La identidad es uno de los grandes temas de nuestro tiempo. Casi podría decirse que no hablamos de otra cosa, ya sea para afirmar o para negar. El problema es que el concepto se ha convertido en un peligroso batiburrillo en el que cabe ya de todo. ¿Acaso no hablamos de políticas de identidad para referirnos a los excesos woke con ciertas minorías? ¿No nos abruman estos días nuestros líderes de la UE con constantes apelaciones a la necesidad de defender los valores de Europa frente a la amenaza de los nuevos Estados Unidos de Trump? ¿De qué hablamos cuando hablamos de identidad?
El último libro de Diego Fusaro Defender lo que somos. Las razones de nuestra identidad aporta algunas reflexiones de interés para orientarse en este lío conceptual. No espere el lector, sin embargo, una descripción del contenido concreto de esa identidad que el pensador italiano reivindica, porque no es ése el objetivo. Esa sería materia de otro libro. O más bien, de muchos otros libros, dada la complejidad del tema.
En éste se trata, en cambio, de explicar por qué la afirmación de la identidad propia no sólo no implica necesariamente violencia o exclusión hacia los demás, sino que en realidad es el punto de partida mismo de cualquier comunicación. Sólo puede haber diálogo ahí donde dos (o más) se reconocen distintos, pero, pese a ello, dispuestos a hablar. “El diálogo sólo puede existir allí donde hay identidades fuertes, con valores y raíces sobre cuyo fundamento confrontarse”, nos explica Fusaro. “El respeto de las identidades y tradiciones ajenas no implica el abandono de las propias. Al contrario, las presupone”. Y esto es porque “en el diálogo auténtico se intenta asumir y comprender la perspectiva del otro, sin abandonar la propia, sino enriqueciéndola, modificándola y perfeccionándola a través de esa confrontación”.
La identidad es la base misma de la interrelación humana, que no puede concebirse sin la diferencia entre un ellos y un nosotros, como las teorías evolutivas acreditan. Cuestión distinta es el modo como gestionemos esa polaridad. Y aquí Fusaro es muy claro: la defensa de la propia identidad no debe ser cerrada, sino que debe estar abierta a lo distinto. En realidad, si se piensa bien, es bastante lógico: quien tiene una identidad propia, que reconoce como valiosa y diferente, debería estar predispuesto a respetar las identidades de los demás, lo que no debe confundirse con aceptarlas sin más.
Traducido a lo político: defensa del soberanismo y de las culturas e identidades populares de cada nación, porque son la base para cualquier diálogo, y rechazo frontal tanto del globalismo de la indeterminación y de la disolución de las naciones, como de los nacionalismos excluyentes (los nacionalismos propiamente dichos) basados, no en la afirmación de lo propio, sino en el rechazo de los otros.
Es importante entender con Fusaro que identidad no se opone a respeto o tolerancia, como tantos pretenden hoy hacernos creer, sino a indeterminación, a vacío. El mundo de las identidades tradicionales se opone al nihilismo de una globalización que, en palabras del pensador italiano, no reconoce más identidad que aquellas que sean compatibles o útiles para su propósito de unificar todas las realidades en torno a los rasgos de la ‘forma mercancía’. ¿Qué quiere decir esto? Pues que, entre todas las opciones posibles, serán primadas aquellas que encajen con los rasgos propios de la mercancía –uniformización, intercambiabilidad, movilidad y cosificación– y serán desechadas aquellas que se resistan al imperio de las cosas y su lógica. Esta es una de las razones, por ejemplo, por las que la crítica feminista a la cosificación del cuerpo de la mujer está condenada al fracaso en un mundo en el que la cosificación, la conversión en mercancía, afecta a todas las dimensiones de la realidad. Por tanto, Fusaro nos anima a defender e impulsar estas identidades colectivas tradicionales justamente como freno de este proceso de destrucción de cualquier sentido del mundo.
La apología entusiasta del mercado pletórico explica también por qué asistimos desde hace décadas a un acoso explícito o implícito a todo lo que ancla a los individuos con una cultura, un territorio y unas gentes. Y esto incluye la religión (y el mundo de lo simbólico); la nación entendida como apego profundo, no sólo como la formalidad de un DNI; y la familia como universo que genera lazos no basados en el interés. O, al menos, no de forma primordial, como es habitual que ocurra, en cambio, entre los amigos. Todo esto se opone a la lógica del mercado absoluto, como el propio Fusaro ya ha analizado en otros libros (especialmente en el espléndido El nuevo orden erótico. Elogio del amor y la familia (Viejo Topo).
De modo que el verdadero enemigo no es la identidad, ni las naciones, sino un globalismo mercantilista que se ha convertido en un auténtico promotor del nihilismo y de la inautenticidad, bajo la coartada de la inclusión. “Destruyen la Europa de los templos griegos y las catedrales cristianas, para instaurar el nuevo espacio neutral y simbólico de los bancos y de los centros neurálgicos (hub) del capital líquido-financiero. Las raíces culturales y espirituales de Europa se borran en beneficio del desarraigo y la homologación propias del paradigma globalcapitalista”. De ahí la oportunidad de preguntarnos, cuando hoy hablamos de Europa y de los valores europeos, ¿de qué hablamos en realidad? ¿de qué Europa? ¿de qué valores europeos? Las tres piedras angulares de esa cultura europea, según nos explica el profesor de Filosofía José Ramón Ayllón, eran la razón griega y su empeño en buscar la verdad; el derecho romano, ligado a la idea de derecho natural; y el cristianismo, que les dice a los hombres que no todo ocurre en el plano horizontal de la existencia, y que no deben olvidar la vertical y simbólica. Nada de esto sobrevive entre nosotros más que como ruina o como resto del pasado que fuimos.
Hemos hablado de la inclusión, una de las vacas sagradas de nuestro tiempo. ¿Quién osaría cuestionar la bondad de quien quiere que nadie se quede fuera? El problema aparece cuando se nos dice que, para no dejar fuera al otro, tenemos que dejar de ser nosotros mismos en favor de la construcción de un espacio social indiferenciado y neutro (como las terminales de un aeropuerto, o las plantas de un centro comercial). Esta idea de Europa como ‘no lugar’ aséptico, como un territorio indiferenciado, en el que, por tanto, es importante diluir las fronteras y las diferencias, resume lo que hoy entendemos por los “valores europeos”.
Pero no es la única traición a nuestra historia y a quienes nos precedieron. Si en el pasado nos caracterizó una cultura del autocontrol y de la contención, hemos desarrollado otra basada en el hedonismo y el dejarse llevar por los instintos, las demandas de placer y el individualismo más extremo. Cómo nos va a extrañar, en este contexto, que los “nuevos valores europeos” pasen por exaltar como derecho el aborto, tan imprescindible para eliminar el límite que el cuerpo de la mujer (y su naturaleza fecunda) imponen a nuestra idea del sexo como placer desvinculado de cualquier trascendencia (los hijos). Cómo no entender el constante ataque a las incomodidades de la pareja, la familia o la maternidad (con tantos pañales que cambiar y tantas noches sin dormir) si el nuevo paradigma europeo es buscar cuanto más placer mejor.
Es importante, por tanto, entender que eso que hoy nos venden como cultura europea, en contraposición a las identidades nacionales, no es una verdadera identidad, sino una no-identidad, que se complace en su neutralidad. Pero no es menos importante la distinción que Fusaro realiza entre identidades fuertes (religión, patria, familia, tradición, cultura popular…) y las identidades pequeñas, líquidas, compatibles con el orden de la mercancía y el intercambio. “Esto vale para un amplio abanico de fenómenos que se extiende desde los colores unidos de los consumidores en serie a los desfiles falsamente polícromos del orgullo gay y de las multitudes solitarias de los consumidores caprichosos”.
A diferencia de las formaciones comunitarias tradicionales, “el mercado flexible, que hoy ha ocupado el espacio vacante de Dios, no favorece la formación de identidades estables, ni de un yo fuerte. Al contrario, debe deconstruirlos”. El resultado es un hombre “flexible”, sin identidad ni poder de decisión, sin proyectos, ni raíces. “El yo se convierte, pues, en pura teatralidad evanescente”, una identidad moldeada desde el exterior y diseñada al servicio de las lógicas precarizadoras. Es sorprendente que una preocupación como la salud mental, tan habitual en nuestros media, haya logrado desvincularse de esta fragilidad inducida que denuncia con acierto Diego Fusaro en su último ensayo.
Y aún podríamos añadir que, si las viejas identidades fuertes podían proporcionar una base para la rebeldía, en base a una aspiración conjunta al bien común, las nuevas identidades líquidas sirven, sobre todo, para fragmentar la sociedad en intereses tan variados y diversos que la única aspiración colectiva posible parece ser la defensa de esa cultura neutra de la indeterminación y de la intercambiabilidad. El frente social de los de abajo renuncia a su posible unidad en defensa de lo que realmente los une (la precariedad) para dividirse en confrontaciones internas (hombres contra mujeres, heteros contra gays, negros contra blancos…) que son perfectamente útiles para quienes detentar el verdadero poder.
Como es habitual en los libros de Fusaro, que es al tiempo hegeliano y marxista, en según que momentos, su crítica del capitalismo es radical y aboga por fórmulas socialistas como alternativa, desde la convicción de que el capitalismo no tiene arreglo. Esta dimensión de su discurso no tiene por qué ser asumida, pero ello no obsta para reconocer la utilidad de otros muchos aspectos de su pensamiento, útiles para pensar el tumultuoso tiempo que vivimos.