Leer La opción benedictina, de Rod Dreher, fue como mantener una apasionante conversación con su autor sobre temas que nos preocupan a ambos y hemos tratado a lo largo de los años. Presenta un diagnóstico sobre la sociedad estadounidense actual y un somero recorrido por los hitos filosóficos que dibujan el cambio de concepción vital del hombre de esta época, su paso de cabeza de león a cola de ratón. A pesar del complicado diagnóstico, es refrescante por la claridad del planteamiento y porque, sin quejas lastimeras, propone una manera de enfrentarse al mundo nuevo en el que ya vivimos.
Con un lenguaje accesible y lejos de esos interminables e infructuosos debates teóricos de la Academia, Dreher manifiesta genuina preocupación por cómo desarrollar una vida cristiana en una sociedad postcristiana, y busca método y herramientas para ponerla en pie en el mundo al que pertenece. Periodista de profesión, hace años tuvo la intuición de que si el trasfondo de los cambios del mundo era una cruenta batalla espiritual, necesitaría de unas herramientas espirituales adecuadas para reconstruir su vida cristiana.
El autor, en su afán por encontrar una guía que le ayude a vivir cristianamente, encuentra en la Regla de San Benito de Nursia, padre de la vida monástica y patrón de Europa, la inspiración sobre la que propone el reagrupamiento, fortalecimiento, transmisión de la fe y protección ante una sociedad enemiga de lo cristiano. Pone de manifiesto la utilidad para los laicos de la formación de comunidades cristianas fuertes, ancladas en la vida real de cada uno, de trabajos, facturas, educación de los hijos, negocios, soledades, renuncias y, sobre todo, de fe. No pretende convertirnos en monjes, pero sí recupera la necesidad de una espiritualidad profunda, trabajada diariamente, y de un establecimiento de relaciones con el hermano que rompa el aislamiento social de nuestros días.
Con su propuesta, Dreher, pretende retejer hilos entre cristianos, crear núcleos de colaboración y apoyo profesional, no solamente para negocios honestos de miembros de la comunidad, sino también para ayudar a aquellos miembros que deberán cambiar sus carreras o cerrar sus empresas si quieren vivir honestamente de acuerdo a sus creencias, en una suerte de distributismo privado, en lugar del institucional y estatal al que se le presta voz en España. Los cristianos deben asumir que no podrán trabajar en muchos sectores ni en muchas empresas e instituciones, si no quieren trabajar en contra de aquello en lo que creen. Esta afirmación puede parecer exagerada al lector de estos párrafos, pero hace mucho tiempo que cruzamos esa línea.
Del libro de Dreher llamará la atención a los españoles la familiaridad de los Estados Unidos con distintas Iglesias y denominaciones cristianas, pero hasta eso hará bien al lector católico español de cierta edad, tan acostumbrado a ser mayoría social. Es importante que los católicos españoles entendamos que ya somos minoría, y menor aún que vamos a ser, y que vamos perdiendo por nuestra inacción. La omisión es nuestra responsabilidad.
Uno de los puntos a los que el autor concede importancia principal es la ley de libertad religiosa de los EEUU, de la que depende la definitiva intromisión del Estado en la libertad de credo, expresión y opinión política de sus ciudadanos y líderes religiosos, abarcando, incluso, la autonomía de cualquier profesional a elegir prestar o no un servicio contrario a sus creencias.
En España no tenemos ese debate porque, directamente, los políticos a los que los conservadores han dado su confianza para defender los valores cristianos han actuado una y otra vez contra tales principios, han cambiado su labor de oposición por la de colaboración, afianzado todas las políticas y medidas contracristianas y se han apoderado de todos los micrófonos conservadores, templando cada día el discurso y sumiendo al votante conservador en un estado de resignada impotencia que lo mantiene inactivo y desesperado ante el temor de “los otros son peores”. Llegamos aquí a una de las mayores y serenas afirmaciones del autor que hay que asumir con naturalidad y actuar, ojalá, en consecuencia: la política no va a salvar al cristiano. Tristemente, en España está siendo el católico el que salva una y otra vez a políticos que han facilitado la conversión del aborto en un derecho; establecido la presunción de culpabilidad del hombre; políticos que mientras sacan gradualmente del currículo escolar la enseñanza de la religión católica, facilitan la enseñanza del islam; que han establecido la ideología de género como política de Estado, promocionan y financian la hormonación y mutilación de menores; mantienen una atroz ley de memoria histórica; la destrucción del sector primario y energético; la inmigración masiva sin control de distintos continentes, mayoritariamente musulmana; y la disolución de la nación española a través de sus caciques autonómicos, entre otras muchas barbaridades. Todo con la validación de mucho voto cristiano. El católico no puede desentenderse de la vida política, pero tampoco puede participar en ella como si no lo fuera. Hemos de recuperar a Santo Tomás Moro, que no hizo más que ser fiel a su conciencia sin plantearse si con ello era útil o no. El mayor engaño en el que los cristianos han caído en la política actual es creer que es más útil estar de modo anticristiano que siendo coherente y oponiéndose a disciplinas de partido. Hay que encontrar la manera de reactivar una participación pública diferente a la habida hasta ahora. Estados Unidos lo tiene ahí más fácil que nosotros.
Otro de los pilares que Dreher reconoce imprescindible para la supervivencia del cristiano, es la educación de los hijos. Propone, acertadísimamente, la educación en casa, homescholing, mediante la creación de pequeñas comunidades de familias que busquen la protección de sus menores de toda la carga ideológica a la que son sometidos en los colegios, y volver al sistema clásico de educación, combinando filosofía clásica, ciencias y disciplinas necesarias para la vida, manteniendo la enseñanza de la doctrina cristiana. Esta es una de las reclamaciones más interesantes y con más sentido de las que propone como seguro para formar a las nuevas generaciones y salvarlos de las garras del Estado. Y es también, sin embargo, una de las mayores diferencias entre Estados Unidos, un país que sigue siendo de sus ciudadanos aunque estén en enredos ideológicos importantes, y España, un país que ya no es de los españoles, con sus políticos trabajando y legislando en favor de sus enemigos, y cuyo futuro próximo tampoco le pertenece. En España no hay manera de escapar a la apisonadora ideológica en que han convertido la enseñanza. No en vano, fue la ministra de Educación, y no la de ninguna otra cartera, la que en enero de 2020, a cuenta del pin parental que algunos padres pedían para salvaguardar a sus hijos de unas actividades extracurriculares, dijo textualmente en rueda de prensa: “No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres”.
Dreher señala al liberalismo como uno de los grandes responsables de la perdida de referencia moral del Bien de nuestra sociedad, y con gran razón, pues el liberalismo nace en una sociedad de moral cristiana, en un entorno donde los márgenes de actuación en búsqueda del bien común están delimitados. Pero en el momento en que esos márgenes desaparecen, la sociedad nada en una ética líquida y el bien común se trasforma en la búsqueda de la apetencia personal, el propio liberalismo facilita la deriva de destrucción del hombre que estamos viviendo. Hay ideas que sólo funcionan en la abstracción de la Academia y/o entornos controlados. Y la vida real es todo menos eso. De alguna extraña manera, ateos y liberales pensaron que una sociedad sin cristianos seguiría ejerciendo la virtud cristiana común y mantendría a raya la invasión musulmana de la que estamos siendo objeto, pero la realidad arrasa con su implacable apisonadora. Que los virtuosos sean los otros no funciona.
A pesar de la convulsión de Occidente, Dreher se mantiene optimista en la premisa de que si, a través de las comunidades laicas de corte benedictino que propone, consiguen transmitir la doctrina, riqueza cultural y modo de vida a las siguientes generaciones, aunque sean pequeñas en número, estas podrán, poco a poco, revestir y ampliar su entorno social en el mundo nuevo en el que deriven todos estos cambios. Así pues, nuestra labor como católicos ahora es, principalmente, al modo benedictino, salvar lo más posible de nuestra riqueza cultural y espiritual, nuestro modo de vida, y transmitírselo a las siguientes generaciones, aunque en España tendremos que hacerlo de otro modo. En casa, en la parroquia, con mayor implicación personal y compensando el adoctrinamiento escolar, reorganizando amigos y formadores, asumiendo persecución. Una comunidad abierta a la colaboración entre cristianos creyentes, aunque de distintos carismas dentro de la misma fe. Abierta a no creyentes, porque la fe es un don de Dios y forma parte de su relación íntima con cada uno, pero que sí quieren vivir de acuerdo a la moral cristiana y empezar a desarrollar un entorno regido por las virtudes y la búsqueda del Bien y la trascendencia. Configurar una suerte de exilio comunitario interior. Unas comunidades que, aunque mantengan relación con el mundo, no estén regidas por aquellos llamados católicos que ni viven como tales, ni defienden sus intereses en la vida pública. Este planteamiento no se basa en un tribunal constante de personas y vidas ajenas, ni mucho menos. Pero tampoco en el todo vale en el que estamos instalados ahora.
También Dreher ha entendido que la Iglesia ya no es refugio seguro para sus fieles, que éstos han de seleccionar con cuidado los templos a los que asisten porque hay pastores que no predican la doctrina a la que se deben. En España contamos en nuestra contra, además, con una Conferencia Episcopal temerosa del IBI y del IRPF, que lejos de mantenerse firme frente a un Estado abiertamente anticristiano, prefiere ponerse de perfil ante sus propios fieles que sobreviven en el desconcierto por verdadero milagro. Reconozco que es en este punto en el que aun me obligo a mantener una esperanza de base muy fina. Sigo esperando que algunos de nuestros obispos levanten al fin la voz y se pongan de parte de la doctrina y la libertad sin ambages. Ojalá pronto dejen de vendernos tan barato como un 0,7% y dejen de poner sus medios al servicio de quienes nos quieren destruir.
Si consultamos el currículo académico de la mayoría de los políticos y élites españolas culturales, económicas, comunicadores y demás perfiles de influencia en instituciones patrias o europeas, podremos constatar que han crecido en centros de supuesta formación católica. Lógicamente, no todo el que recibe formación católica ha de serlo, sólo faltaba. Pero que la mayoría no lo sean, apenas sepan recitar el Padrenuestro y aboguen por valores frontalmente opuestos a los cristianos, es para que las instituciones correspondientes se lo planteen seriamente. Pero, sobre todo, para que se lo plantee el cristiano de a pie. ¿Dónde está esa Iglesia otrora orgullosa de fundar universidades, de educar en filosofía, ciencias, arte y fe, convencida de su necesidad para la conformación de una sociedad mejor?
No podemos seguir pensando que los que deben hacer el bien, lo harán. No ha sido así. Basta de llorar por la leche derramada. Tomemos las riendas. Y no se puede tomar las riendas de una sociedad o un grupo en profundo cambio, sin tomar previamente las riendas de la propia vida. Del mismo modo que si uno quiere la libertad de una sociedad de valores cristianos no puede delegar plenamente la práctica de la virtud, si un cristiano quiere una comunidad cristiana fuerte, no puede delegar la práctica religiosa del cristianismo.
La famosa “hora de los laicos” de la que hablaban no era un cambio de gestión, sino una hora de resistencia y de trabajo duro, durísimo, en el mantenimiento de la fe personal, transmisión de doctrina y del saber acumulado en una institución que a ratos parece avergonzarse de sí misma. No se avergüencen ustedes. No importa el nivel de práctica o formación que tengan, recomience hoy el que quiera desde donde esté. Aférrense a la doctrina, estudien a los Santos Padres, háganse con un Biblia Católica en papel, no se fíen sólo de las fuentes digitales. Léanla asiduamente. Naveguen en su enseñanza desde el Génesis hasta el Apocalipsis y consérvenla como un tesoro recién descubierto. Puede que ahora mismo no les diga nada que les haga sentir que es un tesoro, pero llegará el día. Frecuenten los sacramentos. No tengan prisa en ellos, al contrario, sean los sacramentos su descanso. Huyan de las refriegas impostadas a cuenta de “mira a estos, mira a aquellos”. Miren, en cambio, a la Eucaristía, el verdadero misterio de nuestra Fe. En estos años de ruido atronador, recordemos que el sacramento es la Eucaristía, no el hecho físico de la comunión. Redescubran la Adoración y el silencio. Busquen en su día unos minutos para orar sin alarde ni testigos en su habitación privada, donde sólo Dios les vea. Alaben a Dios, aun en la pena y la desesperanza. Y estarán cimentando sobre roca una nueva vida plena. Una vida que incluirá trabajo y renuncia, familia y soledad, amigos y enemigos, triunfos y fracasos, pobreza y escasez, riqueza y persecución, virtud y alegría, una vida que busque el Bien, un Bien mayor que nosotros. Y si no tiene fe pero quiere formar parte de esta comunidad, viva como si ya la tuviera, estudie como si fuera un nuevo mapa del alma, construya su libertad desde la virtud. Y será una vida hermosa. Que la práctica de la virtud y la profundidad de la religión vuelvan a recaer en nosotros.
El futuro tan temido de la caída de Occidente ya está aquí. Nos toca respirar hondo y adentrarnos en él. Preservar y perseverar en la fe y nuestro modo de vida para las siguientes generaciones. Ha llegado el momento de desempolvar esa tan denostada Tradición en la que Cristo duerme, cuyo peso tantos decían que nos impediría cruzar el río, y configurar con ella lo que siempre fue para el cristiano: la barca que nos permita surcar un mar en tormenta.