromaquia. Están interpretadas por actores como Jesús Tordesillas, María Asquerino o Marisa Prado, amén de unos cuantos toreros de verdad. Domingo Ortega es un matador veterano que enfila su decadencia, vive de recuerdos y no se fía ni de su sombra. Antonio Bienvenida encarna a un torero despistado que sufre una cogida tras enterarse de que espera un hijo. Y Enrique Vera interpreta a un matador sombrío que aún lidia con sus inseguridades, tanto ante los toros como ante las mujeres. Finalmente, Jorge Vico se mete en la piel de un espontáneo que salta al ruedo y sufre una herida mortal.

Además de los ya citados intérpretes, brillan en esta cinta secundarios como Pepe Isbert, Manolo Morán o Xan das Bolas, y la participación del inolvidable humorista Luis Sánchez Pollack ‘Tip’, que aparece todavía integrado en el dúo Tip y Top junto a Joaquín Portillo. Estos secundarios ponen notas humorísticas que, unidas al drama táurico, convierten la cinta en una tragicomedia excepcional.

En su día, la película fue vista como un prodigio, puesto que se filmó en Technicolor, con unos vertiginosos contrapicados de la plaza y unas sangrientas tomas que parecen captadas desde el interior del corso, y que inmortalizan la lidia de seis toros con suerte varia. No es raro que fuera esta, y no otra, la primera cinta seleccionada para representar a España en los Oscar.

Corneado (Ido Mizrahy, 2016)

Definido por el crítico taurino Juan Antonio del Moral como «un hombre sin ninguna gracia estética», Antonio Barrena es un torero desafortunado que ha sufrido 23 cogidas en la plaza. Pero, pese a su falta de maña, el matador sevillano es terco y no duda en ponerse una y otra vez delante del toro. Su lema parece heredado del Fénix: «La mejor manera de resurgir, es tocando fondo».

Para más inri, Barrena se prestó a que el periodista Ido Mizrahy rodara un documental sobre su peripecia. Con rigor de notario, la cámara recoge la incombustible mala pata de Barrena, a quien vemos recibiendo a un toro de 400 kilos a porta gayola mientras diluvia, renqueando por la plaza con un improvisado torniquete en el muslo o toreando con el traje de luces roto y ensangrentado.

Hijo de un torero frustrado que lo puso a lidiar desde los siete años, Barrena logró desarrollar un estilo un tanto circense que es más apreciado en México, donde tienen un sentido más popular de la lidia. Según Mizrahy, «lo más interesante de Barrena es precisamente que no es un dios del toreo, sino un mortal que trata de torear». Además, Corneado es una reflexión sobre sueños rotos y escollos familiares que presta especial atención a la esposa de Barrena, una mujer desesperada que reza para que su marido cuelgue el capote… y no para hasta que lo consigue.

Sin ser nada del otro mundo, este documental encierra una verdad como un templo: que una corrida fallida puede decir más de la tauromaquia que la mejor lidia de la historia; porque en las malas faenas también hay arte y, a fin de cuentas, sólo Dios accede a ese ruedo interior donde el hombre se enfrenta a su propio ego. En el caso de Barrena, su loco empeño, su insistencia en torear contra viento y marea, le redimen. Porque un hombre no puede ser un fracasado mientras siga luchando, porfiando.

Tardes de soledad (Albert Serra, 2025)

«¡Olé tus huevos! ¡Torerazo! ¡Eso es lo salvaje! ¡Eres más grande que una puta plaza de toros! ¡Esa es la verdad! ¡No se puede torear más puro! ¡Qué barbaridad! ¡Qué ser humano más grande!». Son algunos elogios que recibe Andrés Roca Rey a lo largo de Tardes de soledad. Pero, a juzgar por su expresión, parece que al torero le entran por un oído y le salen por otro: se diría que se encuentra en estado de 殘/残心 zanshin, expresión japonesa utilizada en artes marciales que quiere decir «más allá de las capacidades personales o conscientes».

Roca Rey no actúa, simplemente ES. Fluye en la eternidad del instante y demuestra con su sola existencia que el toreo es un ejercicio espiritual. Y no hablamos sólo de arte. En el transcurso del documental, vemos al torero rezando y santiguándose repetidas veces, como todo hombre cabal que lidia con la muerte. En su cuarto, un portarretratos con el rostro de la Madre de Dios, y en sus manos, un rosario. «¡Siempre la Virgen del Carmen te cuida!», le grita una mujer. Él, como siempre, calla. Y en sus silencios hay lírica, hay ausencia del yo.

Procedente del cine experimental, con una filmografía que ha rodado entre Francia y España y en la que destacan rarezas como La muerte de Luis XIV (2016) o Pacifiction (2022), Serra no tiene parangón con ningún cineasta español vivo. Va por libre. Y, por eso, ha saltado al ruedo: «La tauromaquia tiene una carga simbólica ficcional bastante fuerte y plásticamente tiene mucha gracia, todo es muy barroco, los colores, los vestidos, la misma belleza de la brutalidad del toro, el movimiento, el impacto físico de la lucha. Es imposible encontrar otro tema que tenga tanta materia cinematográfica».

De 700 horas de metraje, rodado a lo largo de tres años, Serra ha destilado 125 minutos de oro puro. A través de un montaje ejemplar, crea una fuerte incertidumbre dramática, centrándose en los planos cerrados, evitando la presencia del público, y utiliza los mejores fragmentos de faenas en plazas de primera con el matador enfrentándose a enormes toros. El espectador casi siente las cornadas en sus carnes, se sobresalta con el ruido de los pitones golpeando el burladero, palidece ante las babeantes fauces del toro y se reconoce en el rostro ensangrentado del torero, siempre solo ante el peligro. Según Serra, «Roca Rey tiene un sentido escénico único. Cuando sufría una cogida, tal vez cambiaba de gestos un minuto, pero de inmediato vuelve a esa tensión escénica, a ese papel, que no tiene ningún otro torero».

Sólo una cosa le falta a Tardes de soledad: que Roca Rey muera en la plaza. Esa última escena, imposible porque no ha ocurrido y que, de escenificarse, destruiría el frágil realismo del filme, habría redondeado la trama y cerrado el drama. Porque, así como el guerrero alcanza su apoteósis cayendo en el campo de batalla, el summum de todo matador es morir toreando. Ya lo dijo Juncal: «La muerte está al servicio de los toreros para darles inmortalidad y gloria, como los dioses de Roma».

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