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Las conspiraciones están por todos lados

Para conspirar, sólo hace falta un grupo de gente que llega a la misma conclusión y empieza a coordinar sus ideas hacia un objetivo común

La palabra “conspiración” tiene mala prensa en estos tiempos. No hay forma mejor de ganar una discusión que acusar al contrario de depender de conspiraciones o teorías conspirativas. Nadie cree que existan las conspiraciones, salvo las absolutamente ficticias conspiraciones nazis para crear bases secretas en la Antártica, claro; lo que debe de ser el mayor triunfo jamás logrado por los conspiradores.

Por eso, uno de los insultos favoritos de la era moderna es “conspiranoico”. Es una expresión que denota que el interlocutor es una persona con la que no merece discutir, que es por naturaleza imposible de persuadir vía argumentos.

Todos hemos conocido a auténticos conspiranoicos, que suelen ser gente a la que se ha mentido tanto, tantas veces (“OTAN de entrada, no”, “lo primero será derogar la Ley de Memoria Histórica”, “se lo repito todas las veces que quiera: jamás seré parte de un gobierno con Podemos”) que hay que darles cien argumentos para convencerles de que la Tierra no es plana. Pero mucho peores que éstos son las personas que, creyéndose razonables, son lo opuesto y sostienen la opinión de que las conspiraciones no existen.

Éstas son las personas que creen que todo lo que se pasa se debe al zeitgeist. Son la gente que, dentro de una década, nos explicará que era inevitable que el PSOE se aliara con Bildu/ETA para controlar el gobierno vasco y que organizara referenda de independencia en varias comunidades autónomas, porque así lo exigía el “espíritu de la época” de los 2020s. Son gente que, creyéndose sofisticada, nos quiere convencer de que la historia funciona a base de corrientes misteriosas incomprensibles, que las reuniones de Davos son solo para charlar y hacerse selfies y que la masonería es un club de viejetes ociosos.

La realidad es que la conspiración no es una cosa extremadamente compleja que sólo puede ocurrir en una novela o en una película, como recurso fácil del escritor para avanzar el argumento. No hace falta una sala llena de tipos fumando puros, bajo pseudónimo. Es tan fácil organizar conspiraciones, de hecho, que lo extraño sería que no existieran. Y es cada día más sencillo, con la increíble facilidad para comunicarse en tiempo real con gente, de veinte formas distintas, y la comprensión de distancias en una época de vuelos transocéanicos.

Para conspirar, sólo hace falta un grupo de gente que llega a la misma conclusión, o una conclusión parecida, y empieza a coordinar sus ideas hacia un objetivo común. No hace falta una perfecta unidad de mentes respecto a un plan genial desde el primer minuto. Sólo hace falta, por ejemplo, que un grupito de alemanes en uniforme, que nunca fueron grandes fans de Adolf Hitler, empiece a llegar a la conclusión de que igual sería más fácil lograr un acuerdo de paz con los Aliados si alguien le quitara de encima. Todos hemos visto esa película, ¿no?

Algunos de los conspiradores del Plan Valkyrie se conocían desde hacía años, y esos más un puñado adicional se convirtieron en el núcleo duro que, mediante cartas, reuniones secretas  y llamadas telefónicas, convino un plan. No hizo falta más: media docena de personas que, por separado, llegan a una conclusión muy similar; un poco de coordinación; una oportunidad: y ello lleva a una conspiración que, de haber tenido éxito, habría cambiado la historia de la humanidad, sin lugar a duda.

Alrededor de éstos había gente que conocía la conspiración y estaba implicada al 80%; otros al 60%, otros al 40%. Otros son como Pedro Sánchez, ya me entienden. Y así hasta la gran “mayoría silenciosa” que se apunta a un bombardeo, y que habría tragado con lo que se le hubiera presentado una vez que el Fuhrer estuviera muerto.

La historia de la humanidad está llena conspiraciones. Esta fue sólo una de ellas. Las hay de todos tipos, incluyendo conspiraciones con efectos especiales como la que organizaron los servicios de inteligencia rumanos para quitarse de encima a la pareja Ceausescu, usando equipos militares que similaban el ruido causado por una invasión aérea para sembrar el pánico durante un discurso del ya abandonado dictador.

De todos modos, las más fáciles de descubrir son las que llevan a asesinatos: inevitablemente van a dejar un cadáver detrás. En su Historia de Florencia, Maquiavelo reporta decenas de conspiraciones destinadas a controlar el gobierno de una sola ciudad, casi todas incluyendo asesinatos: la conspiración para asesinar a Giuliano y Lorenzo de Medici, la conspiración del duque de Milán con la familia Canneschi para desalojar a la familia Bentivogli de su posición de primacía en Bolonia con el fin de romper la alianza de esa ciudad con Venecia y Florencia… La historia de la península italiana es una gran serie de conspiraciones documentadas en cada capítulo.

También en otros países. En España el otro día intentaron asesinar a un fundador de Vox y la policía prefirió no menear mucho el tema. Y cualquier estudiante español, yo mismo, puede salir de la universidad ignorando que la izquierda nacional ha asesinado ya a cuatro presidentes del gobierno, en todos los casos tras complejas conspiraciones implicando a numerosas personas.

En Rusia, en un momento dado, habían visto tantas conspiraciones para arreglar la sucesión dinástica de los Romanov rusos en el siglo XVIII (mediante asesinatos y golpes de estado, mayormente) que, escribe Simon Sebag Montefiore en su reciente biografía colectiva de la pintoresca familia imperial rusa, la marcha de coronación del zar Pablo II fue del todo macabra. Esto es lo que escribió a París un diplomático francés:

«He visto al joven príncipe caminar. . . precedido por los asesinos de su antepasado (Pedro III, su abuelo, marido de Catalina la Grande), rodeado por los de su padre (Pablo) y, diría yo sin mucho miedo a equivocarme, seguido de los que serán los suyos”.

Madrid, 1973. Tras una corta y penosa carrera como surfista en Australia, acabó como empleado del Partido Comunista Chino en Pekín, antes de convertirse en corresponsal en Asia-Pacífico y en Europa del Wall Street Journal y Bloomberg News. Ha publicado cuatro libros en inglés y español, incluyendo 'Podemos en Venezuela', sobre los orígenes del partido morado en el chavismo bolivariano. En la actualidad reside en Washington, DC.

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