Aquellos que en nuestra última Guerra Civil exterminaron al 40% de los sacerdotes –más de 6.000– y a miles de monjas y creyentes católicos, entrenándose o haciendo boca en la Revolución de Asturias con 38 sacerdotes martirizados, venían siendo calentados para perpetrar la masacre religiosa desde que en mayo de 1931, en las primeras semanas de la República, se fundase la Liga Anticlerical y Revolucionaria, organización enhebrada hasta los tuétanos por masones e importantes dirigentes políticos, como Francisco Largo Caballero, y cuyo objetivo expreso en los Estatutos de dicha Liga era el completo exterminio y aniquilación de la iglesia española. Esto es, fueron los propios asesinos izquierdistas y masones quienes desde el punto de vista fáctico convirtieron aquella guerra fratricida en una verdadera Cruzada inversa. El hecho de que el Dr. Don Enrique Pla y Deniel, entonces obispo de Salamanca, escribiese la célebre carta pastoral de 30 de septiembre de 1936, en la que expresaba que “Nuestra guerra ha recibido el nombre de Guerra Civil, pero en el fondo debería apelarse Cruzada”, no es óbice para reconocer que Pla y Deniel no descubrió ningún arcano, sino que sencillamente se limitó a describir lo que estaba aconteciendo, como cuando se dice “llueve” cuando llueve. Aunque está demostrado que la Iglesia no tuvo nada que ver con el Alzamiento ni con las reboticas que lo organizaron, pues que en la famosa carta del Cardenal Gomá al Cardenal Pacelli queda patente que Isidro Gomá no tenía ni idea de quién era Franco, obviamente apoyó la Cruzada por puro instinto de supervivencia.
Existe además una patente legitimación teológica y eclesiológica para llamar a nuestra última Guerra Civil “Cruzada”, que vamos a demostrar sucintamente en este trabajo.
En los inicios mismos de la República la Iglesia no sólo se declaró neutral en materia política, sino que en la famosa carta pastoral de todos los obispos con el advenimiento de la República, los obispos declararon tajantemente que en nombre de la Religión Católica no se podía apoyar a ningún partido político en las lizas electorales. Pero a la fuerza ahorcan, y prácticamente todos los obispos abrazaron ya en el 37 a sus salvadores alzados. Efectivamente, tras la masacre de religiosos y creyentes, el 1 de julio de 1937, cuando comenzaba la campaña de Santander, se publica la Carta Colectiva de los Obispos Españoles con motivo de la Guerra de España, en que se vuelve a repetir el término Cruzada y se abraza la causa de los alzados. Sólo tres no la firmaron, y uno porque en esos momentos no tenía sede obispal. No la firmó el obispo de Vitoria, Don Mateo Múgica Urrestarazu, y no la firmó por su cerrado nacionalismo, ya que la República se prestaba más a ser complaciente con los delirios étnico-raciales de don Sabino Policarpo Arana Goiri que los militares alzados, cuyo espíritu abominaba abiertamente del autonomismo y de cualquier separatismo. No la firmó tampoco el cardenal y arzobispo de Tarragona, Don Francisco de Asís Vidal y Barraquer, y no la firmó por tres argumentos algo más racionales, que pueden ser discutibles. En primer lugar, se negó a firmarla porque veía en esta carta demasiada propaganda política de un bando, que se inmiscuía demasiado en la libertad expresiva de la jerarquía eclesial, en segundo lugar, porque la publicación de la carta podía indirectamente aumentar la saña roja y hacer que fuera aún más difícil la terrible situación en que vivían los pocos eclesiásticos que quedaban con vida en la zona roja, y, finalmente, porque “no es misión de la Iglesia legitimar ningún régimen”. Tampoco la firmó, porque no podía, el cardenal Don Pedro Segura, futuro arzobispo de Sevilla, valiente carácter y un tanto turbulento, porque en ese momento venía del exilio impuesto por la República y no regentaba ninguna sede obispal. De todas las maneras nunca la hubiera firmado, porque nunca soportó a los aduladores de Franco que cayeron en una egolatría, si bien Segura era más franquista que Franco, aunque hubiera sido algo más misericordioso con los “hermanos vencidos”, de los que hablaba el Cardenal Primado Don Isidro Gomá.
Un jovencísimo Marcelino Menéndez y Pelayo sostenía como profecía –cumplida– que “si el cristianismo católico construyó a España en su larga lucha contra el Islam, el día en que estos valores cristianos desapareciesen, España volvería a ser un reino de Taifas”. Y así fue, y así ha vuelto a ser. Los peores enemigos de la existencia misma de España, renacida tras una guerra de religiones de siete siglos, lo han sido también de su religión nacional, el catolicismo.
La Guerra Civil española fue Cruzada por su fin: “Por Dios y por España derramaron su sangre” (Pla y Deniel). «Es una guerra entre el Amor y el Odio en relación con la religión» (Gomá). Los soldados del bando vencedor se colgaron un crucifijo en el pecho y se lanzaron al combate con entusiasmo religioso, igual que en la época de Sancho el Fuerte en Las Navas de Tolosa. La salvación de la religión católica, entendida como la salvación de los cuerpos de los creyentes que la configuraban, fue la primera finalidad de nuestra Guerra Civil, acontecimiento realizado con la ayuda de la Divina Providencia, según los propios generales protagonistas de las más importantes batallas. Aniceto de Castro Albarrán, autor del controvertido “El derecho a la rebeldía” (1933), llegó a escribir: “La mano grandiosa de Dios nos dirigió y mantuvo a nuestros soldados con excepcional providencia en los campos de combate”. Y tras el triunfo de los alzados el Cardenal Gomá sostendría lo siguiente: “No ha sido la grandeza de los ejércitos y la inteligencia de sus generales, sino la fuerza que viene de los Cielos”. Jacques Maritain criticaba que se pusiese a la Divina Providencia como la principal causa de la victoria, a lo que el teólogo Raigada contestó: “La guerra para España fue una exigencia del amor cristiano y de la paz cristiana”.
No obstante, y desde el principio de la Guerra, todos los obispos escribieron cartas colectivas para que la guerra, máxima expresión del pecado, se terminase con el abandono de las armas por ambos bandos. Así leemos en una de ellas: “Cuando la guerra estalló, nosotros lo hemos lamentado, porque la guerra es la mayor desgracia que puede venir sobre nuestro pueblo. Con deseos de paz nosotros unimos nuestro perdón para los perseguidores y pedimos a los que pelean en el campo de batalla de una y otra parte que abandonen las armas y declaren la paz”.
Es un hecho que la civilización cristiana, que es la única solución política para el ser español, se puso en juego durante nuestra Guerra Civil. El espíritu católico era un rasgo congénito en los españoles. La naturaleza espiritual del español ha hecho que todas nuestras guerras civiles hayan sido, en el fondo, guerras de religión. Respecto a la igualdad entre todos los hombres no ha existido en absoluto una igualdad sana, a no ser la igualdad cristiana, que nunca ha confundido a Dios con el becerro dorado.
Los teólogos de nuestra Guerra Civil recordaban la carta del Papa Celestino I al emperador Teodosio: “Es más importante la fe que el Reino. Tú debes estar atento a la paz de la Iglesia como medio de la seguridad del país.” También rememoraban las palabras que el Papa Gregorio Magno manifestó al emperador Mauricio: “El Cielo te ha dado el poder para que tú ayudes a los hombres a alcanzar el Cielo, para que el Camino del Cielo sea más fácil para todos, para que el Reino de la Tierra sirva al Reino de Dios”. El padre jesuita Alfonso Martínez Thio, brutalmente torturado durante la guerra por los anarquistas, se cuestionó la persecución de la Iglesia con este interrogante: “¿Nosotros hemos vivido insensatamente la fe cristiana porque hemos tenido demasiada actividad en nuestras iglesias y medios suficientes para organizar procesiones sin haber prestado atención a los que abandonaron la Iglesia?”.
Nadie puede negar hoy que para aquellos españoles que la protagonizaron, desde una perspectiva emic, nuestra Guerra Civil fue una auténtica Cruzada. Para unos y para otros.