El género diarístico puede dividirse grosso modo en dos: el diario centrípeto, que atrae todas las cosas hacia sí y convierte todo cuanto le rodea en un foco vuelto hacia el yo, y el diario centrífugo, que a partir del yo ilumina las cosas que tiene a su alrededor. La utilización de uno u otro método es ya revelador y proporciona un primer rasgo del carácter de su autor, sobre todo porque más que un método es una pulsión que se expresa en la escritura, un modo de ser que se prolonga inconscientemente en el contenido del diario. El hombre ensimismado, atormentado y ególatra utiliza su diario con el mismo fin con el que Narciso miraba el agua: recrearse en su propio yo. Las cosas que hay a su alrededor, todo lo que ve y lo que oye, son sólo superficies contra las que rebota para volver hacía sí mismo, para volver a replegarse en la concha de su solipsismo. Este es el diario centrípeto. El hombre expansivo, jubiloso y extrovertido utiliza su diario como una ventana, escribe para ver la luz del sol y escuchar las voces de los viandantes, para desparramarse en la vida de los otros. Este es el diario centrífugo. Ambos tipos de diario son interesantes cuando el autor tiene un mundo interior lo suficientemente profundo, porque al fin y al cabo, tanto para lanzarnos hacia afuera como para atraparnos, es necesario que tenga una gran intimidad oculta. Tanto el géiser como las arenas movedizas tienen hondos motivos.
El cuarto tomo de los diarios de Enrique García-Máiquez, Contentamiento de haber nacido, pertenece sin duda a la familia de los diarios centrífugos. El propio título, si es que alguien no conoce todavía al autor gaditano, anticipa que estamos ante un diarista agradecido, abierto a la sorpresa de la existencia, capeador de pesimismos, interesado en encontrar en las anécdotas diarias y en apariencia intrascendentes el símbolo de un ideal. Eso lo encuentra, ante todo, en su entorno más inmediato: su familia. Su mujer Leonor y sus hijos Quique y Carmen son los verdaderos protagonistas de su diario, mientras que el autor es un cronista que, eso sí, no se conforma con anotar lo que ocurre en la superficie, sino que toma de ella, de las escenas cotidianas, de una ocurrencia de sus hijos o un amago de desencuentro con su mujer, la pepita del ideal, el núcleo palpitante de lo esencial, esa lección que estaba encerrada en la crisálida de lo circunstancial y que ahora revolotea ante sus ojos fascinados.
Máiquez es un cronista de lo eterno, pero de lo eterno incardinado en lo temporal, oculto entre los pliegues de lo ordinario. Un crítico le ha reprochado elegantemente su confesionalismo literario. Yo no sé cómo un católico coherente puede escribir un diario sin dejar traslucir su fe, sin que los acontecimientos de su día a día estén atravesados por el fin que los unifica y les da sentido. De hecho, no sé cómo una persona podría escribir un diario sin confesar explícita o implícitamente lo que cree sobre el fin último de la vida. Un diarista ateo o anticristiano confesará velis nolis su creencia, ya sea con algún comentario directo en el que exprese su rechazo a Dios, ya sea por su forma de afrontar y explicar los acontecimientos de su vida, por el nihilismo subyacente a la hora de describir lo que le sucede. Si no podemos afirmar o al menos conjeturar con alta probabilidad de acierto lo que que piensa el diarista sobre Dios, es que no se ha implicado en lo que estaba contando, se ha hecho impersonal y objetivo, y entonces ya no es un diarista, sino un amanuense o un paisajista.
Hubiera sido tan extraño que un católico como Máiquez no fuera confesional en su diario, como que no fuera paternal siendo padre como es. Pero, gracias a Dios, lo mismo que con la religión, el autor no cree que la paternidad deba quedar relegada a la esfera privada. Y digo «gracias a Dios» porque una de las maravillas de Contentamiento son sus escenas paternofiliales. La parte más importante en la educación de los hijos son las lecciones al vuelo, las que no se dan desde la tarima sino desde el asiento del coche o en la mesa del restaurante. La ocasión presenta un marco fugaz y el padre debe estar atento para dar pinceladas rápidas pero maestras, especialmente en la etapa hiperabsorvente pero ya interactiva que va desde los cinco a los diez años. Contentamiento comprende el lapso entre 2016 y 2019, cuando su hija Carmen tenía entre seis y nueve años y su hijo Quique, entre cinco y ocho. Su padre no desaprovecha ocasión para infundir en ellos un talante de nobleza, para ir formando su buen gusto y encauzar su amor hacia las cosas que lo merecen. Pero esas lecciones son la mayoría de las veces sutiles, insinuadas más que impartidas, porque a veces es bueno que el niño crea que colabora en la conclusión que el padre saca de las premisas de las circunstancias. No es psicología inversa, sino coincidente. En ocasiones, dejar que el hijo crea que es su padre el que está de acuerdo con él, y no él con su padre, es una victoria pedagógica segura.
Pero las lecciones son bidireccionales: de padre a hijos y de hijos a padre. Máiquez no deja escapar esas respuestas lacónicas, esas observaciones inquietantemente lúcidas y epigramáticas que sólo los niños se permiten de vez en cuando. Casi se diría que es la suerte de los principiantes… en sabiduría.
Una muestra con su hijo Quique. En el colegio alguien le ha robado uno de sus tesoros más preciados: su taco de cartas de monstruos. Baja llorando del autobús escolar y se lo cuenta a su padre, que intenta consolarlo socráticamente, recordándole que es mejor padecer una injusticia que cometerla. Quique le responde todavía entre sollozos, pero con razón: «será menos malo. Lo mejor es ni una cosa ni otra: ni ser robado ni robar». Precisión peripatética.
Otra muestra, esta vez de su hija Carmen. De camino a un cumpleaños, Enrique aprovecha para darle unos consejos extensibles a cualquier compromiso social: «da siempre las gracias, juega con todas, déjate ganar, come de lo que no te gusta, no te atiborres, no llores…». Hasta aquí todo bien, no hay donde meter baza. Pero cuando podría haber acabado y quedar como uno de los Siete Sabios, Enrique esgrime un último consejo que no sabe que es de doble filo: «dile “guapa” a las gordas». Carmen queda impactada por la falsa disyuntiva implícita en el consejo, pero no desaprovecha la ocasión para recordar a su padre la reversibilidad de los cumplidos deshonestos: «vale, g-u-a-p-o».
Contentamiento está lleno de estos “gags” familiares en los que una vez desvanecida la comicidad que parecía ser su único objetivo, toma consistencia y perdura la moraleja. Máiquez apenas parece intervenir, sabe quedarse en un segundo plano y ser el espectador privilegiado, como mucho el medio circunstancial de esas lecciones. Las recibe y las transmite al lector, asombrado y agradecido.
Pero esas escenas aparecen y desaparecen, están entreveradas con otras anécdotas, digresiones y reflexiones filosóficas o literarias. Los niños entran y salen del diario en un continuo pillapilla, al girar la página el lector puede toparse con ellos y escuchar sus risas nerviosas. Pero entre entrada y salida Máiquez nos puede sorprender con una defensa y explicación de la pupila azul de Bécquer, con un viaje a Cirencester para asistir al curso de Roger Scruton o con un haiku a la luna, y esta variedad de temas y su inesperada aparición infunde dinamismo al diario y hace que la lectura nunca sea aburrida y monótona. Por lo demás, la prosa de Máiquez nunca da pie al aburrimiento, porque está tan llena de matices, de chicuelinas expresivas y de hallazgos poéticos, que incluso si fuera monotemático seguiría siendo un placer leerle.
Después de Lo que ha llovido (2006-2008), El pábilo vacilante (2008-2011) y Un largo etcétera (2011-2016), Contentamiento viene a continuar ese único diario por entregas que todavía no tiene fin a la vista. En la solapa se anuncian los próximos títulos, pero no sabemos dónde empieza y dónde acaba la broma, ya que uno de ellos, que lleva por título Agenda, es un diario del año 2030, y aparece también un volumen póstumo con la siguiente fecha, incierta pero segura: «¿‒?». Nosotros sólo podemos desear que este diario se prolongue, porque es un género donde Máiquez se mueve como pez en el agua, donde puede combinar poesía, crítica literaria, crónica de viajes y articulismo, concentrando en un sólo libro todo lo que él abarca normalmente por separado. Todas las técnicas están permitidas, todos los golpes autorizados. El diario es el vale tudo de la literatura, y Máiquez debe seguir regalándonos asaltos memorables.