Hace poco tuve ocasión de ver un vídeo de TikTok de una chica que hacía fotos al cielo con su móvil, luego las ampliaba una y otra vez hasta terminar encontrando píxeles donde antes había nubes y entonces concluía, con lógica irrefutable, que la realidad es mentira, una gigantesca ilusión digital que alguien pone ante nuestros ojos para engañarnos, parafraseando quizá sin saberlo el comienzo de Neuromante, la novela ciberpunk por excelencia: «El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto».
Lo cierto es que estaba adscribiéndose así a una antiquísima tradición religiosa y filosófica que anhela desvelar la naturaleza última de la realidad, brahman, ḥaqīqa o emet, en un mundo de ilusiones y sombras de la verdad. Pero aún si el espacio más allá de nuestro cielo pixelado fuera inexistente, una gran conspiración urdida para amedrentarnos con una hipotética invasión alienígena por quienes pretenden así un gobierno mundial, tal como sostenía un experto en artes marciales en el programa de Joe Rogan («lo he investigado en YouTube», explicaba), todas esas inquietudes epistemológicas sobre el universo serían superficiales si no buscan distinguir la verdad y la mentira dentro de cada uno de nosotros.
A enfocar no las estrellas sino lo humano se dedicaron dos faros de nuestra tradición cultural como Sócrates y Jesús. Una tarea fundamental (e ingrata, a la vista de cómo acabaron ambos) que nos ayuda a quienes llegamos después a discernir qué hay de pixel y conspiración en el comportamiento moral propio y ajeno, a cribar la virtud de su apariencia. Leyendo los Evangelios uno percibe con claridad ese empeño en desenmascarar el fariseísmo, la vileza que constantemente se disfraza con ropajes de santidad, la hipocresía del exhibicionismo moral o, como se dice ahora, el postureo. Al hombre de la parábola que fue apaleado por salteadores no lo socorrió un sacerdote ni un levita, sino un despreciado samaritano. Cuando uno dé limosna no ha de tocar trompeta delante de sí para ser alabado por otros hombres, nos advertía, de la misma manera que ponía freno a quien se quiera venir arriba lapidando o señalando a otros sin mirar la viga en el ojo propio.
Todo esto es algo que no ha cambiado con el paso del tiempo. Lo vemos cada día, en figuras cuya imagen pública poco tiene que ver con lo que sabemos que hacen en su vida privada o con lo que ellos mismos proclamaban antes de ayer. Vemos a aliados feministas con órdenes de alejamiento y a solemnemente autoproclamados católicos que miran para otro lado o balbucean excusas mientras se está cometiendo una matanza de inocentes. En fin, somos criaturas sociales dependientes de la aprobación de nuestros semejantes, está en nuestra naturaleza exhibir moralidad: necesitamos representar públicamente que somos fiables, que los demás pueden relacionarse, negociar o convivir con nosotros y para eso emitimos señales constantemente sobre la —supuesta— rectitud de nuestro proceder. Ahora bien, ¿y si esas señales, como estamos viendo, son fingidas? La mercancía falsa es más barata de producir, así que nos encontraríamos entonces, desorientados, en mitad de un zoco donde todos gritan a voces lo bueno que es lo suyo y lo malo que es lo que vende el del puesto de al lado.
Pues bien, las letras españolas han contado desde hace casi cuatro siglos con un excepcional observador de ese ruidoso mercadillo, Baltasar Gracián. «Europa no ha producido nada más fino ni más complicado en materia de sutileza moral», dijo de él Nietzsche. La época barroca que le tocó, las intrigas cortesanas de las que fue partícipe y su formación jesuítica intersecaron en una obra de estilo recargado y brillante, así como de un poso filosófico de profundo escepticismo sobre la vida social. Siendo El Criticón su libro más celebrado, sin embargo, Oráculo manual y arte de prudencia ha pasado a convertirse en las últimas décadas en algo parecido a un manual para CEOs y mandarines, aunque algunos lo interpretan más bien como una sátira propia de un ermitaño aborrecido ya de los trepas y aduladores de la corte.
Sus trescientos aforismos son una llamada a obrar de forma taimada en un mundo que se intuye despiadado, guardando siempre segundas y hasta terceras intenciones… y por supuesto atribuyendo a los demás la misma actitud: «Sin mentir, no dezir todas las verdades. No ai cosa que requiera más tiento que la verdad, que es un sangrarse del coraçón. Tanto es menester para saberla dezir como para saberla callar (…) Es el oído la puerta segunda de la verdad y principal de la mentira. La verdad ordinariamente se ve, extravagantemente se oye; raras vezes llega en su elemento puro, y menos quando viene de lejos; siempre trae algo de mixta, de los afectos por donde passa; tiñe de sus colores la passión quanto toca, ya odiosa, ya favorable. Tira siempre a impressionar: gran cuenta con quien alaba, mayor con quien vitupera. Es menester toda la atención en este punto para descubrir la intención en el que tercia, conociendo de antemano de qué pie se movió».
Aunque siga teniendo validez su apelación a ser «zaoríes del coraçón y linces de las intenciones», muchos de los tenderetes y mercaderías de aquel ruidoso bazar en que debíamos movernos han cambiado en estos últimos cuatro siglos. Una magnífica puesta al día podemos verla en un libro recién publicado que merece la pena leer, subrayar y releer: La banalidad del bien , de Jorge Freire. Aunque en él encontramos una mayor calidez humana frente a las gélidas astucias de Gracián, es perfectamente consciente de que allá fuera hay dragones y sobre todo muchos jetoncios.
El propio Freire se reclama discípulo de aquel pensador: «En general soy más de Gracián que de Kant por la misma razón que soy más de Tomás de Aquino que de Occam o más de Morante de la Puebla que de Greta Thunberg: prefiero la Gracia de Dios antes que la fe luterana. Pero como moralista es interesante porque siempre llegó antes a todo. Hay un episodio de El Criticón en que el náufrago Critilo y el buen salvaje Andrenio van camino del palacio de Virtelia, que hace referencia a la virtud, y entonces un ermitaño les habla de Hipocrindia, la hipocresía, que es una especie de `barata felicidad’ a la que se llega por un camino mucho más cómodo y que igualmente ofrece honores, poder y satisfacción, pero sin necesidad de sufrir tanto».
Vivimos en un tiempo, nos dice, en el que según una de las múltiples citas de clásicos que nos trae «hacemos hombres sin corazón y esperamos de ellos virtud y arrojo. Nos reímos del honor y nos sorprendemos al ver traidores entre nosotros. Castramos a las personas y luego les pedimos que sean fértiles»; una época en la que, sostiene, las grandes corporaciones dan lecciones morales que nadie les ha pedido a una población cada vez más precaria y desarraigada (lo que algunos llaman «el sujeto hidropónico»); donde el imperio de las redes sociales «hace que cada ciudadano sea un publicista de sí mismo» y el exhibicionismo moral consecuente vuelva casi imposible casi cualquier conversación pública; y en la que, en definitiva, se confunde empatía con compasión y honra con honor: «Gracián dice que `no se ha de ser de todos más que de uno mismo’, y a mí no se me ocurre mejor definición del honor. Honor, digo, y no honra, que es una vis reactiva que solo se defiende cuando alguien externo la amenaza; el honor es el respeto a la propia conciencia y a la palabra dada. También recomendaba enrolarse en la `milicia contra la malicia’, y en estos tiempos marcados por el cinismo, la dicacidad y el resabio socarrón eso es más razonable que nunca».