En 1999, cuando 11 países europeos lanzaron el euro, varios economistas internacionales de gran peso, entre ellos Milton Friedman, advirtieron de que una moneda europea común resultaría un costoso error económico; y lo más curioso es que se hicieron muy pocos esfuerzos por contradecirles.
Una de las mayores curiosidades de los 1990 es que el lanzamiento del euro siempre se contempló como una medida política, y no económica; cuando los próceres de la época (José María Aznar, Pedro Solbes, Rodrigo Rato…) querían argumentar en favor del euro, lo hacían siempre en clave política: el euro era un paso necesario hacia una mayor cohesión europea, hacia una mayor unidad, hacia unos soñados Estados Unidos de Europa gobernados por gente cabal como Ursula Von der Leyen.
El único argumento económico que se repetía en favor del euro era transaccional, y la verdad es que era un argumento simple y fácil de apreciar: que cuando uno viajaba a Francia, o hacía negocios con una empresa alemana, o tenía que hacer una transferencia de dinero negro a Luxemburgo (¡ups!) no haría falta pagar comisiones para cambiar la moneda, y uno se evitaría el engorroso jueguito de andar cambiando unos fajos de papel por otro diferentes cada dos por tres.
Con eso, básicamente, fue bastante para convencer a un electorado europeo que, entonces como ahora, ha buscado durante décadas que le susurren bonitas mentiras al oído. Ahora que han pasado 25 años desde el lanzamiento del euro, es fácil observar que las advertencias de Friedman se han cumplido con exactitud: el desempeño económico de la eurozona en el periodo ha estado considerablemente por detrás del de Estados Unidos y otros países desarrollados como Canadá o Australia, e incluso de la mayoría de países en desarrollo.
En el centro de las advertencias de los economistas estadounidenses estaba la idea de que los distintos países de la eurozona no constituyen un área monetaria óptima. No tienen la movilidad laboral ni la flexibilidad de salarios y precios de que gozan los Estados Unidos, y no la pueden tener nunca porque el sueño de una UE donde un danés va a aprender croata para trabajar en Dubrovnik es más bien un chiste de película de Borat.
El apaño que se montó para minimizar los efectos corrosivos de la unidad monetaria fue el Tratado de Maastricht, un montón de estrictas normas de estabilidad de política económica, que se resumen en que se mantengan los déficits presupuestarios por debajo del 3% del PIB y la relación deuda pública/PIB por debajo del 60%.
Lamentablemente, el Tratado de Maastricht se ha saltado con más frecuencia que las fronteras de Ceuta y Melilla. Es fácil apuntar a los países periféricos de la eurozona a los que al final se echaron todas las culpas, pero lo que ahora se olvida es que fueron Francia y Alemania, en la primera década del euro, los más frecuentes violadores, sin que jamás se tomara ninguna medida correctiva. Por otro lado: ¿saben cuántos países de la eurozona tiene un nivel de deuda por debajo del 60% del PIB? Dos, Estonia e Irlanda. Todos los demás vivimos en pecado, así que ya vale de tirar piedras, amigos del norte.
La crisis de la deuda soberana de la eurozona de 2010 expuso la debilidad estructural subyacente del euro cuando los mercados finalmente se mostraron reacios a financiar déficits presupuestarios insostenibles, como explica aquí el American Economic Institute, no sin cierta schadenfreude. En concreto, a los países con finanzas públicas muy comprometidas, tipo Grecia o Portugal, les resultó extremadamente difícil restablecer la sostenibilidad de la deuda pública recurriendo a la austeridad presupuestaria.
Atrapados en una camisa de fuerza europea, los países periféricos de la eurozona se encontraron con que no podían recurrir a la impresión de dinero o a la depreciación de la moneda como medio para impulsar las exportaciones y compensar el efecto contractivo sobre la demanda de la austeridad presupuestaria, lo que es la salida lógica y razonable que aplican todos los países del planeta que no se metieron en una camisa de fuerza controlada desde Frankfurt. El resultado neto fue una profunda recesión en la periferia de la eurozona en general: si se preguntan por qué todos los españoles somos más pobres que hace veinte años, en poder adquisitivo, la respuesta en lenguaje económico es “ante la imposibilidad de ajustar las cuentas vía devaluación de moneda, se ajustaron vía rebaja de costes laborales”.
Esto, y cosas mucho peores, han ocurrido como resultado del compromiso europeísta de usar la misma moneda en dos docenas de países con economías enormemente dispares. En Grecia lo saben bien, porque a ellos la medicina española se la dieron a lingotazos en lugar de cucharadas, en parte porque todo el mundo asumía que Grecia había entrado en la eurozona a base de hacer trampas con sus cuentas.
Es la vieja historia del Almirante inglés John Byng, ejecutado en 1757 no por haberse comportado con enorme cobardía, sino por no haberse comportado con el valor que le exigía un gobierno británico que lo había invertido todo en una marina de la que dependía su poder militar. Como escribió Voltaire dos años más tarde, Byng “fue ejecutado para animar a los demás” almirantes: para que supieran que había que dar el callo. Más de dos siglos después, Grecia fue el país elegido por parte de la clase política alemana para dar un ejemplo a toda la eurozona, en plan almirante Byng, como explica en Yannis Varoufakis en sus memorias sobre su fugaz paso por el Ministerio de Finanzas griego, Adults in the room (2017).
En el libro, Varoufakis ofrece detalles fascinantes sobre la política a nivel comunitario, y la división interna en Alemania entre el bando “blando” de la entonces canciller Angela Merkel, siempre en contra del Grexit –la salida de Grecia del euro que llegó a parecer hasta probable en 2015– y el bando “duro” del ministro de Economía Wolfgang Schauble, favorable a utilizar un posible Grexit como advertencia a los demás.
Varoufakis explica que, en contra de los que le han descrito como pirómano que llevó a la eurozona al límite con su plan de recuperar la independencia monetaria de Grecia, la realidad es que él siempre consideró un posible Grexit como un plan Z, solo de último recurso. Un plan real, con altas posibilidades de éxito, pero que no era deseable implementar.
Su estrategia, indica, siempre fue llevar al límite las negociaciones porque, cuando Alemania viera que Grecia no iba de farol, entonces cedería y aceptaría el deseado perdón de la enorme deuda externa que resultaba el problema fundamental (para nada el único) de Grecia: es su complejo modo de decir que iba casi de farol, lo que explica el referéndum en el que el pueblo griego rechazó un rescate, en efecto prefiriendo el Grexit, pero no del todo; y que en su opinión era realmente Alemania la que sí iba de farol.
Al final, Varoufakis fue destituido al día siguiente del referéndum, no hubo recorte de la deuda griega y sí austeridad a punta pala que hundió la renta del país y generado la mayor pérdida de riqueza desde la invasión alemana en la Segunda Guerra Mundial.
La economía griega se ha recuperado un poco desde entonces, pero Grecia sigue, por cierto, de deuda hasta arriba. La película de terror de la eurozona no ha terminado, solo está por entrar el próximo capítulo. Ya les aviso de que se salvan pocos protagonistas.