En torno a 2010, un estudiante de primaria de EEUU llamado Milo Cress escribió una redacción sobre el efecto pernicioso de las pajitas de plástico. Siendo un tipo concienzudo pese a su edad (nueve años), hizo un cálculo básico sobre el número de pajitas que se usan al día en su país, y concluyó que serían unos 500 millones, por ejemplo.
Cress pronto se convirtió en una proto-Greta Thunberg, cuyas conclusiones infantiles fueron adoptadas por grandes corporaciones estadounidenses que en pocos años lograron erradicar la pajita de plástico, primero de aquel país y, poco a poco, del resto de occidente, sin tener mucha idea de por qué. Me acordé de Cress y de su encantadora familia el otro día, de visita en Pekín, cuando me sirvieron una bebida con pajita de plástico y recordé lo asqueroso que es sorber cualquier cosa con las repelentes alternativas de papel que el niñato de las narices sigue pergeñando por todo el mundo.
China es en gran medida uno de los últimos reductos que resisten a la globalización de las pajitas y de muchas más cosas. Incluso TikTok, el app chino que tanto contribuye a estropear la infancia y adolescencia de las nuevas generaciones de occidente, está esencialmente prohibido en China; ahí, la alternativa es Douyin, lleno de vídeos educativos y de humor, estrictamente cerrado al contenido rijoso, sexual y en general estúpido que se considera de uso exclusivo de extranjeros.
Conozco bien el país porque trabajé para el régimen chino entre 1998 y 2001, por las tardes, mientras por las mañanas trabajaba de incógnito para la Agencia EFE en Pekín, algo que en aquellos tiempos era menos extraño y menos novelero de lo que parece (para el régimen, era un mero editor en la agencia estatal de noticias). Desde entonces, he seguido visitando el país con cierta regularidad, aunque nunca con tanta alegría como la que me deparó cubrir a Hugo Chávez y su circo ambulante de ministros en 2008. En aquella ocasión, compartí pizza con el comandante venezolano y me satisfizo ver que era aún peor que como le pintábamos.
He observado la evolución de la mentalidad de la clase medio-alta china a lo largo de décadas de charlas y cafés (chapurreo mandarín, y muchos de ellos hablan bien inglés), sorprendido de ver cómo la visión dominante cuando llegué (la democratización de China es ahora inevitable) ha pasado al extremo contrario. Lo que no me sorprende es ver carteles en centros comerciales nuevos, impolutos y repletos, que piden a la población que sonría a la cámara de seguridad. Muchos de los abusos de privacidad que son ahora cotidianos en occidente lo han sido en China desde tiempos inmemoriales.
Como español disfruto los contrastes entre España y China: en España, el exitoso dictador Francisco Franco, que tanto hizo por sacar al país del atraso y crear una fuerte clase media, se ha convertido en una figura se oprobio; en China, el retrato del psicópata genocida Mao Zedong preside la plaza de Tiananmen y está estampado en camisetas y tazas.
Ningún chino con dos dedos de frente ignora lo que era Mao, pero tampoco ignora las consecuencias de tirar por los suelos la figura del fundador de lo que, para bien y para mal, es el actual estado chino.
La venganza de la izquierda española contra Franco ha sido de pataleta, propia del separatismo provinciano que la ha impulsado: quitar placas de calles, esconder o destruir estatuas, llenar libros de mentiras como el catalán y el euskera estaban prohibidos. La posteridad, mientras tenga dos dedos de frente, se rebelará contra estos insultos nimios.
La venganza de China contra Mao ha sido infinitamente más sutil: todo su legado ha sido desmontado y transformado, y la cripta donde descansa su cuerpo embalsamado, iluminado con una espectral luz naranja, está apenas a cinco minutos andando de un restaurante de kebab australiano donde solía almorzar con frecuencia.
China ha aceptado la evidencia de que el respeto a la empresa y los derechos de propiedad es la única forma de salir de la pobreza, lo que irritaría a Mao infinitamente más de lo que irritaría a Franco ver una gala televisada de los premios Goya. China dista mucho, mucho, de ser ningún tipo de paraíso, pero me da la impresión de que cada vez que visito dista menos, mientras que España, qué les voy a contar, va a en la dirección contraria con el pie a fondo sobre el acelerador.
Los chinos, es cierto, no pueden elegir a su gobierno: pero usted tampoco, porque los votantes españoles están controlados por un puñado de medios de comunicación a su vez controlados por un puñado de millonarios; los chinos no pueden decir lo que quieran todo el tiempo, y usted tampoco y si no intente alegar que el cambio climático no existe y vea cuánto tiempo tardan en despedirle; los chinos tienen una muy restringida libertad religiosa y usted también, y si no vaya a Ferraz o una iglesia abortista a rezar un rosario y vea qué opina la policía; si usted cree que en China el estado pinta demasiado, observe que el gasto público chino es menor (como porcentaje del PIB) que el de EEUU y el de España, país donde hay más comunistas en el gabinete que en China.
Lo que los chinos sí tienen, y usted no, es un estado que no se avergüenza de su historia y de su bandera. Y una economía que se orienta en función de la eficiencia, el empleo y la productividad y no de las ocurrencias de adolescentes semi-educados como Milo y Greta. Para que entiendan cómo funciona el comunismo con características chinas, y lo nada que se parece al comunismo es que está usted pensando, le voy a contar cómo se compran unas gafas en Pekín.
He estado durmiendo en el distrito céntrico de Jinsong, lo que vendría ser cómo estar en Arganzuela en Madrid. Cuando me puse a buscar ópticas, pensando que en Pekín serían más baratas que en España, encontré que junto a una estación de metro cercana había varios edificios completamente llenos de este tipo de establecimientos: pisos y pisos con decenas de ópticas, compitiendo unas contra otras en precio, servicio, modelos, rapidez de entrega. Tardé 10 minutos en seleccionar una montura, cinco en graduarme la vista, pagué unos 100 euros (bastante poco dinero para los niveles de sueldos en Pekín) y pregunté cuántos días tardarían en entregarme las gafas.
“Veinte minutos”, me respondieron.
Me hicieron los cristales graduados en el momento, con equipamiento de precisión, y me entregaron las gafas en 19 minutos. Ahora, medite usted, lector, sobre su última experiencia en una óptica española.
Como muchos otros sectores españoles (la farmacia y la notaría son claros ejemplos), la legislación española actual pone el sector de la óptica bajo control efectivo del colegio profesional pertinente, en este caso el Colegio Nacional de Ópticos y Optometristas, un lobby profesional cuya razón de ser es asegurarse de que los ópticos le puedan sacar la mayor cantidad de pasta posible.
No sé si habrá intentado usted compulsar fotocopias de documentos oficiales en otros países. En EEUU, por ejemplo, no hace falta pedir cita a un notario para que te clave; solo hace falta entrar en cualquier sucursal bancaria, ya que los bancarios están legalmente autorizados a compulsar, lo que hacen gratis y en el momento.
La diferencia entre una óptica española y una china es algo similar. En España, la legislación establece que todas las ópticas han de disponer de un colegiado en todo momento: aunque solo vaya a encargar (a China) los cristales graduados por los que le va a cobrar un ojo de la cara, en su condición de profesional acreditado para venderle una montura también importada.
Este sistema de pagar mucho más por mucho menos, y pasarle enormes cantidades de dinero español a los exportadores chinos de lentes y monturas, puede parecernos bien, probablemente porque tengamos un pariente colegiado. Ahí no me meto. Tampoco creo que podamos decir que China, que viene de donde viene, es un modelo para España.
Lo que no podemos hacer, hoy en día, es decir que lo de China es comunismo, si sostenemos que lo de España es capitalismo. Ni decir que España, o cualquier otro país de occidente, es un modelo para China.