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La ofensiva de los Carvajales: Vox debe morir

Esta campaña políticamente indecente tiene nombres y apellidos. Y no hay que esconderse; es preciso denunciarlo

Cuenta una célebre leyenda medieval que el rey Fernando IV de Castilla murió en plena juventud a causa del emplazamiento y la consiguiente maldición de los hermanos Juan Alfonso y Pedro de Carvajal, conocidos como los Carvajales, caballeros de la Orden de Calatrava, acusados de la muerte de Juan Alonso de Benavides, privado del monarca. Fernando condenó a los hermanos, y éstos, jurando su inocencia, le emplazaron. El rey murió treinta días después de la ejecución. El vulgo y la leyenda atribuyeron la pronta muerte de Fernando a la maldición de los ajusticiados. En el Palacio del Senado, existe un lienzo de José Casado del Alisal, Los últimos momentos de Fernando IV, donde el monarca aparece en su lecho de muerte, ante unos Carvajales que le increpan desde el trasmundo.

En cierto sentido, existe un paralelismo entre la leyenda medieval y la accidentada trayectoria de VOX, como partido político, ante los representantes de la denominada «opinión pública». Y es que VOX ha sido, desde su nacimiento, un movimiento político emplazado no sólo por la izquierda, sino sobre todo por el conjunto de la derecha mediática. La ofensiva ha sido permanente, continua; pero ha llegado al paroxismo durante la campaña electoral de julio. La situación actual del campo mediático-cultural en la sociedad española es deprimente. No es solo que no exista el menor atisbo de independencia; es que su calidad resulta ínfima. El mundo mediático conservador se ha convertido en reducto de Carvajales, un conjunto de bustos parlantes, que tan sólo obedecen a las consignas del Partido Popular. La situación del campo cultural no es mucho mejor. Legiones de periodistas acomodaticios, de conferenciantes chirles, de cineastas y novelistas hebenes e historiadores corruscantes, han encontrado una veta de oro en el halago no sólo a la izquierda bienpensante y filonacionalista, sino a un «centrismo» que nadie ha sabido definir con precisión, quizás porque es imposible, quizás porque es inefable.

En cualquier caso, es obvio que la opinión publicada, en sus diversas variantes, ha decretado la muerte civil y política de VOX, por lo menos a medio plazo. Es el enemigo, no el adversario, a exterminar, por las buenas o por las malas. Para no pocos, resulta preciso amalgamar nuevamente al denominado «centro-derecha». Es decir, volver a la olla a presión prácticamente inútil que fue el Partido Popular, que si ablandaba los alimentos, no sabía o no podía transformarlos en un todo homogéneo. Hoy por hoy, un imposible histórico y político. Y es que cuando el Partido Popular quiso absorber todo el espectro conservador español, absorbió igualmente todas sus tensiones y conflictos. En el seno del Partido Popular, se intentó reprimir todos esos conflictos, pero no se erradicaron, porque era imposible; y en mayor medida dadas las características del liderazgo de Mariano Rajoy, Pablo Casado y, ahora mismo, el inane y localista Alberto Núñez Feijoo. El Partido Popular, como diría el filósofo Richard Rorty, es, hoy por hoy, un «vacío inútil». Y es que la derecha española siempre ha sido plural; y lo va a seguir siendo, por mucho que algunos pretendan aplicarle las técnicas de Procusto. Intentar homogeneizarla en el tosco e inane molde «centrista» no es sólo imposible, sino empobrecedor y, a la larga, suicida para el porvenir de España como nación.

Sin embargo, no existe la menor duda de que el Partido Popular y VOX son, a la larga, incompatibles, sobre todo en el pensamiento y en la práctica política de los acólitos del inane Núñez Feijoo. El Partido Popular actual odia a VOX mucho más que al conjunto de la izquierda y a los nacionalistas periféricos. Y los que sustituyan al gallego pensaran lo mismo; es inevitable. Su sueño húmedo es acabar con el partido verde como ocurrió con Ciudadanos o Unión-Progreso y Democracia, pese a que estos dos partidos no eran en realidad específicamente de derechas. De ahí la alienante campaña mediática contra VOX. Una campaña que no ha consistido en criticar racionalmente el contenido de su programa político, lo cual sería completamente legítimo, sino su satanización, su ridiculización. Si, como decía Carl Schmitt, lo contrario de la dictadura no es la democracia, sino la discusión, no existe la menor duda de que, hoy por hoy, vivimos en España en pleno estado de excepción mediático. Contra el partido verde, se ha elaborado una auténtica teología política, cuyo contenido aboca necesariamente a su desaparición como una rémora o un peligro social.

En ese contexto, no sólo la elite dirigente de VOX, sino el conjunto de su militancia y de sus votantes han sido sometidos a una auténtica ofensiva de aquello que el sociólogo Pierre Bourdieu denomina «violencia simbólica». Desde esta perspectiva, el proyecto político, las ideas y los sentimientos no deben tener presencia en la esfera pública; no son legítimos. El militante y votante de VOX debe interiorizar su culpa por pensar así. Y debe asumir, en el mejor de los casos, su papel de partenaire del Partido Popular; o, en el peor, ser discriminado, marginado, ridiculizado o estigmatizado. En un campo político, como el español, dominado todavía por el falso esquema fascismo/antifascismo, franquismo/antifranquismo, VOX carece de legitimidad social y política. Lo más significativa, sin embargo, es la naturalidad con que semejante esquema ha sido asumido por la propia derecha política y mediática.

Esta campaña políticamente indecente tiene nombres y apellidos. Y no hay que esconderse; es preciso denunciarlo. Ahí están las páginas de ABC, La Razón, El Mundo, The Objective, El Independiente, El Confidencial,, El Español, Libertad Digital, etc, etc, etc, que se han convertido en órganos del Partido Popular y en detractores sistemáticos, con frecuencia soeces y sarcásticos, de VOX. En esta batalla, lo que ha llamado, en primer lugar, mi atención ha sido la asunción por parte de estos medios de los fundamentos del universo simbólico del progresismo actual: la cultura woke, el antifascismo sin fascismo, la ideología de género, el globalismo, las abstracciones cosmopolitas, etc, etc. A partir de ahí, el desprecio hacia VOX y su base social adquirió un contenido no ya grosero, sino obsceno, pedestre y maloliente.  Contra VOX toda diatriba es posible: homófobos, racistas, machistas, fascistas, incultos, patanes, anacrónicos; Incluso puede que huelan a ajo, aunque no estoy muy seguro de esa última diatriba. Son los Torrentes del espacio político español. Igualmente ha llamado mi atención un singular y significativo retorno de los viejos brujos del «centrismo», la mayoría ya caducos, que repiten los tópicos de hace cuarenta años. No se han lavado los pies ni las axilas ideológicas desde hace mucho tiempo; y ya huele; huele muy mal. Reaparecen aquí, gritan y gesticulan y escriben, eso sí muy moderadamente, todos y cada uno de los sumos sacerdotes y vestales del «centrismo» puro y duro: Abel Hernández -¡el periodista orgánico de Adolfo Suárez-; Pedro J. Ramírez –león convertido en gatito siamés-; Casimiro García Abadillo –solemne repetidor de tópicos fraudulentos-; Victoria Prego –inventora de una falaz y acrítica transición a la partitocracia-; José María Carrascal –que lleva cien años escribiendo el mismo artículo-,  y un largo etcétera de folicularios, cuyo único objetivo era que el Partido Popular gobernara sin VOX. A fe mía que lo consiguieron. De las nuevas hornadas del periodismo “centrista” no es preciso hablar; son bustos parlantes sin relevancia.

Sin embargo, el Carvajal más rudo y ruidoso contra el partido verde ha sido Federico Jiménez Losantos, otrora erigido en martillo de centristas y «sorayos». Hasta hace poco sus enemigos mortales habían sido Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría, Pablo Casado y Alberto Núñez Feijoo. En poco tiempo, todo cambió. El aguerrido periodista aragonés publicó hace pocos meses un libro titulado El retorno de la derecha, obra en mi opinión absolutamente biodegradable, un panfleto plagado de errores, inexactitudes y crasas mentiras. De mí no dice más que tonterías, maldades; y una sola verdad, que no me gustan ni su estilo ni sus planteamientos. Tiene toda la razón; en eso y solo en eso estamos de acuerdo. Su leifmotiv está claro desde el principio, pues Jiménez Losantos es su ser muy elemental: la unidad de los distintos partidos de la derecha bajo la jefatura de Isabel Díaz Ayuso, con él como consejero áulico, por supuesto. Lo de siempre. El aragonés no ha aprendido nada de su experiencia con Aznar, Rajoy, Casado y ahora Núñez Feijoo. Queda la lideresa madrileña como alternativa. Fracasará, sin duda. En el libro, somete a crítica al extinto Ciudadanos, a los «centristas» del Partido Popular y, por supuesto, a VOX, a quien acusa de estar hegemonizado bajo la férula de una fantasmal sociedad secreta denominada El Yunque, caracterizada por su fundamentalismo religioso. Sin aportar prueba documental alguna, denuncia que un sector de la elite dirigente del partido verde milita en esa sociedad secreta. Como hubiera dicho Menéndez Pelayo, Jiménez Losantos convierte a El Yunque en «coco de niños» y «espantajo de bobos». Ni tan siquiera los sectores más radicales de la izquierda se han tomado en serio su denuncia. Es inverificable. No obstante, la influencia del aragonés en algunas mentes superficiales del pueblo de derechas sigue siendo grande; y seguramente tuvo sus consecuencias en el resultado de las elecciones de julio, sobre todo en la pérdida de votos por parte de VOX. Y es que hay un sector de la derecha que no piensa, y deja a otros que piensen por ellos; es más cómodo.

La influencia de Jiménez Losantos en un sector de la derecha española ha sido, y es, muy  negativa. Jiménez Losantos encarna una tendencia política que podríamos denominar «neoliberalismo baturro». Aunque es más un estilo personal que una doctrina, no carece de elementos claramente ideológicos. Se trata de una curiosa amalgama de baturrismo, dialéctica erística y liberalismo económico a ultranza. Jiménez Losantos encarna como nadie una clara renovación del baturrismo, hasta ahora bastante olvidado en su Aragón natal. Es el sosias de Paco Martínez Soria y, si me apuran, de Marianico El Corto, baturros por excelencia: personaje elemental, cazurro, vocinglero, tozudo, lenguaraz. «Chufla, chufla, que como no te apartes tú», decía Miguel Ligero en referencia al tren, en la célebre película Nobleza baturra. «Rediez que te rajo», decían, según el historiador Javier Varela, en su libro La novela de España, unos baturros que servían de escolta a Joaquín Costa durante sus conferencias y mítines.  Complemento del baturrismo, es el recurso a lo que el gran Arthur Schopenhauer teorizó como dialéctica erística, es decir, orientada en el único sentido de obtener la victoria en las disputas, sin tener en cuenta para nada la verdad. Si escuchamos sus peroratas radiofónicas o sus tertulias inanes, nos daremos cuenta de su permanente recurso al ataque personal, a los argumentos ad hominem, a la homonimia, a la retorsio argumenti, al argumento ad vericundiam, etc, etc. Otro de los recursos permanentes del aragonés es el de la seudología o silogismo de falsa identidad o, como diría Leo Strauss, reductio ad hitlerum. Un ejemplo: «Charles de Gaulle era anticomunista; Adolf Hitler era anticomunista; luego De Gaulle equivale a Hitler», así razonaban los miembros del Partido Comunista Francés; y así razona Jiménez Losantos cuando hace referencia a la nueva elite de VOX. Todo ello en defensa de su peculiar forma de entender el liberalismo. Como ha señalado el sociólogo italiano Carlo Gambescia, el liberalismo no es una tradición política homogénea; hay diversas tradiciones liberales que se definen por su relación con la dinámica estatal: anárquica, microárquica, árquica y megaárquica. El neoliberalismo baturro es, siguiendo a Mises, Hayek o Rothbard, de clara tendencia anárquica o microárquica. Es decir, su objetivo es combatir cualquier obstáculo a la maximización de beneficios, contra toda civilización asociada al Estado social o a la idea de justicia social, acusando a sus defensores de conservadurismo arcaico, tradicionalismo, fundamentalismo, «nacional-catolicismo» o fascismo. Lo mismo que la izquierda, aunque, eso sí, en un sentido opuesto. Todo esta argumentación es absolutamente falaz; y puede refutarse dentro del horizonte ideológico del propio liberalismo. En sus obras Ensayo sobre las libertades e Introducción a la filosofía política, el gran Raymond Aron afirmó que la democracia debía basarse en una economía mixta; y que los planteamientos liberales a ultranza de Hayek llevaban a una dictadura. Tenía toda la razón, porque finalmente Hayek apoyó el régimen militar de Augusto Pinochet. ¿Acaso Rothbard y Hayek, no han sido feroces críticos de la democracia, antesala, según ellos, del socialismo? Menos charlatanería neoliberal, y más formación doctrinal, por favor.

De hecho, Jiménez Losantos siempre ha considerado a VOX como un apéndice del Partido Popular, cuya función sería que los azules no derivaran a las prácticas políticas amorfas y “centristas”. Cuando el partido verde ha intentado defender su autonomía, como en Madrid o Castilla-León, la respuesta del aragonés ha sido radical, soez, insultante, empleando una jerga arrabalera; puro baturrismo. Finalmente, llegó la ruptura con VOX; lo que condujo al aragonés a significativas y puede que mortales contradicciones de tipo político, táctico e ideológico. Llevado de su animadversión a VOX, dio cancha nada menos que a Núñez Feijoo, el «centrista» más centrado, el más sorayo de todos los sorayos. Increíble, pero cierto; todo es posible en España. ¡Al fin sorayo!, podemos gritarle. Clara señal de decadencia política e intelectual. Y es que el neoliberalismo baturro no da para más. Es un estilo, el de un personaje singular, no una escuela de pensamiento. En su delirio, Jiménez Losantos llegó incluso a tomarse en serio las encuestas de Narciso Michavila. El resultado ha sido catastrófico, pero Jiménez Losantos nunca reconocerá, como se vio en su abrupta discusión con Juan Carlos Girauta, sus errores. Es baturro y, como tal, muy tozudo.

¿Superará VOX la ofensiva de los Carvajales? Conjeturo que sí. El partido verde no es equiparable a Ciudadanos; tiene su propia sustantividad y una base social todavía exigua, pero fiel y motivada. Nada que ver con el «centrismo». Siguiendo a Rousseau, podríamos decir que los militantes de VOX son ciudadanos activos, no meros «burgueses». Y es que el Partido Popular sigue sin dar la talla. Como Ortega y Gasset, ya podemos hacer referencia al «error Feijoo». No es que el político gallego haya cometido errores; es que ha sido en sí mismo un error. Y ya le están moviendo la silla, aunque ahora se niegue; todo llegará. Las alternativas a su liderazgo no son excesivamente ilusionantes. Isabel Díaz Ayuso no es una figura nacional española. Practica madrileñismo, nacionalismo madrileño, no una política vertebradora a nivel nacional. En el fondo, resulta tan particularista como cualquier líder regional o secesionista. Fuera del ámbito capitalino, carece de existencia. De Moreno Bonilla mejor es no hablar; es el arquetipo de lo que Alain Deneault ha denominado «mediocracia». ¿Se lo imaginan disputando con Pedro Sánchez, incluso con Yolanda Díaz? Sería una masacre dialéctica. ¿Hay alguien más en el Partido Popular? Me temo que no.

Es evidente que VOX se encuentra, en estos momentos, en una encrucijada, que pondrá a prueba su resistencia a todas las agresiones simbólicas y a todas las ofensivas mediáticas de que ha sido objeto. VOX sigue siendo más necesario que nunca, lo dice alguien que no es militante del partido, pero que simpatiza con muchas de sus propuestas. Dada la actual situación del Partido Popular, es poco previsible que VOX sea neutralizado por los acólitos de Núñez Feijoo, sosias de Mariano Rajoy. Debe dotarse de un aparato mediático propio, que defienda sus posiciones. Preservar su autonomía política, frente al parasitismo inherente al Partido Popular. Y, sobre todo, prescindir de la influencia de personajes como Jiménez Losantos. VOX es, en realidad, la única fuerza conservadora real. Su desaparición sería un desastre, ya que el Partido Popular ha perdido, si alguna vez la tuvo, todo perfil doctrinal.

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