La gran colusión

El poder y de la riqueza crecen exponencialmente al tiempo que se reduce el número de manos en los que se acumulan

El comercio es un precursor de la prosperidad y de la abundancia. Esto es una evidencia innegable. Pero de la fortaleza de esta certeza ha nacido el moderno error común de creer que sus numerosos y deseables beneficios sean tan salvíficos como para remediar todos los males del mundo y que tengan hasta la capacidad de imposibilitar la guerra. Es célebre el caso del inglés Norman Angell. En 1909 publicó La gran ilusión. En esta obra aseguraba que el estado de interdependencia comercial y económica alcanzado en aquel momento por las potencias europeas hacían imposible una nueva conflagración bélica en el viejo continente. El libro tuvo un gran éxito. Cinco años después, estalló la Primera Guerra Mundial.

Un ejemplo presente de que las relaciones comerciales —pese a sus muchas bondades— no son el bálsamo de Fierabrás contra las disputas es el de la UE, que ha levantado bandera de tiranía y excita colisiones civiles en su seno. Nació como una comunidad de comercio entre naciones transcurrida una década desde el fin de la II Guerra Mundial. Su objetivo era evitar eventuales nuevos enfrentamientos mediante la creación de lazos de amistad basados en las relaciones mercantiles.

Aquella asociación metamorfoseó su propio ser y creció hasta convertirse en el monstruo que hoy es la UE. Esta bestia burócrata se ha transformado en un heraldo de guerra. Ha azuzado —en beneficio useño y en su propio perjuicio— una confrontación en portales vecinos, en suelo europeo. Además, promueve conflictos intestinos en sus estados miembros con la importación ilegal de millones de inmigrantes cuya cultura es incompatible con el modo de vida de las sociedades a las que son enviados.

La normalización de esta anormalidad a través de los grandes medios de comunicación hace necesario insistir en qué significa esto último: los gobiernos violan las leyes a las que están sometidos —sin que nadie persiga esos delitos— para llenar las calles de delincuentes que crean inseguridad y contiendas sociales dentro de sus fronteras.

Esto sucede bajo la dirección y coerción de la UE. ¿Por qué? Porque su propia vida, su Poder y su crecimiento se alimentan del debilitamiento de las naciones que la integran. La UE es el Skynet de Terminator: tras tomar consciencia de sí misma ha identificado a los Estados miembros de los que nace como la mayor amenaza a su existencia. La UE es Saturno devorando a sus hijos para que no le disputen el Poder. Esto sucede a nivel geopolítico y también comercial. Volvamos sobre este último punto para completar una visión de conjunto del estado de cosas actual.

Las ventajas del comercio son tan incuestionables como innumerables. No obstante, es un artefacto humano y, como tal, del mismo modo que brilla con las virtudes de las que puede hacer gala el hombre, también adolece de sus vicios. El deseo de adquirir, mediante el trabajo, la riqueza que asegure el bienestar propio y el de los seres queridos es un bien que asimismo redunda en provecho de otros que cooperan de forma simultánea en pos del mismo objetivo para sí; esta cooperación a gran escala es lo que permite que haya agua al abrir el grifo, comida en las tiendas y supermercados y luz al accionar un interruptor —todo a un coste más o menos razonable, aunque el incremento de los precios en los últimos años es muy notable—. Por otro lado, el apetito del ejercicio de mando —de Poder— es fecundo en los raros casos en los que persigue el bien de la comunidad de la que forma parte.

Ahora bien, la deseable moderación en todos los ámbitos de la vida tiene a su contrario en la inmoderación. La acumulación desmesurada de dinero y de Poder puede llegar a constituir una amenaza para la libertad. Sin embargo, esto no parece ser motivo de preocupación en la sociedad civil ni en la sociedad política que debería existir, pero que ha sido usurpada por el Estado. La primera —la sociedad civil— es la de los ciudadanos tomados de forma individual y su colectividad reunida singularmente como comunidad política en una Nación; ellos son quienes sufrirán las consecuencias de la inmoderación que ya atropella a la libertad. La segunda —la sociedad política— es la que forman los gobiernos y los legisladores; ellos son quienes tienen la encomienda de proteger y salvaguardar la libertad y la seguridad de la primera ante cualquier amenaza, sea ésta interna o externa.

El crecimiento exponencial del Poder y de la riqueza al tiempo que se reduce el número de manos en los que ambos se acumulan hace aún más peligroso este proceso, que de por sí ya es explosivo. Estos dos ámbitos han generado en la actualidad la mayor colusión de la Historia de la humanidad. No es algo por venir, sino que sucede en el presente. De hecho, se da desde hace años.

Un grupo reducido de individuos ha acumulado tal opulencia que su sola voluntad de personas privadas tiene capacidad para retorcerle el brazo a prácticamente todos los estados del mundo. Benjamin Constant explicaba en 1814 cómo la deuda —pariente del comercio— carecía en la antigüedad de la capacidad de esclavizar a las naciones de la que sí disfrutaba en la modernidad coetánea al pensador francés —no digamos ya en la actualidad—: «El crédito no tenía la misma influencia entre los antiguos: sus gobiernos eran más fuertes que los particulares. Los particulares son mucho más fuertes que los poderes públicos en nuestros días».

A lo largo de los dos siglos transcurridos desde esta sentencia de monsieur Constant, ese grupo de particulares ha crecido en capacidad y fortaleza como no había ocurrido antes en la Historia. Veamos dos ejemplos representativos. Uno tuvo lugar en los albores del Renacimiento y otro en la actualidad.

El poder de Cosme de Médici en Florencia se basó, en palabras de Gaetano Mosca, en «la conquista de la supremacía económica sobre la antigua oligarquía mercantil». Además de las fábricas de la época, controlaba los bancos y, con ellos, el crédito. Una familia rival consiguió su destierro. Esto provocó una crisis económica en Florencia a causa de la dependencia que Cosme había tejido a su alrededor. Volvió aclamado por toda la ciudad. Touchardconcluye que «los Médicis imprimieron a la vida pública florentina un tono autocrático, y bajo la cobertura de la prosperidad, la demagogia sustituyó a la democracia». Siempre gobernante en la sombra, Cosme murió en 1464 sin haber ocupado un cargo político. Pero su poder estuvo siempre limitado a la República de Florencia.

En la actualidad, según ha informado recientemente el periodista Lorenzo Ramírez en el programa Despegamos junto a César Vidal, el fondo de inversión BlackRock tiene bajo su control activos en todo el mundo por un valor superior a los 11,5 billones de dólares —esto es, 11,5 millones de millones de dólares: 11,5 trillones, según la nomenclatura anglosajona—. Sólo los EEUU y China tienen un PIB superior a esta cantidad. «Esto no ha hecho más que empezar», ha declarado el consejero delegado de BlackRock, Larry Fink, sobre las cuentas de la compañía.

La situación presente, sin embargo, no se explica tan sólo con este crecimiento, aunque sea enorme, de ciertos particulares. Faltan dos factores para completar una visión panorámica de la realidad.

Por un lado, la degradación moral de las élites políticas e intelectuales de todos los países desarrollados; ésta ha dado lugar a una generación de gobernantes que han llegado a sus cargos corrompidos de casa o dispuestos a corromperse tanto como les sea posible; sumado a lo anterior, la cooperación de académicos venales —¡la ciencia!— con el Poder es lo que sienta las bases para la Gran Colusión existente.

Por otro lado, el agente que posibilita este amancebamiento de corrupción en el tamaño e intensidad en el que se da es la tecnología y la velocidad a la que ésta permite el intercambio de información entre dos puntos cualesquiera del mundo: la inmediatez.

Con estos dos factores, los gobernantes de distintas potencias actúan de forma coordinada en el tiempo con los pretextos a medida aportados por oráculos con apariencia académica —la ciencia subvencionada—. Esto hace posible la extracción del capital económico de los individuos mediante impuestos presentes y futuros —la deuda que pagarán los niños de hoy y todos sus descendientes durante generaciones—.

El siguiente paso es el traspaso del dinero de los trabajadores a ese grupo de opulentos particulares —más corporaciones que personas individuales—. Esto no lo llevan a cabo con la entrega de camiones cargados de maletines ni con transferencias secretas de sofisticados ladrones. Lo realizan públicamente mediante la concesión de contratos para la realización de servicios que son presentados como salvíficos —hay que salvar el planeta, la tabla de multiplicar o lo que se tercie y cuele—.

Esto sucede porque esos particulares se han hecho amos de los gobernantes, que reciben sus migajas como pago por expoliar a los gobernados y naciones de cuya libertad y seguridad son responsables. Todo esta urdimbre de corrupción funciona por una única razón: la disposición del gobernante a corromperse —ahí ya sí hay transferencias secretas a paraísos fiscales—.

Pero, ¿por qué soportan esto los gobernados de todas las potencias afectadas? Porque el hombre del siglo XXI ha sacrificado el sentido común a la tecnología. Apabullado ante la inmediatez, es incapaz de esperar a la evolución de los hechos y desarrollar su propia reacción ante los acontecimientos. Rechaza lo que perciben sus sentidos. Se limita a imitar la reacción sincronizada que la tecnología le hace llegar de forma instantánea. Constituir parte de la masa elude la soledad y adormece la conciencia en los almohadones del conformismo compartido con carné de activista.

Si este es el desolador resultado social de la tecnología disponible hoy, ¿qué efectos terribles no tendrá en el futuro la inteligencia artificial en el entumecimiento de la conciencia —de la relación moral personal con los hechos— y hasta en el de la consciencia del ser? Difícil respuesta si ni siquiera somos capaces de contestar todavía cuáles serán las consecuencias a largo plazo para las relaciones humanas y para los individuos de la omnipresente inmediatez. Ésta nació con internet hace tan sólo treinta años y se desarrolló mediante su portabilización individual a través de los teléfonos inteligentes hace apenas 15 años. Caemos por una pendiente en aceleración exponencial mientras creemos dar un tranquilo paseo en llano.

La tecnología, hija de la inteligencia, es una facilitadora de vida en tanto que lo es del trabajo. Pero del mismo modo que el arma que defiende la vida puede ser utilizada para cometer un crimen, la tecnología también adelanta el trabajo de los criminales. De hecho, el global–socialismo nace de las capacidades de la tecnología existente. La muerte y el robo ya no están a la distancia de un disparo, sino de un clic.

De esta licencia propia de dioses paganos de disponer de la vida y hacienda de los demás ha nacido el global–socialismo, una secuela a escala global en el siglo XXI del nacional–socialismo alemán del siglo XX. El crecimiento de los particulares para los que trabaja este global–socialismo ha sido vertiginoso en los últimos años —por alguna razón, en especial a partir de la epidemia de coronavirus—. La tecnología impulsa la acreción de su Poder mediante un proceso de concentración corporativa. Ocurre en todos los sectores económicos: la energía, la banca, las cadenas de distribución de alimentos, el complejo industrial-militar, etc. Todo discurre hacia una única omnicorporación —o unas pocas a lo más— proveedora de todo a una población que —mientras llena universidades— va camino de perder todo el conocimiento acumulado durante miles de años por sus ancestros. El saber será privativo de los operadores del global–socialismo mientras la masa bizantina estudia el género de los números primos.

Los muchos beneficios materiales y morales del comercio desaparecen cuando las corporaciones alcanzan un cierto umbral de tamaño. Entonces las grandes comienzan a alimentarse de las más pequeñas hasta que sólo quedan unas pocas. En ese momento, a ese reducido número de particulares que son esas megaempresas les resulta más rentable dejar de competir entre sí y constituirse en cártel de su negociado. El resultado es un monopolio —un consenso—, que es el fin de la competencia y sin ella, el aumento de los precios acompañado de la reducción de la calidad. Las grandes firmas se transforman en gigantes que apenas son capaces de moverse. Carentes de agilidad, pierden la creatividad. Se convierten en monstruos siempre hambrientos, minotauros corporativos. Ahítos de empresas, comienzan a devorar estados. Su apetito es insaciable. Los beneficios económicos de la cuenta de resultados deben crecer cada ejercicio a cualquier coste, a cualquier precio.

Los cambios de gobiernos y legisladores no detendrán la Gran Colusión, aunque unos sean preferibles a otros y ésos consigan dar pasos contra la tiranía que crece a nuestro alrededor. Es una buena noticia para la libertad que diversos países anuncien su intención de abandonar la OMS, el Acuerdo de París o cualquier otro chiringuito supranacional. Resulta muy satisfactorio para el ciudadano común que los global–socialistas reciban alguna bofetada —y entre ellos sus financiadores a través de entidades como la USAID del Gobierno de los EEUU y la Fundación Open Society de George Soros, así como sus mercachifles publicistas del Foro Económico Mundial—. Sin embargo, la inercia existente es de tal magnitud que no es posible detenerla de forma súbita. La ciénaga global–socialista es la suma de las ciénagas nacionales. Cada Nación tiene la suya y tendrá que drenar su podredumbre por sí misma porque nadie acudirá en su ayuda. Todas las potencias están solas ante las demás potencias del orbe. En geopolítica —de la que el comercio no es una pieza menor— no hay aliados ni reglas, sólo intereses y fuerza para imponerlos.

La condición humana no cambia, por eso resulta tan útil recurrir al pasado para extraer de él enseñanzas que puedan tener cierto grado de aplicación a los problemas del presente. Ya hubo una compañía que creció tanto en su mercado que fue capaz de comprar gobiernos. Fue la estadounidense United Fruit Company, cuyo negocio principal era la banana. La corrupción que promovió esta firma ha quedado impresa en el acervo mundial con la expresión «república bananera», en referencia a la que se vende a una corporación y se pone a sí misma al albur de sus intereses. Evitar convertirse en una es tan fácil como que los gobernantes elijan no vender su patria y opten por hacer honor a su palabra y defender los intereses de sus gobernados a su mejor entender con todos los medios a su alcance.

También es useña la solución a la amenaza que supone la concentración de empresas o el crecimiento desmesurado de una compañía —como es el caso de fondos de inversión como BlackRock y Vanguard y de gigantes tecnológicos como Google, Amazon y Meta—. El Tribunal Supremo de los EEUU declaró en 1911 a la Standard Oil Company de John D. Rockefeller culpable de monopolio en el mercado del petróleo y la condenó a ser descuartizada en 39 empresas distintas. Este es el camino. Especialmente en cuatro ámbitos: el militar–industrial, el bancario, el de las nuevas tecnologías y el energético. Pero Occidente lo recorre en sentido opuesto. Y quien lo señala, es calificado como peligroso ultraderechista por los gobiernos y los legisladores con los que la banca bate récords de ganancias un año tras otro. La izquierda está con mister Rockefeller y con la señora Botín.

Así marcha el mundo real mientras la población paga por ver partidos de fútbol de alta competición que sabe que están amañados desde hace décadas. El avestruz que esconde la cabeza no ve venir la espada que le rebanará el cuello. Salvo que haga lo que más teme el Poder: que tome consciencia de su ser político y de la realidad que le rodea. Y que, como consecuencia de este acto, ponga en marcha un Reinicio Moral que acabe con la Gran Colusión existente.

Periodista, escritor y traductor. Ha firmado en los diarios Sur, La Voz de Cádiz, ABC de Sevilla y El Independiente de Cádiz. Fue responsable de Comunicación Externa de Airbus en Sevilla. Fundó y dirigió el periódico Innovación sobre el sector tecnológico de Málaga. Es autor del ensayo «Reinicio Moral» publicado en la obra colectiva «España o el 78» (Manuscritos, 2024), así como de los libros «Palabra de Rey» (Amazon, 2024), «Federalismo cacique» (Amazon, 2023), «Golpe a la Nación» (Manuscritos, 2019), y «La sencillez de las cosas» (2014).

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