Los españoles de más edad están descubriendo que la versión adulta de los Reyes Magos no existe.
Desde el año 2000 ven que en un “Estado social y democrático de Derecho” como el español (art. 1 de la CE) una familia se puede quedar sin casa, sea por embargo, sea por morosidad del inquilino ‘vulnerable’ o sea por okupación, sin que la Administración intervenga. El covid mostró que el eslogan izquierdista de “Tenemos la mejor sanidad del mundo” tapaba unas carencias que sólo han servido para aumentar los afiliados a las compañías de sanidad privada. La inflación de universidades y títulos no ha evitado ni el paro estructural de los jóvenes ni la emigración de cientos de miles de ellos para encontrar un empleo decente. Y a medida que la natalidad se desploma y la pirámide de población se invierte, los más espabilados comprenden que no cobrarán una pensión pública decente, a pesar de lo cual el Estado persigue el ahorro privado.
Con cada crisis, el Estado pierde jirones, pero, como el monstruo de Hobbes, no deja de crecer en brazos (funcionarios) cuya principal misión es conseguir de los súbditos dinero y obediencia, ya que el amor y el respeto se están disipando.
Las inundaciones producidas en Valencia el 29 de octubre, que han arrasado docenas de pueblos y causado más de 200 muertos, han sido el último mazazo en la única aportación española a la teoría de la política desde el liberalismo, los pronunciamientos y la guerrilla: el Estado autonómico.
Cuando los políticos instauraron las autonomías en la Constitución (junto con los mecanismos que iban a permitir la creación de la partitocracia, como el sistema proporcional, las listas cerradas y bloqueadas y la financiación pública de los partidos), las justificaron con dos argumentos: calmar a los separatistas, tan perseguidos los pobres, y acercar la gestión a los ciudadanos.
El primer argumento fracasó casi inmediatamente, ya que con el autogobierno y la cesión de competencias y fondos al Gobierno vasco, ETA asesinó más que en el franquismo. Los separatistas están creando sus ‘pueblos’, roban a manos llenas, incumplen las leyes y son tan poderosos que se rebelan contra la Nación y el Estado, como hicieron los separatistas catalanes en 2017. En ese trance en que la unidad de España y la paz en una región estuvieron en riesgo, el Gobierno nacional (entonces dirigido por el PP) apenas movilizó sus aún inmensos medios.
Por otro lado, las autonomías como sistema de gestión y servicio a los ciudadanos también han naufragado. A medida que reciben más competencias, desde hospitales a ferrocarriles, suben el coste de éstas, el número de funcionarios, el papeleo y los impuestos. Todo es más caro con ellas, como los sueldos de los policías o de los parlamentarios regionales. Y de manera simultánea, empeoran los servicios públicos. Mientras la Unión Europea avanza hacia documentos únicos válidos en todo su espacio, en España existen diecisiete tarjetas sanitarias, diecisiete sistemas educativos, varios sistemas informáticos en la Administración de Justicia…
Durante la epidemia de covid, ésa que según el experto Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias sólo iba a causar “uno o dos casos”, hubo diecinueve teléfonos de información a los que los españoles debían llamar según su autonomía de residencia, más las ciudades de Ceuta y Melilla.
El despotismo de todos los gobernantes mundiales de entonces se agravó en España con el despotismo de los caciques locales. Unos imponían el pasaporte electrónico, que se ha comprobado no servía para nada; otros establecían horarios de cierre de los comercios diferentes y hasta prohibían salir de determinados municipios. El presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, asombró incluso a los más adictos a las versiones oficiales al explicar que el covid se desplazaba merced al viento. Alberto Núñez Feijóo, actual presidente del PP y entonces mandamás en Galicia, trató de convertir en obligatoria la vacunación con multas de hasta 60.000 euros.
Cada vez que la naturaleza, la vida o los enemigos ponen a prueba al Estado español, éste fracasa en todos sus niveles: municipal, provincial, autonómico y nacional. Y sucede no sólo al perseguir a la oligarquía del Régimen del 78 por corrupción o por traición, sino en proteger las vidas de los españoles.
Lo que vamos sabiendo de las incompetencias, las desidias y negligencias de las Administraciones enciende la sangre. A la ministra de Defensa se le pregunta por qué han llegado los periodistas antes a los pueblos arrasados que los militares y su respuesta consiste en “es que no es competencia de Defensa en este momento”. La consejera de Justicia e Interior y máxima responsable de Emergencias de la Generalitat valenciana, reconoce que desconocía la existencia del sistema de envío de alertas masivas a los móviles cuando las lluvias y las riadas ya estaban matando a docenas de personas. El director general de Salud Pública y Equidad (sic) en Salud, Pedro Gullón, sorprende a todos los que han visto películas de unidades militares sitiadas por alemanes o indios, con el diagnóstico de que “los cadáveres no suponen un gran riesgo de salud pública momentáneo”.
El presidente Pedro Sánchez, cúspide del Estado, que “dirige la acción del Gobierno” (art. 98 de la CE), ha encarnado la incapacidad de la Administración y, a la vez, el deseo de pasar las culpas a otros con unas palabras que le perseguirán toda la vida: “Las autoridades valencianas conocen el terreno mejor que nadie. Sus técnicos, sus bomberos, sus policías, sus servidores públicos están allí, están trabajando, viven allí, saben lo que hay que hacer y si no tienen recursos suficientes, que los pidan a la Administración General del Estado”.
Es decir, yo tengo medios de sobra para paliar la catástrofe y salvar vidas, pero no los muevo hasta que me los pida otro miembro de la partitocracia que se encuentra en su feudo y para eso dispone de sus técnicos y bomberos. Le faltó explicar si la petición tenía que cursarse por escrito y con póliza. El Régimen del 78 ha creado una estructura administrativa de pesadilla.
Lo reconoció uno de los cobistas de Sánchez cuando arremetió en uno de esos periódicos de papel que sobreviven gracias al dinero público contra los que criticaban al señorito: “Vete a explicarles a sus seguidores las complejidades de la maquinaria del sistema autonómico de competencias”. ¿Hablamos de servicio público o de física nuclear?
En España se ha conseguido el anhelo de todo político y funcionario: instaurar la impunidad mediante toneladas de papel legal que sepultan las responsabilidades. Aquí tenemos una corta lista de las normas de las que se ha armado el Estado para combatir las catástrofes: Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio; Ley Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa Nacional; Ley 17/2015, de 9 de julio, del Sistema Nacional de Protección Civil; Alertas de Protección Civil de nivel 1, 2 y 3; y Plan Nacional de Predicción y Vigilancia de Fenómenos Meteorológicos Adversos.
Mientras esperaba a que la crisis económica le llevara al Gobierno, Mariano Rajoy declaró que en 2010 “el número de páginas de los boletines oficiales en España eran 876.000, más 250.000 de la Administración central del Estado. En Francia, hay 400.000”. Una vez en la presidencia del Gobierno, con mayoría absoluta en las Cortes, no hizo nada para simplificar el Estado autonómico (del que viven los liberados de su partido), ya que aseguró que “ha funcionado razonablemente bien” y “garantiza la solidaridad” entre los españoles. La realidad rompe la pantalla de cristal tras la que viven los políticos.
Los españoles están comprendiendo que se hallan solos ante las adversidades. Toda la descomunal ristra de ministerios, agencias, protocolos, consejerías, direcciones generales, juntas, delegados, militares, policías, leyes, reglamentos y ONG (porque no hay ONG de fuste que no reciba subvenciones) no sirve ni ante la oleada de inmigrantes ilegales ni ante una riada. Entonces, ¿cuál es su sentido?, ¿enriquecer a unos políticos y a sus verdaderos jefes?
Pocos días antes de la gota fría, el presidente de la Generalidad y la alcaldesa de Valencia se ofrecieron a acoger por tercera vez la Copa América, en cuanto el Ayuntamiento de Barcelona anunció que rehusaba a seguir con el patrocinio. La competición deportiva dejó una deuda de 400 millones en Valencia, que al final asumió el Estado, o sea, todos los españoles. Si ese evento es tan ruinoso, ¿por qué interesa tanto a los políticos valencianos?, ¿por las mordidas?
El Estado autonómico es una selva de granujas peleando por mantener sus competencias, aumentar sus presupuestos… y quitarse de en medio cuando se produce una calamidad. Sólo queda la confianza en otros compatriotas y la unión de los humildes, expresada en el lema de ‘Sólo el pueblo salva al pueblo’. Tanto ha molestado éste a los poderosos que han mandado a sus propagandistas que traten de desacreditarlo como originado por el populismo, la antipolítica o “la industria del bulo”.
Pareciera que las Administraciones, en vez de aconsejar a los ciudadanos cómo salvarse, se limitaran a decir: “No tome medidas de autoprotección, no suba a alturas, no llame a emergencias, no grabe vídeos ni los mande por WhatsApp. Mire las televisiones y espere a que le llegue la ayuda oficial”.
Se está cerrando una época histórica en Europa en la que el Estado protegía a sus ciudadanos y se está dando paso a otra cuyo sentido profundo podemos definir con la siguiente frase de San Agustín: “Un gobierno sin justicia sería una banda de ladrones”.
Y una vez que los gobernantes pierden su legitimidad ante los gobernados sólo pueden hacerse obedecer mediante la fuerza, hasta que llega el momento en que ni ésta sirve. Entonces, si alguno de ellos necesita ayuda, que la pida.