No conocemos aún la causa de lo que ha pasado. Pero estamos seguros de que no es la que usted tiene en la cabeza. Ese parece ser el esquema de los mensajes del poder en los últimos años.
El autor y analista norteamericano Steve Sailer lo llama “the war on noticing”, la guerra contra el darse cuenta. La fase final del control del discurso no es, como en la propaganda de los totalitarismos tradicionales del siglo pasado, darnos una versión falsa de lo que no sabemos, sino convencernos de que no es cierto lo que podemos ver, lo que tenemos delante de los ojos.
Es la inversión de la navaja de Occam: la explicación más probable no es la más sencilla, sino la más retorcida.
Noviembre de 2019. Empiezan a llegar a Occidente informaciones alarmantes procedentes de China de una epidemia de naturaleza desconocida que tiene su epicentro en la ciudad de Wuhan. En pocas semanas, la misteriosa enfermedad llega a Italia y, como un incendio, surgen casos en un país tras otro, comenzando así una pesadilla sin precedentes que se prolonga al menos dos años y que escenifica el fracaso del modelo globalista: en todas partes (con honrosísimas excepciones) se aplican las mismas medidas –distanciamientos social, mascarillas, confinamientos– que se demuestran a la larga inútiles, cuando no contraproducentes.
El mundo entero vive así un experimento social insólito que se ha traducido en empobrecimiento, recortes de libertades y un aumento considerable del control social por parte del poder. ¿Y la causa? Y aquí viene lo divertido. De todos los lugares del mundo en que podía surgir un virus nuevo, desconocido hasta la fecha, lo hace en una ciudad china sede de uno de los centros más importantes de experimentación con virus, en el que colaboran instituciones de Estados Unidos. Verde y con asas: el virus ha salido del laboratorio en cuestión, accidental o deliberadamente, ¿no?
Pues no. Se ha debido a un rarísimo caso de zoonosis, es decir, de transmisión de un animal a un humano. Nadie sabe qué animal. Salen artículos especializados o generalistas que especulan con un murciélago que se habría comido un chino en el mercado húmero de Wuhan. Otros aventuran que el culpable, en animal responsable de todo el desaguisado, es un pangolín (en la foto).
¿También se comen los pangolines? Nadie sabe, al menos en Occidente, pero la historia murciélago-pangolín se consolida. Más aún: se hace obligatoria. La versión que se le ocurre inmediatamente a cualquiera, la que cae por su peso, la evidente, es inmediata y universalmente ridiculizada, desmentida por altas autoridades científicas. “Trust the Science!”. Más: es censurada. Defenderla, desde determinados cargos, supone el despido, la degradación, la cancelación, la muerte laboral. En las redes sociales significa automáticamente censura y probable cierre de la cuenta.
Poco a poco, casi olvidada ya la peste, se empieza a reconocer que los gobiernos, a través de sus servicios de inteligencia, conocían la verdad desde el principio: con toda probabilidad, el virus misterioso era artificial, una creación humana, y había surgido del laboratorio de Wuhan. Naturalmente. Nadie pide perdón, no se dan explicaciones, nadie paga años de censura y mentiras sobre un asunto tan importante y universal.
A medio año de iniciarse la pandemia mundial, se anuncia con gozo la salvación: se ha encontrado una vacuna. Varias, en realidad, la mayoría con una tecnología nunca probada antes en humanos, de ARN mensajero (ARNm). Unos pocos, un puñadito, apunta tímidamente que vacunas nuevas contra virus que se conocen desde hace siglos tardan unos diez años en desarrollarse para garantizar que son seguras y efectivas, cuánto más si se trata de un patógeno completamente desconocido hasta la fecha.
Da igual: son eficaces y seguras. “Trust the Science!”. Se repite el ciclo de intimidación, saturación mediática, censura y marginación activa del disidente, un enemigo del pueblo, un asesino de abuelitas. La gente, en consecuencia, se vacuna en masa.
Y empiezan a surgir, primero como rumores, como historias anecdóticas de personas cercanas, extrañas reacciones médicas. Al fin los medios informan de un aumento anómalo de la mortalidad en un país tras otro, coincidiendo con el fin de la campaña masiva de vacunación. Se disparan los ictus. La miocarditis, una dolencia rarísima, se hace extrañamente común entre jóvenes. Se habla de ‘turbocánceres’.
En los artículos que hacen la crónica de la intrigante mortandad los científicos se muestran perplejos en su mayoría. Se apuntan diversas causas posibles, pero nadie sabe realmente. Los artículos y los científicos consultados solo coinciden en una cosa: las vacunas no han tenido nada que ver, aunque hace tiempo que se dejó de defender que fueran cien por ciento seguras y efectivas. Da igual que sea el único factor común de cierto peso: no es nunca lo que parece.
24 de febrero de 2022. El presidente ruso Vladimir Putin anuncia por televisión una «operación militar especial» en las provincias ucranianas de Donetsk y Lugansk; los misiles empezaron a impactar en diversos puntos de Ucrania, mientras las fuerzas terrestres rusas cruzaban la frontera, dando inicio a una guerra que continúa hasta hoy.
Para Europa Occidental y, muy especialmente, para Alemania es un desastre sin precedentes. La pujante industria alemana, locomotora de la economía de la Unión Europea, depende del gas barato ruso para subsistir, después de haberse deshecho de sus centrales nucleares y abrazado con entusiasmo la suicida agenda verde.
La tentación de contemporizar es enorme. La arteria vital de la industria alemana sigue siendo el Nord Stream 2, un gasoducto que pasa bajo las aguas del Báltico y que le proporciona el gas que las fábricas necesitan para operar de forma competitiva. Y, entonces, el 26 de septiembre de 2022 se produce una explosión submarina que destruye los gasoductos de gas natural Nord Stream 1 y Nord Stream 2.
Adiós tentación. El gasoducto era una empresa conjunta rusoalemana, con lo que ambos países pierden. Alemania pierde la energía barata, Rusia pierde los ingresos por la venta del gas. No mucho antes, el presidente de Estados Unidos, el demócrata Joe Biden, advertía abiertamente en una alocución grabada en vídeo que su país se aseguraría de la desaparición de ese gasoducto. Otro tanto expresaba, con aún mayor crudeza, Victoria Nuland, responsable del Departamento de Estado para Europa y organizadora del golpe de Estado del Maidán en Ucrania una década atrás. Unos días antes se habían organizado unas operaciones de la OTAN en el Báltico. Y el mismo día de la noticia del atentado, a pocas horas de conocerse, el exministro polaco de Asuntos Exteriores Radosław Sikorski (y marido de la influyente periodista neocon Anne Applebaum) publica desde su cuenta en X un tuit con la foto de las consecuencias del ataque y el escueto mensaje: “Gracias, Estados Unidos”. Una vez más, caso cerrado, ¿no?
No: el culpable era Putin. No tenía el menor sentido, porque Rusia salía enormemente perjudicada y el gasoducto era, al menos en parte, suyo. De haber querido dejar a Alemania y a toda Europa sin ese gas, le hubiera bastado con cerrar el grifo. Y, sin embargo, esa fue la versión oficial, la obligatoria. Cuando, al cabo, fue difícil sostener una historia tan retorcida de falsa bandera se recurrió a otra aún más increíble: unos cuantos ucranianos descontrolados que actuaron por su cuenta y riesgo. No sé qué es peor.
Este año pasado, en noviembre, tuvimos el desastre de la gota fría en Valencia, con centenares de muertos en la contabilidad oficial y daños materiales dignos de una guerra de los que aún no se ha recuperado la zona. Esta vez, los culpables oficiales fueron inmediatamente identificados: el Cambio Climático como causa del desastre natural, y el presidente valenciano Carlos Mazón como responsable de la catastrófica respuesta. Eso, aunque la gota fría sea en la región un fenómeno recurrente del que se tienen registros mucho antes de que el ser humano pudiera responsabilizarse de cambio climático alguno, y aunque todo apunta más bien contra las medidas ‘verdes’ del gobierno. Da igual, no es lo que está pensando.
Y ahora, el 28 de abril de 2025, hemos tenido el apagón nacional más prolongado que recuerdo en más de 60 años de vida. Una vez más, el gobierno, al cierre de este texto, aún desconoce las causas del desastre tercermundista, ya sean la guerra no provocada de Putin, el cambio climático o la ultraderecha. Lo único que sabemos, lo único que se nos asegura con la misma certeza con que se nos decía solo unas semanas atrás que no existía riesgo alguno de apagón (menudo bulo), es que no tiene nada que ver con la enloquecida política energética de volar centrales térmicas y nucleares y presas en obediencia a la agenda verde. Como cualquiera hubiera podido –equivocadamente, claro– suponer.