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La curiosa bancarrota del gigante de los opiáceos

Es difícil condenar a todos los miembros de una familia por algo que han hecho sólo algunos de ellos, pero a veces conviene repasar el concepto de responsabilidad colectiva

Es difícil condenar a todos los miembros de una familia por algo que han hecho sólo algunos de ellos, pero a veces conviene repasar el concepto de responsabilidad colectiva.

La familia Sackler es fundamentalmente una dinastía sofisticada del tráfico de drogas. Pablo Escobar pasaba cocaína a EEUU, y al final acabaron matándole. Algunos de los Sackler montaron una gran empresa farmacéutica que, en lugar de producir y contrabandear opiáceos que luego son distribuidos por las esquinas de barrios marginales por matones de poca monta, organizó una eficiente y legal distribución de opiáceos en pastilla (sobre todo el famoso OxyContin, aún fácilmente adquirible por Internet) que ha causado horribles adicciones, sufrimiento y muerte a decenas de millones de personas. Mientras, el resto de la familia cobró dividendos.

Habrá quien admire a los Sackler, por su capacidad para trabajar dentro del sistema, convencer con argumentos espurios y monetarios al regulador farmacéutico estadounidense, la muy controvertida FDA, y contratar a una empresa de relaciones públicas que hasta hace bien poco se aseguraba de que, en su página de Wikipedia, los Sackler  se presentaran como “filántropos”. Habrá también quien admire a los Sackler por su habilidad para salir indemnes de todo esto.

La historia de los Sackler está bien resumida en dos series recientes de televisión de alto presupuesto, Dopesick y Painkiller. Merece la pena verlas para apreciar hasta donde llegaba la capacidad de esta gente, ya millonaria cuando decidió meterse en el mercado de desarrollo y venta de opiáceos legales, para manipular con el fin de optimizar el valor de su compañía familiar, Purdue Pharma. Los que vieran la serie sobre el Doctor House probablemente reconozcan en el personaje principal a un antepasado de las víctimas de los Sackler, enganchado en su caso a un antepasado del OxyContin, las pastillas de codeína y vicodina.

En 2016, cuando Donald Trump empezó a hablar de la devastación causada por los opiáceos entre la población pobre y de clase media de EEUU, recuerdo que muchos de mis compañeros en Bloomberg News se llevaban las manos a la cabeza.

No lo hacían porque estuvieran alucinados ante el más de un millón de muertos por sobredosis que habían causado los opiáceos en los años anteriores, sino porque estaban convencidos de que aquello era un invento de Trump: el típico bulo derechista para atacar a una familia de inversores majos que daban dinero a las buenas causas de toda la vida, como las clínicas abortistas y de cambio de género, y las ONG que ayudan a los inmigrantes ilegales a escapar de las autoridades.

Años después, ya es habitual que se comente que los Sackler representan el lado oscuro del sueño americano, habiendo ingresado US$13.000 millones por sus nefastas actividades. Parte de ello se debe a libros como Empire of Pain de Patrick Keefe, que han mostrado la importancia del periodismo de investigación en desvelar este tipo de casos.

Lo que han mostrado estas investigaciones es que este horror no habría sido posible sin lo que los economistas llaman «captura regulatoria»: el control de los reguladores por parte de la gran empresa, que es algo que debería ser mucho más conocido entre los inversores españoles que confían en que entidades sometidas a inmensas presiones políticas y económicas, como la Comisión Nacional del Mercado de Valores, puedan proteger sus intereses.

Otra de las enseñanzas surgidas del caso es que el sector farmacéutico, tan loado (temporalmente, y a veces con justicia) durante la crisis del coronavirus, no es en general un ejemplo de ética en los negocios.

Durante la Guerra Civil estadounidense, la morfina (el primer opiáceo de uso común) fue utilizada ampliamente para tratar lesiones en el campo de batalla, pero produjo una generación de veteranos adictos. A fines del siglo XIX, EEUU tenía un cuarto de millón de personas adictas a la droga. Entonces, la firma alemana de Bayer desarrolló una versión refinada llamada heroína, comercializada como una alternativa más segura con todos los beneficios del opio pero sin ninguno de los inconvenientes. De hecho, era seis veces más fuerte y altamente adictivo. La empresa tuvo que dejar de fabricar la droga en 1913.

Los Sackler hicieron un truco similar con la oxicodona, otro opioide sintetizado en Alemania. Descubrieron en una investigación de mercado que este analgésico tenía menos estigma que la heroína y los médicos la consideraban, erróneamente, más débil que la morfina. Encontraron un recubrimiento que, según afirmaron, liberaría lentamente el contenido durante 12 horas y evitaría el riesgo de adicción.

En uno de los grandes momentos del capitalismo moderno, cuando la patente de su OxyContin estaba por expirar, Purdue ofreció una píldora reformulada con una capa más resistente como solución al abuso que habían negado que estuviera vinculado a su producto durante tantos años. Al no poder depender de OxyContin para alimentar la adicción, muchos usuarios recurrieron a la heroína callejera impulsada por los cárteles mexicanos, ahora a menudo suplantada por el fentanilo.

Los Sackler parecen asombrosamente insensibles. Richard Sackler, una figura clave que impulsó el marketing agresivo, testificó bajo juramento que la primera vez que su empresa se enteró del abuso de su producto fue en 2000, y no hizo nada para contrarrestarlo. Cuando otro miembro de la familia le envió un recorte de prensa en 2001 sobre 59 muertes en un solo estado relacionadas con su droga, él respondió: “No es para tanto. Pudo haber sido mucho peor». Luego le preguntó a un amigo por qué los adictos merecían simpatía, ya que «son criminales».

Al final, cuando las demandas legales se empezaron a acumular, Purdue Pharma aceptó pagar la miserable suma de US$225 millones en concepto de daños a la administración Trump.

El método que buscaron los Sackler para evitar las demandas privadas, no relacionadas con el gobierno, ha sido la obtención de una amplia inmunidad, a cambio de pagos con dinero manchado con la sangre de sus víctimas. El juez federal Robert Drain aprobó en 2021 un acuerdo de bancarrota que otorga a los Sackler «paz global» y les exime cualquier responsabilidad por la epidemia de opiáceos. Esta decisión, de las más controvertidas de la historia estadounidense, fue frenada el mes pasado por el Tribunal Supremo y está pendiente de convalidación.

El complejo plan se negoció en una serie de intensas sesiones de mediación a puerta cerrada durante los últimos dos años, y otorga inmunidad a los miembros de la familia, así como a cientos de sus asociados, y su imperio restante de empresas y fideicomisos. El coste ha sido 4.300 millones de dólares, mucho menos de lo ganado, y la pérdida de la propiedad de Purdue Pharma, una compañía que previamente descapitalizaron. Para que luego vayan a sus hijos a decirle que el crimen no sale rentable.

La excusa que dio Drain fue que el acuerdo ofrece la oportunidad de ayudar a las comunidades con fondos para el tratamiento de drogas y otros programas de reducción de opioides. El acuerdo especifica que los Sackler no admitirán haber hecho nada malo o ilegal. Si sale adelante, seguirán siendo una de las familias más ricas del mundo.

Pero lo mejor de todo es que la pieza clave de la bancarrota es que los demandantes (que incluyen a todo tipo de perjudicados por los crímenes de los Sackler, como familias de víctimas de adicciones, hospitales, fiscales generales estatales, e incluso representantes de niños no nacidos que estaban destinados a sufrir adicción a los opiáceos) se pueden convertir en los accionistas principales de Purdue Pharma.

Es decir, los Sackler ni siquiera están dispuestos a desembolsar gran parte de su inmensa fortuna, casi toda ella invertida en empresas extraterritoriales propiedad de los Sackler o depositada en fideicomisos a los que no se puede acceder en caso de quiebra y entidades extraterritoriales ubicadas en lugares como la misteriosa isla británica de Jersey. En su lugar, los Sackler le pasarán el control a los demandantes, para compensarles con las rentas que extraigan de Purdue Pharma.

Según el plan, Purdue pasará a llamarse «Knoa Pharma» y será gestionada por especialistas externos seleccionados inicialmente por algunos de los acreedores, específicamente por comités formados por los acreedores gubernamentales (estados, ciudades, condados, distritos hospitalarios, etc.) que fueron incentivados por los Sackler para mantener su chiringuito en marcha durante décadas.

Así que las víctimas de los Sackler se quedan con la labor encomiable de continuar la tarea, pero no deben hacerlo demasiado bien, no vaya a ser que ganen demasiado dinero creando otra crisis sanitaria con pilas de muertos. Y acaben afrontando demandas como las que les pusieron a los Sackler.

Madrid, 1973. Tras una corta y penosa carrera como surfista en Australia, acabó como empleado del Partido Comunista Chino en Pekín, antes de convertirse en corresponsal en Asia-Pacífico y en Europa del Wall Street Journal y Bloomberg News. Ha publicado cuatro libros en inglés y español, incluyendo 'Podemos en Venezuela', sobre los orígenes del partido morado en el chavismo bolivariano. En la actualidad reside en Washington, DC.

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