No todos los días se goza del privilegio histórico de asistir en vivo y en directo a una policrisis global de la que emerja una contrarrevolución radical como la que está sucediendo en Estados Unidos bajo el liderazgo de su presidente, Donald Trump. Son tales la multiplicidad y la complejidad de lo que está ocurriendo, que, paradójicamente, padecemos una pérdida de diversidad noética, es decir, de la pluralidad de interpretaciones necesarias para obtener respuestas adaptativas a cambios sistémicos de un calado plausiblemente comparable a la Reacción de Termidor en julio de 1794.
Esta pobreza analítica es particularmente notoria entre las élites europeas, que, condicionadas por una concepción estereotipada del fenómeno populista en los Estados Unidos, incurren en una confusión fundamental que equipara el populismo con la vulgaridad en la praxis política de Donald Trump. Esta distorsión nace de su incapacidad para distinguir entre populus y vulgus, categorías que, por más que compartan etimología, tienen connotaciones políticas divergentes. Mientras que el populismo, en su formulación clásica, se erige sobre la premisa de representar al populus—esto es, el cuerpo político legítimo que se opone a una élite considerada ilegítima o corrupta—, la movilización del vulgus responde a dinámicas más volátiles y carentes de una estructuración política estable.
En este sentido, la estrategia política de Trump no es reducible a una exacerbación de lo popular en su manifestación más plebeya, sino que cabe interpretarla como un intento de reconfigurar el orden institucional frente a la amenaza de una tiranía de mayorías fluctuantes y acríticas, fenómeno que encuentra su expresión contemporánea en los movimientos identitarios progresistas de corte woke. Al rehuir un análisis menos reactivo de esta dinámica, las élites europeas, atrapadas en su aversión estética y moral hacia las formas transgresoras de Trump, obvian el sustrato político y filosófico de su acción, reduciéndola a una tosca caracterización de vulgaridad populista.
Y, sin embargo, lejos de ser explicable con simplezas, las tendencias que impulsan y sostienen el pensamiento neorreaccionario difícilmente pueden ser tematizadas adecuadamente sin incorporar el enfoque filosófico de ciertos pensadores como Curtis Yarvin y Nick Land, quienes, con diferencias notables entre sí, remiten a tradiciones intelectuales que incluyen a Thomas Carlyle y Friedrich Nietzsche. Lo que se perfila, en última instancia, es una crítica radical al modelo ilustrado-liberal y una denostación sistemática del centrismo político, bajo la premisa —de fuerte resonancia hegeliana— de que la historia no avanza mediante equilibrios mecánicos, sino a través de la superación activa de contradicciones históricas estructurales.
Ahora bien, esta constelación teórica no surge ex nihilo. Uno de los rasgos más distintivos del siglo XXI ha sido el resurgimiento de ideologías que presentan una enmienda a la totalidad de los principios fundamentales del liberalismo ilustrado, no en su sentido abstracto de filosofía de la libertad, sino como dispositivo político que, en la práctica, ha derivado en estatismo, burocracia y una expansión ilimitada de los mecanismos de gestión social. En este contexto nace la llamada Dark Enlightenment o ilustración oscura, término acuñado por Nick Land para referirse a un conjunto de ideas que rechazan la soberanía popular, desconfían del igualitarismo democrático y postulan formas alternativas de autoridad y gobierno tecnocrático.
Curtis Yarvin y Nick Land son los principales arquitectos contemporáneos de este discurso. Yarvin —bajo el seudónimo de Mencius Moldbug— es el promotor del neocameralismo, un modelo en el que el Estado opera como una corporación privada, dirigida por un CEO con poderes absolutos y sujeta al rendimiento funcional, no a la deliberación pública. La inspiración principal proviene de Thomas Carlyle, quien defendía la necesidad de un “gobierno de héroes”, convencido de que la democracia cedía el poder a masas ineptas, en lugar de confiarlo a individuos extraordinarios capaces de gobernar con determinación y competencia. Carlyle postulaba una concepción providencialista de la historia, dirigida no por el demos sino por el genio individual, concepción que Yarvin retoma y adapta al contexto digital contemporáneo.
Por su parte, Nick Land radicaliza la crítica ilustrada desde una matriz nietzscheana. Influido por Más allá del bien y del mal, Land denuncia la democracia moderna como una prolongación de la moral de esclavos: una forma de resentimiento institucionalizado que sofoca la excelencia y premia la mediocridad. Su propuesta pasa por un aceleracionismo capitalista que dinamite las estructuras del consenso democrático en favor de una aristocracia meritocrática empresarial, guiada por la competencia extrema y la selección darwiniana. En su ensayo fundacional The Dark Enlightenment, Land no es tanto un ingeniero institucional como un visionario del colapso: propone un desmantelamiento progresivo del Estado-nación liberal en favor de redes soberanas privadas, autónomas y funcionales, en las que el mercado sustituya al parlamento como instancia de decisión legítima.
Uno de los ejes centrales del pensamiento de Land es su rechazo frontal a la política basada en el consenso. Para él, el libertarismo formalista —influido por la teoría de juegos de von Neumann y Morgenstern— permite que los actores políticos operen de manera interesada y estratégica, generando coordinación espontánea sin necesidad de fundamentos normativos compartidos. Tanto Land como Yarvin rechazan, en este sentido, la falacia naturalista: no es el valor normativo el que precede al éxito político, sino el éxito el que redefine lo normativo. Esta inversión del orden tradicional de legitimación política subvierte los cimientos de la teoría democrática clásica.
El auge de estas ideas en la política norteamericana contemporánea no puede entenderse sin considerar la influencia de figuras como Peter Thiel y Elon Musk, quienes, más allá de su papel como tecnoplutócratas, han fungido como catalizadores de una filosofía política alternativa, inspirada parcial y estratégicamente en Land y Yarvin. Ambos representan una élite empresarial que concibe el orden político no como una extensión de la voluntad popular, sino como un espacio de diseño institucional racional en manos de minorías altamente capacitadas.
Y es precisamente en este punto donde se proyecta la sombra de la dialéctica hegeliana. Recordemos que dicha dialéctica implica no un equilibrio de opuestos, sino la negación activa de las contradicciones para su superación en niveles superiores de libertad y autoconciencia. Tal como señaló T.L.S. Sprigge en su lectura de Hegel (Sprigge, 1993), el proceso dialéctico no admite conciliaciones cómodas: exige conflicto, tensión, ruptura. En esta clave, el centrismo contemporáneo, que se presenta como espacio de mediación, aparece más bien como una estrategia de represión del conflicto real, lo que Marcuse denominó “tolerancia represiva”.
La verdadera síntesis —diría Hegel— no es conciliación sino superación. Y bajo esta luz, el centrismo político occidental, al confundir el equilibrio con el progreso, obstruye el desarrollo histórico, al negarse a tematizar la contradicción como motor del cambio. La consecuencia es una política mecanizada, que trata la izquierda y la derecha como polos simétricos, olvidando que toda dialéctica viva implica asimetrías, rupturas y saltos cualitativos.
Así pues, el choque entre la administración Trump y las élites europeas va mucho más allá de las formas o el estilo. Se trata, en el fondo, de una colisión entre dos visiones del poder: una, que busca preservar la apertura dialéctica del conflicto político mediante una gestión deliberativa del disenso; otra, que aboga por cerrar el circuito del poder en torno a élites funcionales que actúan sin ataduras normativas, en nombre de la eficiencia y el orden. Mientras Europa insiste en mantener la contradicción abierta como garantía de pluralismo, los neorreaccionarios estadounidenses entienden el conflicto como una oportunidad para reconstituir soberanía. El desacuerdo, en definitiva, no es táctico, sino ontológico.