Hay dos palabras en alemán que dan mucho lustre a los argumentos, y que se suelen utilizar de forma casi intercambiable para expresar por qué las opiniones respetables de una época pueden ser las opuestas a las de la época anterior: Weltanschauung (”visión/concepción global”) y zeitgeist (“espíritu de la época”). Ninguna de las dos explica por qué tenemos en occidente gobiernos que promueven y subvencionan la castración de menores.
Al final, podemos decir que el zeitgeist de esta época es mucho más favorable a abusos impensables antaño, porque el weltanschauung ha cambiado en una dirección que era impredecible hace apenas una década. Pero eso no ilumina nada. Lo que sí ilumina es, por ejemplo, entender la conspiración de teóricos posmodernistas en su mayoría franceses, después de la Segunda Guerra Mundial, que dio lugar al tipo de progresismo ahora dominante.
Un libro estadounidense recién publicado en España, Teorías Cínicas (Alianza), de Helen Pluckrose y James Lindsay, es de gran ayuda a la hora de trazar la trayectoria de las ideas de esos teóricos, y cómo saltaron de las aulas de la Sorbona a los discursos de casi todos los grupos políticos en el parlamento español.
En el libro, Pluckrose y Lindsay contextualizan y explican con admirable claridad las ideas de pensadores desconocidos para el gran público, como Jean Baudrillard, Gilles Deleuze, Felix Guattari y, muy particularmente, tal vez la persona con una influencia más perniciosa en el siglo XX: el monstruoso Michel Foucault.
De hecho, sorprende que el libro haya causado tanta controversia como ha causado en EEUU, donde ha sido de inmediato relegado a las estanterías más ocultas donde se concentran los productos de los “deplorables” seguidores de Donald Trump y negacionistas del cambio climático. Teorías Cínicas es un libro mesurado en su tono y su contenido, el tipo de libro que se podría prestar a un progresista en rehabilitación, tipo Alfonso Guerra.
Por momentos, los autores son excesivamente mesurados, en su ambición de no alejar al lector centrista centrado al que le pueden dar vahídos si les das demasiadas píldoras rojas de Matrix de golpe. Por ejemplo, están tan preocupados de que les llamen racistas que proclaman, contra toda evidencia científica, que no hay diferencia ninguna de ningún tipo entre distintos grupos de humanos y de hecho no se puede “dividir a las personas en grupos llamados razas”.
Esto es explicable dado el contexto tóxico de cualquier distinción sobre etnias en EEUU, donde el antiguo principio anglosajón de que cualquier persona que tenga un 1% de sangre negra es “de color” se mantiene totalmente vigente, aunque sea a efectos sociales y de lo que llaman “discriminación positiva”. Muchas otras secciones del libro se benefician, sin embargo, de evitar la polémica y buscar una exposición objetiva de doctrinas que realmente no precisan ser criticadas, porque exponen todo su veneno e irracionalidad con solo ser mostradas.
Como explican Pluckrose y Lindsay, las teorías posmodernas de los pensadores antes citados (y otros como Jean-Francois Lyotard) han sido tan exitosas que, en el contexto académico, en la actualidad se denominan meramente “Teoría” en mayúscula, como si fueran un cuerpo completamente coherente de ideas perfectamente ordenadas. No lo son.
La Teoría se basa en la idea del simulacro. Tras la revolución industrial, el vínculo entre el creador y el objeto se rompió, en el momento en que muchos artículos comenzaron a producirse en masa y cada original podía tener muchas copias idénticas. De ahí surge la noción de que nada es real y todo depende del punto de vista con que se observe: una idea frecuentemente denominada “relativismo cultural”, al relacionarse con las teorías científicas de Albert Einstein.
Los posmodernos, en su trabajo académico, se centraron en buscar las raíces del significado en el lenguaje y en preocuparse por las formas en que éste moldea la realidad social a través de su capacidad para limitar y moldear el conocimiento. El escepticismo sobre el modernismo y la modernidad que caracteriza al pensamiento posmoderno encontró una expresión especialmente aguda en la insatisfacción y la ansiedad ante la tecnología y las sociedades de consumo.
La idea académica era, en resumen, que las certezas científicas y éticas que caracterizaban gran parte del pensamiento sobre la modernidad se habían vuelto insostenibles. Aplicada al mundo real por todos estos pensadores, en su mayoría marxistas decepcionados por el socialismo soviético, la idea de que el poder decide no sólo lo que es objetivamente correcto sino también lo que es moralmente bueno fue como un maná caído del cielo para los socialdemócratas anglosajones de los 1990: gente de moralidad entre dudosa e inexistente como Bill Clinton y Tony Blair, que son los predecesores intelectuales de ese chaval de los 90 que es Pedro Sánchez.
La Teoría empieza a caerse por su peso cuando uno se fija en sus obvias contradicciones: el poder implica dominación, lo cual es malo, mientras que subyugación implica opresión (piensen en la discusión israelíes contra palestinos), lo que es virtuoso. Ello, aplicado fielmente, nos llevaría a que el progresismo oficial abrazara las derrotas electorales como oportunidades para restaurar sus reservas de buenismo; pero, al menos en España, no hemos tenido tanta suerte.
El libro de Pluckrose y Lindsay es tremendamente iluminador en cuanto que traza la ruta intelectual de la Teoría, desde un despacho polvoriento de profesor, pasando por reuniones de activistas emporrados y conferencias internacionales con comunicados de consenso, hasta los lujosos despachos ministeriales y las tertulias de La Sexta.
Si siempre quisieron saber cómo hemos ido de la preocupación por las minorías sojuzgadas hasta el empoderamiento femenino y por qué implica la necesidad de sacar a los oprimidos violadores de las cárceles (objeto de horror foucaldiano) y castrar a menores, y si siempre quisieron entender de dónde salen el activismo gordista y la idea de que ser tullido o paralítico es una identidad, y no una discapacidad, éste es un libro que les va a ayudar.