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La posmodernidad se cierne sobre la Tierra Media

La reinvención del universo de Tolkien en 'Los anillos del poder'

La impronta es un fenómeno ampliamente conocido gracias a los estudios del biólogo Konrad Lorenz en los gansos: aquella primera figura moviente que ven tras romper el cascarón es la que pasarán a considerar su madre, así que él mismo era fotografiado frecuentemente seguido por una hilera de aves.  Algo parecido nos ocurre a los humanos, de tal manera que en una horquilla de edad en la ya tenemos el entendimiento relativamente desarrollado, pero aún virgen ante la experiencia del mundo, según vea uno antes Star Wars o El Señor de los Anillos aquella será la trilogía que deje huella en el fondo de su alma para el resto de su vida. Hay quienes son bi y están bendecidos con la capacidad de apreciar ambas con toda la intensidad que merecen, mientras que otros se enzarzan en disputas sobre que su favorita es mucho mejor que la otra. Pero vivimos tiempos oscuros y es momento de dejar tales rencillas atrás para hacer frente al enemigo común, uno que va más allá de Mordor y de la Estrella de la Muerte, de Palpatine y de Sauron: hablamos del progresismo posmoderno. 

En primer lugar, hemos de entender que ambas obras por su capacidad de enraizarse en una larguísima tradición cultural que han heredado y reformulado son mitos contemporáneos (que no modernos, pues hay algo imperecedero en ellos); son leyendas que, por sus resonancias arquetípicas, por la manera en que nos presentan a sus personajes en su periplo externo e íntimo, están cargadas de lecciones existenciales. La vida no viene con un manual de instrucciones, pero sí con reseñas de usuarios anteriores… algunas muy bien contadas como es el caso. Así, en un mundo desencantado por el iluminismo que rompe con la tradición y la comunidad, abandonando a la intemperie a individuos ya sin lazos ni raíces, estas y otras narraciones se convierten en un último asidero al que agarrarnos para no perdernos en el negro abismo como un astronauta durante un paseo espacial. Lo sabe expresar con gran elocuencia Gonzalo Rodríguez García en su libro El poder del mito: análisis del mito y la trascendencia en la tradición europea frente al olvido del espíritu: «el mundo moderno genera ya y de manera evidente hombres y mujeres descontentos que, con conciencia de ello o no, están buscando ‘una salida’. También ‘un regreso’. Unas raíces, un horizonte y un sentido. El nihilismo moderno, sea cual sea la forma en la que se manifieste y compense su vacío, no llega a convencer ni satisfacer a muchos que se ven a sí mismos como ‘extranjeros’ de su propia época. Es entonces que surgen, y quizás mayormente de manera inconsciente, ‘búsquedas de tradición’; regresos trasversales e indirectos al imaginario de la tradición, reencuentros con la tradición a través de antiguas mitologías, cantares, leyendas o episodios históricos de especial significado, intentos de actualización del pensar y sentir religioso ‘originario’, anhelo de una vivencia ‘épica y mágica’ del mundo, también de una identidad profunda que se remonte en el tiempo y evoque un algo ancestral».

Pues bien, la posmodernidad sería el último clavo en el ataúd, el desmantelamiento de ese postrero refugio, dado que la deconstrucción de los textos en busca de opresiones sistémicas y resignificación termina matando al mito. Veamos un ejemplo concreto en la serie The Acolyte, la última producción de la franquicia de Star Wars, donde se nos contaba que ahora los jedis… ¡son los malos de la historia! Al hacer eso trastocas todo el relato, que deja entonces de ser una lucha entre el bien y el mal, para convertirse en una mera acumulación de subjetividades y puntos de vista igualmente válidos; ya no habría entonces heroísmo ni el sacrificio tendría sentido al no existir un fin último que lo merezca. Algo similar ocurre en Los anillos del poder, la serie de Amazon de la que ahora está emitiéndose su segunda temporada que pretende reinventar según cánones actualizados el universo de Tolkien. En ella ahora nos muestran el lado «humano» de los orcos, que tienen individualidad, vínculos familiares, miedos y esperanzas, ¡ahora son una minoría oprimida! Si creen que estoy delirando pueden verlo con sus propios ojos aquí. En el universo tolkeniano todo está atravesado de un sentido moral absoluto, sea o no humano, desde los árboles hasta los paisajes, de los espíritus a los objetos, de tal manera que los orcos son una pura fuerza maligna, monstruos sin más fin que la guerra y la destrucción. No pueden ser otra cosa y darles este nuevo significado hace que se desmorone la mitología en la que están integrados. Pero si solo fuera eso…

Tolkien dedicó en torno a doce años de su vida a escribir y revisar su trilogía, que vio finalmente publicada a los 63 años. Fue el trabajo de una vida, y en él bajo los ropajes alegóricos de una fértil imaginación proyectó sus experiencias biográficas, sus creencias católicas y su vasto conocimiento académico de historia, lenguas y mitos. El cineasta Peter Jackson tuvo la rara combinación de audacia y humildad necesarias para adaptarla al cine guardando la mayor fidelidad posible al original. El caso que nos ocupa ahora, como estamos viendo, es diferente. Los directivos de Amazon debieron pensar que poner mil millones de dólares sobre la mesa —la producción audiovisual más cara de la historia— de alguna manera lograría que sus guionistas escribieran como Tolkien y… no funciona.

La historia original era una batalla trascendente del Bien contra el Mal donde personajes y escenas fluían bajo ese paradigma. Aquí las tramas —deslavazadas y desarrollándose por conveniencia del guion más que por su lógica interna— aluden a cuestiones menores, motivadas por intereses particulares, como los enanos peleando por excavar o no en Mithril, la encrucijada de los elfos por ser inmortales en la Tierra Media, disputas personales de telenovela o conspiraciones del estilo de Juego de Tronos ¿Realmente eso puede interesar a alguien? Un ejemplo, la isla de Númenor según la imaginó Tolkien fue un regalo de los Valar, seres inmortales, a la estirpe Edain de los hombres, por su esfuerzo bélico y estos terminaron odiando/temiendo a los elfos por su condición inmortal. Tiene sentido. Aquí lo resolvieron de otra manera: los hombres comienzan a rebelarse contra los elfos porque «¡vienen a quitarnos los puestos de trabajo!», en clara alusión a los votantes de Trump y a sus políticas sobre inmigración. Que no es, precisamente, lo que uno espera encontrar en una historia de estas características.   

También tenemos una Galadriel recreada como mujer empoderada y heroína de acción estilo Xena, y un Gandalf como asceta salido de La vida de Brian, mientras que Sauron pasa de ser un ente sobrenatural a un engendro gelatinoso similar al patógeno negro de Prometheus. El reparto parece haber sido seleccionado principalmente para reflejar «diversidad», así que da igual en qué localización se desarrolle la trama que en pantalla en todo momento van a aparecer negros, asiáticos y blancos en similar proporción, con la mitad de ellos mujeres a ser posible con ellas destacando en posiciones de poder.

Difícilmente puede haber, a la vista de todo lo anterior, suspensión de la incredulidad: no hay grandeza, leyenda, encantamiento… y la percepción de ello es generalizada. En su primera temporada solo el 37% de los espectadores que comenzaron a verla llegaron al final. En la segunda, el desinterés del público ha ido en aumento, despertando especulaciones sobre que la producción se suspenderá tras emitir su último capítulo y no habrá una tercera temporada. Eso sería una buena noticia. Tal vez lo mejor que pueda decirse de esta producción es que la verá muy poca gente y caerá rápidamente en el olvido, minimizando así el daño, porque a cada espectador que la ve lo mata un poco por dentro. Si el Anillo Único enloquecía y volvía malvado a quien entraba en contacto con él, esta serie lo deja medio tonto.

Por desgracia no es un caso aislado, sino parte de un fenómeno más amplio que alcanza a todo nuestro mundo. Una oscuridad que se extiende. Solo cabe concluir citando de nuevo a Gonzalo Rodríguez García, que propone como objetivos vitales salvar a los hobbits, luchar por el retorno del rey y, por último, algo más: «Estamos en guerra, por nuestras almas y por la Tierra Media, y no vale ponerse de perfil. Con energía y decisión, con inteligencia y discernimiento, con calor humano y vocación de encuentro, con compromiso y lealtad. Por nosotros y por un mundo en el que Sauron parece haber pervertido todas las cosas y corrompido corazones y entendimientos. Hasta el punto de que ser esclavos nos parece normal y vivir en el caos nos parece de orden. Por todo ello y en definitiva… hay que ser como Gandalf».

Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

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