Sé que las ucronías irritan a muchos historiadores, quizá a la mayoría, y me parece un error. Primero, porque, siendo ficción, no invaden el terreno de su materia y, en segundo lugar, porque construir una historia alternativa verosímil exige un conocimiento historiográfico extraordinario. Pero, sobre todo, porque, contra lo que sueña la visión marxista, la historia no es meramente un cúmulo de procesos inevitables sino que está llena de oportunidades perdidas, de batallas cruciales ganadas a la desesperada, de personalidades que cambian el destino de naciones.
La presidente electa de México, Claudia Sheinbaum, ha vetado la presencia del Rey Felipe VI a su toma de posesión por no responder a una misiva de 2019 del exdirigente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, en que le solicitaba que pidiera perdón por ‘la conquista de América’ y los «agravios» cometidos por España a los pueblos indígenas.
Sheinbaum, hija de judíos lituanos y, por tanto, sin antepasados victimizados por los crueles conquistadores, volvió a azuzar el caballo muerto de la Leyenda Negra americana desde el magnífico Palacio Nacional de México, antes Casas Nuevas de Cortés, antes aún Casas Nuevas de Moctezuma, sin advertir en ningún momento la ironía.
Esa ironía es la tragedia de la Hispanidad, un conjunto de naciones y pueblos con una historia, una lengua y una tradición religiosa compartidas que podría constituir un poderoso bloque transnacional en el panorama global con enormes beneficios para todos sus miembros, y cuyo desencuentro forzado nació de las mezquinas conveniencias políticas de los próceres de su independencia. Como acostumbra a decir el historiador argentino Marcelo Gullo, aquellas tierras no eran de España, eran España.
Desde las emancipaciones –”la conquista la hicieron los indios y los españoles la independencia”, decía el mexicano Arturo Arnaiz y Freg—, los caudillos de las nuevas repúblicas se vieron obligados a justificar su poder mediante la demonización de lo que hasta entonces habían sido. España tenía que ser un lejano y despótico imperio colonial que había sojuzgado cruelmente a naciones americanas que no existían y cuyo pasado había que embellecer al tiempo que se oscurecía el magnífico periodo virreinal, cuando las capitales de la América Española rivalizaban con ventaja con las metrópolis europeas.
Sencillamente, no pueden parar. Dejar de ofender a España y a la verdad histórica supondría para la casta gobernante hispanoamericana darle una patada a la escalera en la que se han aupado, renunciar a la justificación histórica de su poder y tener que explicar a sus pueblos cómo llegaron de tanta prosperidad a tanta miseria.
Pero pudo haber sido una historia muy distinta. La creación de naciones independientes en América y Asia puede juzgarse inevitable, pero el proceso pudo haber sido muy distinto y estuvo a punto de serlo. De hecho, a finales del Siglo XVIII se contemplaron varios proyectos para la independencia de América… en la corte española de los Borbones.
Septiembre de 1781. Once años antes, con ayuda de la Corona Española, las Trece Colonias inglesas de Norteamérica se proclamaron independientes de la metrópoli, lo que sirvió de toque de atención sobre el probable destino de las posesiones españolas en el continente americano. José Abalos, un político con extensa experiencia en el gobierno de las Américas, presenta en la corte un plan de independencia. «La verdadera riqueza de un estado son los hombres», afirma en la parte explicativa de su esbozo, de modo que había que dejar que se formasen naciones propias en Hispanoamérica. «El único remedio es… desprenderse de las provincias comprendidas en los distritos a que se extienden las audiencias de Lima, Quito, Chile y La Plata, como así mismos de las Islas Filipinas y sus adyacencias, exigiendo y creando de sus extendidos países tres o cuatro diferentes monarquías a que se destinen sus respectivos príncipes de la augusta casa de V.M. y que esto se ejecute con la brevedad que exige el riesgo que corre y el conocimiento del actual sistema».
América estaba lejos, mucho para la tecnología de transporte de la época, y las posesiones americanas habían desarrollado un comprensible deseo de aumentar su autogobierno. Además, había que tener en cuenta que el ascendente poder de los ingleses e incluso la influencia de la recién creada federación norteamericana podía desencadenar un proceso de independencia que enemistase a las tierras hispanoamericanas con respecto a la metrópoli e incluso las hiciese caer bajo la influencia enemiga, como de hecho sucedió. Así que convenía adelantarse.
Se trataba de formar cuatro estados, vinculados a la monarquía por pactos de familia, pero independientes. El proyecto llegó a manos del poderoso Conde de Aranda (arriba, detalle de su retrato), que lo hace suyo y propone al Rey constituir una especie de federación de monarquías independientes. «Que V.M, se desprenda de todas las posesiones del continente de América, quedándose únicamente con las islas de Cuba y Puerto Rico en la parte septentrional y algunas que más convengan en la meridional, con el fin de que aquellas sirvan de escala o depósito para el comercio español”, se lee en la propuesta de Aranda presentada a Carlos III. “Para verificarse este vasto pensamiento de un modo conveniente a la España se deben colocar tres infantes en América: el uno rey de México, el otro del Perú y el otro de lo restante de Tierra Firme, tomando V.M. el título de Emperador.»
Continúa Aranda: «Mi pensamiento fue que en lugar de virreyes fuesen infantes a la América, que tomasen el título de príncipes regentes, que se hiciesen amar allí, que llenasen con su presencia la ambición y orgullo de aquellos naturales, que les acompañasen un buen consejo con ministros responsables, que gobernase allí con ellos un Senado, mitad americanos y mitad españoles, que se mejorasen y acomodasen a los tiempos las leyes de las Indias, y que los negocios del país se terminasen y fuesen fenecidos en tribunales propios de cada cual de estas regencias».
Dejo al lector la tarea de imaginar qué distinto hubiera sido el mundo con unos países hispanoamericanos que hubieran alcanzado su soberanía de esta forma amistosa y pacífica. Porque el Rey acogió con agrado la idea de Aranda, y solo un suceso inesperado, como tantas veces en la historia, nos privó de lo que pudo haber sido. Lo escribe el propio Aranda: «Vino el tiempo que yo temía; la Inglaterra rompió la paz traidoramente con nosotros y en tales circunstancias no osó el rey exponer a sus hijos y parientes a ser cogidos en los mares».