Los senderos del arte son inescrutables. Repasa uno la interminable lista de autores de un solo éxito en cualquier terreno y contempla carreras que iban deambulando, acumulando bolos, verbenas, encargos y cameos aquí y allá, ante la indiferencia del público hasta que, en cierto momento, por algún tipo de inspiración, logran la combinación adecuada y alcanzan la atención de todos. El mundo se abre a sus pies ¿Por qué ahora? ¿Por qué luego ya no? Cada nuevo estreno de Ridley Scott nos hace preguntarnos si aquel que en un rapto de inspiración dirigió Alien y, acto seguido, Blade Runner, fue abducido y suplantado por alguien salido de una vaina. Quizá al comienzo de su trayectoria no le dejaban hacer lo que quisiera y eso fue lo que funcionó. Ocurre con cierta frecuencia en el cine: basta contemplar los «montajes del director» de cualquier película memorable para constatar que suelen ser bastante peores que el original. Es, también, lo que le pasa a Berlanga, eterna víctima de la censura que cuando ya pudo hacer exactamente lo que deseaba su obra empezó a desparramarse, como quien junta todos los ingredientes que le gustan en un mismo plato esperando lograr una exquisitez. Un espíritu anárquico que necesitaba algún tipo de orden impuesto y solo entonces se convertía en un instrumento perfectamente afinado, dando lugar a una obra maestra tras otra desde comienzos de los años 50 a mediados de los 60.
Quizá por eso desde el primer curso en la escuela de cine en la que ingresó en 1947 trabó una estrecha amistad con Juan Antonio Bardem. Frente al «anarquista burgués» dotado de un pesimismo antropológico, el «comunista tradicional» creyente en el optimismo histórico para el que lo importante en una narración era transmitir el mensaje. Se complementaban tan bien que codirigieron en 1951 su primer largometraje, Esa pareja feliz. Trata la historia de una pareja joven sin demasiadas perspectivas de futuro, con ella ilusionada en participar en cualquier concurso y él, convencido de ser un emprendedor que hará fortuna, a falta de criptos y Llados, envuelto en diversos chanchullos que suelen terminar mal y estériles cursillos a distancia sin más retorno que los diplomas que cuelga en la pared. Cuando finalmente ganan un concurso de una marca de jabón al que ella se apuntó, sus ilusiones una vez más se ven defraudadas y terminan regalando a otros los obsequios recibidos, pues finalmente comprenden que lo importante era el viaje —y hacerlo juntos— antes que la meta.
Planteamiento que repetirían en su siguiente película, Bienvenido Mister Marshall, travesía a ninguna parte de ese pueblecito castellano que debe disfrazarse de andaluz para que la España real pueda asemejarse a la que imaginan desde el extranjero. De nuevo no logran cumplir su anhelo, pero en el camino el pueblo y sus fuerzas vivas —unas élites tan desnortadas como las actuales, aunque más simpáticas— al menos se tienen unos a otros (si bien hay que señalar que la propia relación profesional entre Bardem y Berlanga terminaría abruptamente durante el rodaje). Inicialmente debía ser una comedia para el lucimiento de Lolita Sevilla, a la que se la haría viajar a Nueva York, luego se pensó en que ejecutivos de Coca-Cola vendrían a España y luego, muy oportunamente dado el año de rodaje —el de la firma de los Pactos de Madrid de 1953, con los que se abrirían bases americanas en territorio español— sería una delegación del Plan Marshall recibida en Villar del Río como si de los Reyes Magos se tratase.
Esta cinta, para muchos la mejor del cine español, inauguró un estilo, una serie de características combinadas, que luego veríamos reformuladas no con la asiduidad de la alusión al Imperio austrohúngaro, pero que sí abarcarían casi todas sus obras maestras. Buenvenido Mister Marshall, Calabuch, Los jueves, milagro y Plácido (El verdugo y La vaquilla tienen también un pie dentro, aunque son algo diferentes) son iteraciones de la misma fórmula, como si fotografiase un objeto desde diferentes ángulos para dotarlo de tridimensionalidad. Esos retratos son los de una España costumbrista, popular, rural aunque alegre y vitalista (el lapso que fue posible entre Pascual Duarte y Los Santos Inocentes), un coro donde cada voz es distinguible, que ve con cierta fascinación y también algo de burla los conflictos geopolíticos, las superpotencias, su tecnología y sus modas. Los wésterns ya no pueden tomarse demasiado en serio desde el momento en el que vemos a Pepe Isbert disfrazado de vaquero, si un personaje confiesa ser protestante el párroco del pueblo le responde «no importa, eso se cura» y los misiles balísticos no dejan de ser extravagancias de los americanos salvo que se utilicen para lo que de verdad importa: que Calabuch gane a los pueblos vecinos en el concurso de fuegos artificiales. La realidad es lo cotidiano: las discusiones con el vecino, las bodas, los encierros y la partida en el bar… Mientras que el poder de aquí o allá es formalmente acatado, pero sin creer en él, como una llovizna que no logra calar. Como ese No-Do que carece de interés porque «no salen gachís en traje de baño».
En su visión del poder bien sabemos que hay un eco del constante tira y afloja de Berlanga con los censores que le obligaron a pulir cada escena y línea de diálogo, volviéndose más oblicuas y sutiles en el proceso. Lo que ha llevado tiempo después a juzgar su obra tal vez exagerando esa perspectiva; valorar sus películas en tanto sátiras sería apreciar solo una de sus dimensiones. Aunque los autores no suelen ser buenos analizando su propia creación (¡ni tienen la última palabra sobre ella!), estas palabras del director valenciano dan buena medida de cómo merece ser apreciada: «no estoy de acuerdo con los que me encasillan como satírico. Barnizar con una fina ironía, quizá por vergüenza de expresar abiertamente nuestra ternura, todo aquello que nos rodea, no da derecho a centrar a uno en el áspero ejército de los Aristarcos. Yo soy un gran egoísta, tan egoísta que lucho por la felicidad de los demás, solo para que no me molesten. Y por esto mismo no me interesa señalar puntos de ataque a futuros ejércitos sino disfrutar de los paisajes que en este lado, llamémosle civilización occidental, tenemos».
Los actores que lo acompañaron fielmente a lo largo de su trayectoria tienen buena parte de responsabilidad en ello, de todos merece la pena destacar a Pepe Isbert. Dotado de un prodigioso gracejo natural, comenzó su colaboración con Berlanga con agrios enfrentamientos personales en Bienvenido, Mister Marshall aunque, afortunadamente, pudieron dejar atrás esas rencillas y continuar colaborando en sucesivas producciones. Se cuenta que Isbert ni siquiera se leía los guiones, solo las líneas que le tocaban a él. Al fin y al cabo, sus personajes tampoco diferían mucho de una película a otra: siempre era el abuelo entrañable y sordete rebasado por las circunstancias, ya fuera alcalde o farero… Si bien hubo una notable excepción. Tal encasillamiento jugó a su favor en su papel luciferino de El verdugo, radicalmente distinto a los anteriores más allá de las apariencias.
Señalábamos que la tenaz pugna de Berlanga con la censura ha llevado a la crítica en la España posfranquista a sobrevalorar ese aspecto y este es un caso paradigmático: se resumiría en que estamos ante un alegato contra la pena de muerte y ea, arreando, así como Blade Runner va de un robot estropeado y El retorno del Jedi de una rana parlante que convence a un chico para matar a su padre. En el primer encuentro entre el protagonista y el verdugo es el primero el que se aproxima a él movido por la curiosidad, invitándolo a acercarlo a su destino en la camioneta. Representa la tentación, y solo tras ese consentimiento inicial el diablo podrá entonces desplegar sus malas artes. Primero se dejar olvidado el maletín para atraerlo a su casa, donde le presenta a una mujer atractiva que lo seducirá, más adelante lo acompaña al piso en construcción que podría ser suyo, y en todo momento va disipando sus temores con vagas promesas y excusas. Poco a poco aquel incauto enterrador va enredándose en su trampa, creyendo que siempre estará a tiempo de renunciar, convenciéndose de que un paso más no le impedirá luego desandar el camino… hasta que llega el momento en que, ya sin escapatoria, termina vendiendo su alma. El diablo, bajo su disfraz de simpático jubilado, se relame en su nueva victoria.
Así terminaba la última de las grandes películas de Berlanga, bastante diferente como venimos diciendo en su estilo a las anteriores, aunque no en su nivel de calidad. Luego rodaría en Argentina Las pirañas, ya libre de censura, pretendiendo adoptar aires de modernidad y estar a la moda en una cinta que, precisamente, envejeció bastante mal. De toda su producción posterior es probable que haya cosas por rescatar y no faltarán partidarios, pero por generosos que seamos al valorarlas quedan lejos de aquel decennium mirabile desde 1953 a 1963.