«Mi batalla es que cada cual, hombre o pueblo, sea él y no otro»
Unamuno entretejió su vida en torno a España, aquella que excitó en él innumerables reflexiones y le dolía en el cogollo de su corazón —escribió desde su exilio en Fuerteventura— así que Hispanoamérica difícilmente cabe suponer que le causara indiferencia. Podía ser exaltado y en ocasiones errático en su discurrir, le reprochaban algunos, pero anduvo sobrado de alcance y honradez intelectual para comprender que el españolismo sin hispanidad hubiera sido como esa oración del ateo a la que dedicó uno de sus poemas. Si bien nunca llegó a poner pie en aquel continente descubierto al azar, pero evangelizado a conciencia, su obra y aún su propia vida, sin embargo, no son comprensibles sin él.
Su propio padre fue aquello que se conocía como un «indiano», es decir, aquellos españoles que iban a hacer las Américas en busca de fortuna y regresaban, los pocos, tras haberla logrado. En este caso trayendo además una modesta biblioteca de libros mexicanos que cautivarían su imaginación infantil, según rememoraba en Sobre Latinoamérica: «¡Qué extraño desfile por mi espíritu fresco y virginal el de aquellos aztecas, toltecas, y chichimecas!, ¡cuántas noches me engolfé en los relatos del buen padre respecto a los sacrificios al Sol, y en las leyendas de los viejos dioses mexicanos! (…) Así es como mi padre me trajo de esa tierra en que aprendió a trabajar y a vivir, una fuente de extraña poesía, y así es como las raíces de mi visión de Méjico se entrelazaban con las raíces de mis primeros ensueños».
Su progresiva toma de conciencia del territorio peninsular como «el viejo solar de los abuelos, la pequeña España» frente a esa «América de mis cuidados» que la hacía mucho más grande provino de dos de sus maestros. Uno fue Juan Valera, quien en Cartas Americanas dejó una observación que podría haberse escrito ayer mismo: «los americanos supusieron que cuanto malo les ocurría era transmisión hereditaria de nuestra sangre, de nuestra cultura y de nuestras instituciones. Algunos llegaron al extremo de sostener que, si no hubiéramos ido a América y atajado, en su marcha ascendente, la cultura de Méjico y del Perú, hubiera habido en América una gran cultura original y propia». El otro referente para nuestro protagonista fue Menéndez Pelayo, quien ya advirtió premonitoriamente de que si España olvidaba este pasado «volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vetones o de los reyes de taifas». Pues bien, ambos fueron parte del tribunal académico de la universidad salmantina que otorgó a Unamuno la cátedra de griego.
Su formación fue preludio de una escritura muy prolífica y volcada en una amplia variedad de asuntos humanos, dentro de la cual iba ganado terreno un tema: «cada día me interesa más América y me vuelvo más hacia ella. Y ha sido para mí una salvación». Los motivos se retroalimentaban, pues su nombre ganaba prestigio en la prensa americana y con ello se acrecentaban unas colaboraciones agradablemente retribuidas, según confesaba, «aunque yo y mis hijos no comamos de lo que la pluma me produce, cenamos de ello…» destacando en particular Argentina y concretamente el diario La Nación, que llegaba a pagarle mucho más que la prensa española, hasta 150 pesetas por artículo (y del escritor vasco es sabido que su acuciante anhelo metafísico de trascendencia no iba reñido con su gusto por las comodidades burguesas).
Esto, además, trajo consigo un caudal de cartas de hispanoamericanos interesados en sus opiniones, consejos y, sí fuera posible, promoción. Mantuvo una relación epistolar con casi 400 de ellos a lo largo de su vida, lo que supuso cerca de la mitad de todas las cartas que llegó a acumular, que fueron entre 20.000 y 40.000, según distintas fuentes. Entre aquellos que lograron su admiración y patrocinio, se pueden citar a autores como Sarmiento, Juan Zorrilla y Vaz Ferreira.El vivo entusiasmo con el que cultivó su amistad y difundiósu obra es acorde a su visión en absoluto paternalista del otro lado del océano, pues según Álvarez de Miranda en El pensamiento de Unamuno sobre Hispanoamérica: «percibía a los pueblos hispanoamericanos y a España con una valoración igualitaria, sentía vivamente a todos ellos como idénticos portadores de Hispanidad».
Esa idea de una hispanidad uniformemente distribuida se refleja, por ejemplo, en Algunas consideraciones sobre literatura hispano-americana, en el que se oponía a que España ejerciera el monopolio del casticismo y se pretendiera instalar en ella «la metrópoli de la cultura», aspirando por el contrario a una lengua hispánica que bautizó como «sobrecastellano», que integrara diversos usos lingüísticos: «un giro nacido en Castilla no tiene más razones para prevalecer que un giro nacido en Cundinamarca, o en Corrientes, o en Chihuahua, o en Vizcaya o en Valencia. La necia y torpe política metropolitana nos hizo perder las colonias, y una no menos necia ni menos torpe conducta en cuestión de lengua y de literatura podría hacernos perder —si estas cosas se rigieran por procedimientos de escritores y literatos— la hermandad espiritual. Tenemos que acabar de perder los españoles todo lo que se encierra en eso de madre patria, y comprender que para salvar la cultura hispánica nos es preciso entrar a trabajarla de par con los pueblos americanos, y recibiendo de ellos, no sólo dándoles».
En la cita anterior vemos como alude con pesar a la pérdida de las colonias, un asunto que requiere mayor detalle para no dar pie a equívocos. Como miembro insigne de la Generación del 98 indudablemente quedó consternado por la Guerra de Cuba, punto de inflexión en nuestra historia que trajo el fin del periodo colonial y el comienzo de las tensiones separatistas en la península, pero no sería justo etiquetarle como un nostálgico del imperio. De hecho, reivindicó a Bartolomé de Las Casas, figura hoy vista con recelo por muchos como negrolegendaria, pero a sus ojos representante del más elevado humanismo cristiano. Así mismo, dedicó una gran atención a Simón Bolivar, al que admiraba tanto que consideraba la quintaesencia misma de la españolidad y comparaba con El Quijote (y eso en los parámetros del ilustre bilbaíno era mucho decir). La lucha por la independencia de las colonias americanas era algo que, decía, debía causar regocijo… ¡a los propios españoles!: «como Diego Lainez se llenó de orgullo al ver que su hijo, el Cid, sintiéndose mordido en el dedo por el padre le amagó un bofetón, así nosotros, los españoles, deberíamos enorgullecernos de la heroicidad de aquellos hombres frente a las tropas de los torpes Gobiernos peninsulares y considerar una gloria de la raza las glorias de las independencias americanas».
Ahora bien, aunque la independencia de aquellas repúblicas es algo de lo que no tiene sentido lamentarse o pretender revocar pues los hechos históricos no se deshacen igual que —tal como apuntaba en cierto poema— uno puede morirse, pero no puede desnacer, tampoco debe ser entendida como un darse la espalda. Aunque suele atribuirse al obispo vizcaíno Zacarías de Vizcarra haber impulsado el término mismo de «Hispanidad», lo cierto es que 16 años antes que él Unamuno ya había acuñado el término que más adelante utilizaría «para incluir a todos los linajes, a todas las razas espirituales, a las que ha hecho el alma terrena —terrosa sería mejor— y a la vez celeste de Hispania, de Hesperia, de la Península del Sol Poniente, entre ellos a nuestros orientales hispánicos…».
En todos esos linajes veía una «unidad de porvenir», de la que lamentó que su integración no fuera más que «un sentimiento en cierta forma erudito y en vías de costosa formación». Para ello hace falta previamente un conocimiento y reconocimiento mutuo, al que Unamuno se consagró en vida y que ahora, gracias entre otras cosas a internet, tenemos al alcance como nunca antes, así que sigamos su consejo: «y vuelvo a lo que decía al principio, y que es uno de mis más repetidos estribillos: a la necesidad de que todos los pueblos de lengua castellana se conozcan entre sí. Porque no es solo que en España se conozca poco y mal a la América Latina, y que en esta se conozca no mucho ni muy bien a España, sino que sospecho que las repúblicas hispanoamericanas, desde Méjico a la Argentina, se conocen muy superficialmente entre sí».